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RESUMEN DE LA CLASE
En este curso pretenderemos estudiar la simbología de distintas épocas y lugares en conjunto, como una praxis de conocimiento más que como una recopilación de datos. Buscamos, pues, una experiencia personal a la que denominaremos “viaje” y que nos llevará a un conocimiento. Hoy hablaremos de la teoría, mientras que a lo largo del curso intentaremos hacerlo desde la práctica. El viaje que emprendemos nos llevará a conocer pero, también, y sobre todo, a conocernos, pues el autoconocimiento es la base del conocimiento experimental, como se decía en una antigua sentencia escrita en el templo de Sais: “Conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses”.
Esta idea, que podría calificarse de positivismo espiritual y que evidentemente no es nueva, la explica, por ejemplo, Juan Eduardo Cirlot en el prólogo de su Diccionario de Símbolos cuando escribe: “Desde el punto de espiritual (trascendental), el viaje no es una mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo”. La tensión de búsqueda será nuestro fin.
Otro fragmento de Novalis afirma lo siguiente: “Buscábamos por todas partes lo absoluto y siempre encontrábamos solo cosas”. Este paso lo daremos a partir del viaje por el universo simbólico; no queremos encontrar cosas sino buscar el acercamiento a lo absoluto. El ser humano vive entre dos realidades pues conoce el mundo bestial, de la animalidad, y también conoce el mundo de los ángeles, de los dioses. El problema se debe a que estos dos mundos conviven pero no están unidos lo que produce un desgarro y un movimiento pendular de un extremo a otro, de una total bestialidad hasta una espiritualidad completamente descarnada. La necesidad de una unión entre los dos extremos, que es la propuesta de la simbología, parece evidente.
El viaje simbólico intenta coser con el hilo de la experiencia la vida de la tierra, la encarnación, y la vida del cielo, la mística. Por eso, aún siendo un viaje espiritual se efectúa en el mundo encarnado. Lo que separa los dos polos, por muy espiritual que sea, es anti simbólico. Se trata de un camino que se hace al andar y que podía calificarse con una antigua palabra francesa: “quête” que significa búsqueda pero también demanda. Es el término utilizado por Chrétien de Troyes en sus novelas sobre el santo Grial y nos da una idea de lo se pretende con estos itinerarios; en el fondo se trataría de una búsqueda caballeresca, una entrada en el bosque, en la noche, para buscar la prueba. Un viaje hacia el descubrimiento de una tierra pura, donde se “espiritualizan los cuerpos y se materializan los espíritus” como diría Corbin, en busca de la constatación de que existe otra realidad en este mundo, además de la que vemos con los ojos exteriores.
Las teorías o las filosofías relacionadas con el peregrinaje se refieren a ello, ya sea a Santiago de Compostela o a la Meca, esta última es un precepto coránico muy importante porque, simbólicamente, quien la ha realizado ha obtenido la prueba de la verdad de la revelación del Profeta. Se trata en definitiva de un camino para encontrar, por eso, el viaje no solo es importante en sí mismo sino también para alcanzar al final la epifanía de lo buscado, la manifestación de la luz oculta en el mundo.
Respecto a esta luz, que tiene que ver con la belleza, debemos recordar el mito platónico en el que se explica que las almas, antes de la encarnación, estaban en la presencia de la luz original. Pero al encarnarse en un cuerpo el alma se ve privada de esta visión, el soma sema, el cuerpo como una prisión. Este hecho resultaría insoportable para el alma si al bajar no bebiera las aguas de un río o una fuente, depende del caso, y olvidara la visión de la luz. Por eso, todas las enseñanzas platónicas, entendidas como el resumen del pensamiento socrático anterior, se dirigen a estimular el recuerdo del alma. Recordar quién es y de dónde viene.
Tal y como se explica en el famoso relato gnóstico conocido como “El canto de la perla”, en el que el protagonista es hijo de reyes y, por haberlo olvidado, vive en una pocilga.
Las musas son quienes, con su inspiración, reavivan en el ser humano el recuerdo de la belleza, imagen de aquella luz primordial que contemplaban las almas, ellas son las que le dan la “idea” de lo que realmente es. Las musas son hijas de Zeus, el día, la luz, etimológicamente dios, y de una de sus esposas, Mnemosine, nombre que significa estrictamente “memoria”. Cuando las musas visitan al ser humano le devuelven la memoria y éste recuerda quién es. La memoria es lo que permite que, según otro mito platónico, se dé la vuelta en el interior de la caverna y deje de contemplar las sombras que se proyectan en sus paredes para ver la luz real. Éste es el símbolo por excelencia que debemos encontrar durante el tiempo de nuestra encarnación. Cuando el alma recuerda o reencuentra esta luz puede emprender el viaje de retorno a su patria original.
Un ejemplo, quizá algo extraño, de esta prueba que da fe del final de la búsqueda del ser humano nos lleva a una escena de la Praga del s. XVII donde se ve a un alquimista mostrando el resultado de una trasmutación alquímica. La imagen que aparece es de una pintura del s. XIX no muy interesante, pero que refleja la prueba obtenida mediante la alquimia: la conversión de los metales viles en oro. Es decir, el logro de la perfección en el plano físico, la concreción de la idea platónica. En este caso, el alquimista Sendivogius (1608-1657) está enseñando a Fernando III y a su corte el resultado o la prueba de una transmutación metálica.
Ello nos instruye sobre la existencia de una semilla del oro, que es interior pero también exterior, pues existe una medalla hecha con este metal para conmemorar el acontecimiento y en la que se habla de la “divina metamorfosis”, es decir, del cambio del plomo, el metal más vil, en oro purísimo. En la medalla aparece la imagen de un Mercurio apolíneo que también es el símbolo del oro. El momento de esta transmutación, principios del XVII, corresponde a la época de los rosacruces, y también cuando fue escrito el Quijote, justo antes de la Guerra de los Treinta Años. En aquel momento la alquimia era una moda, por lo que la imagen no es algo muy especial, pero si muy útil para despistar a los codiciosos que confunden el oro alquímico con el oro vulgar y para enseñar a los buscadores que su búsqueda está relacionada con algo tangible y concreto que solo algunos sabios conocen.
Otra imagen muy conocida, la del Loco del Tarot, alude al hombre común, alguien que no busca, que no está en quête, sino que yerra por el desierto sin ninguna dirección. Una carta sin número que en el original francés se denomina Le mat, el mate, el que no suena, el que no vibra con todas las formas de la realidad. Emmanuel d’Hooghvorst que escribió unos artículos fundamentales sobre el simbolismo del Tarot, explicaba que con esta lámina se quiso representar el exilio del hombre de este mundo: “Camina y no sabe a dónde va. Es un caminante sin destino”. La praxis simbólica debería ser, en cambio, una experiencia cognoscitiva para que el hombre que vive contemplando las sombras de la caverna platónica, que le incite a darse la vuelta y comprenda que su existencia y él mismo son el símbolo.
En el siglo pasado, Kandinsky, que fue un gran teórico, propuso una reflexión profunda sobre el conocimiento artístico y su sistema teórico podría utilizarse también para el simbolismo. Michel Henry, que escribe sobre la obra y el pensamiento de Kandinsky, concluye que aquello que se debería buscar en la obra de arte es: “…un conocimiento, un conocimiento verdadero, «metafísico», susceptible de ir más allá de la apariencia exterior de los fenómenos para entregarnos su esencia íntima.”
Las palabras de Henry reflejan la esencia de la pintura abstracta, que no pretendía ser un nuevo estilo, sino llegar a un conocimiento metafísico pero a partir de la física. Se trata de un diálogo entre el espíritu y la materia. En una obra que escribió Kandinsky, titulada De lo espiritual en el arte donde vincula el arte con la teosofía escribió lo siguiente: “La verdadera obra de arte nace misteriosamente del artista por la vía mística”. La propuesta de la simbología sería la continuación de la vía que, desde el Romanticismo, se abrió para búsqueda del sentido profundo del ser humano. Hasta la segunda mitad del s. XX, esta vía estaba relacionada con el arte pero el ímpetu con el que empezó a principios del XIX se ha perdido. Evidentemente, existen grandes artistas o interesantes procesos creativos involucrados en esta búsqueda de conocimiento en la actualidad, pero, en general, la vía del arte parece agotada mientras que la simbología podría ser la vía natural que la sustituya. Después del arte, será quizá la praxis simbólica la que encarnará la aventura del alma en pos del conocimiento. Un viaje de luces y sombras pues, como apuntó Louis Cattiaux en su Mensaje Reencontrado: “Es imposible reunirse con Dios y su gracia sin volver a atravesar las tinieblas franqueadas en el momento de la primera separación” (MR, 6, 17).
Cuando el alma desciende a la encarnación penetra hasta lo más profundo del mundo material y es imposible su retorno a la luz sin atravesar de nuevo y con plana conciencia las tinieblas de la separación y el desgarramiento. Sin haber efectuado este viaje heroico, en el estricto sentido del término, sin atravesar los infiernos donde se halla precisamente la salida es imposible el retorno ni la reunión de los dos extremos.
La metodología del curso que está basado en unos itinerarios que intentan ir un poco más allá de lo que proponen los grandes diccionarios de simbología, absolutamente imprescindibles por otra parte para avanzar en este campo, pero que sin un esfuerzo de interiorización su lectura se convierte en una repetición de datos vacía de sentido. Intentaremos continuar el proceso abierto por los estudios de la historia de las religiones y penetraremos en un mundo a caballo entre la tradición y la renovación, tradicionalista en la renovación y novedoso en la tradición es el doble movimiento que proponemos en esto itinerarios.
Cada uno de ellos conlleva todos los símbolos y cada itinerario supone un viaje pero también una meditación que debería conducir al propio conocimiento. El sentido que damos a este término es el que Cattiaux apuntó en su obra cuando escribe: “Meditar es cocer suavemente el cuerpo y el espíritu hasta la glorificación del alma”. (MR 13, 43) Esta glorificación es lo propio del ser humano. Es lo que hace “la dignidad del hombre” de la que hablaba Pico de la Mirandola.