Cuento de Emmanuel d’Hooghvorst ilustrado por Beatriz Colom. El autor lo escribió para felicitar las fiestas a un amigo.

blanc.1Querido amigo:

Había una vez una hermosa princesa, la más bella que uno pudiera imaginarse, con una adorable cabellera dorada de rizado natural. Su padre era un rey muy poderoso y sabio. Sabiendo que a veces las jovencitas son causa de disgustos, la había prometido, ya desde la cuna, a un joven príncipe de alto linaje, vigoroso y seductor. Esos chiquillos, aún demasiado jóvenes para casarse pero ya unidos por una tierna amistad, se entregaban juntos a los juegos inocentes propios de su edad en un hermoso jardín, a donde se les llevaba para jugar. Pero ese jardín estaba situado al lado de una importante carretera por la que pasaba mucha gente. Fue un error como se verá enseguida, pero los padres no siempre piensan en todo.

Esta historia comienza en un día de otoño, época de vendimias, que hacía tanto calor que para jugar en el jardín la princesa sólo vestía un pequeño bikini azul celeste que resaltaba sus formas jóvenes, ya firmes y redondeadas, pues estaba en la edad en la que las chicas empiezan a hacerse preguntas. Sucedió que un señor pasó por la carretera. Miró distraídamente por encima del seto y vio los juegos infantiles. Como sucede a veces con los señores, contempló a la jovencita con ojos libidinosos. Era un señor despreciable. Inició una conversación por encima de la valla y adivinó a la doncella, aún inocente, pero ya curiosa. Le habló por alusiones a fin de halagar la curiosidad y despertar aquella malicia que en la mujer está deseando florecer. Al final le propuso llevarla a su casa, sólo por un instante, para enseñarle unas ilustraciones japonesas muy instructivas. Aprovechando un momento de descuido de su compañero la joven se deslizó como un pajarillo a través del seto y siguió al malvado señor.

Lo que sucedió después es fácil de adivinar. La bella, violada, aprendió todo lo que deseaba saber y se quedó tan satisfecha que sólo soñaba en volver a comenzar. La inocencia de su vida anterior le parecía una ignorancia irrisoria y se mostró muy dispuesta a instruirse del todo. Sin embargo, el joven que les había seguido de lejos penetró a su vez en la casa. El malvado señor tomó una lanza, pues esta historia sucede en la Edad Media, y por sorpresa hirió al pobre muchacho, con una herida tan grave que lo dejó en coma. Entonces lo arrastró en secreto hasta un aposento, en los sótanos de la casa, y allí lo dejó, inconsciente, tendido sobre las frías losas. Después fue a reunirse con la bella quien, ocupada en volverse a peinar como suelen hacer las chicas después del amor, no se había enterado de nada.

Pero aquel malvado señor era mucho más malvado de lo que pudiera creerse y su alma era más negra que el mismo negro. Sólo pensaba en disfrutar del sexo, en comer y beber e incluso llegaba a enjuagarse la boca con el dorso de su manga después de haber vaciado su vaso de alcohol. ¡Un verdadero patán! Y además un ávido de riquezas, un grosero, un autoritario, un vampiro. A menudo a la bella se le hacía insoportable su vulgaridad, sin embargo permanecía unida a él por aquella complicidad que la retenía en su poder después de haberla subyugado tanto. Naturalmente, este vampiro era un chulo y no tardó mucho en obligarla a prostituirse.

Mientras, el rey que se había percatado de todo el asunto, se mostraba muy contrariado. «Traer de nuevo a la corte a mi hija acompañada de su chulo, ¡vaya un escándalo –se decía– y el escándalo es perjudicial para los asuntos del reino!» Como éste era un rey sabio prefirió dejar las cosas como estaban a pesar del disgusto que esto le causaba.

El invierno llegó rápidamente, un invierno muy largo en el que el frío no parecía terminar nunca. Cuando caía la noche, mientras esperaban que llegaran los clientes, las chicas golpeaban el suelo con los pies para calentarse. Para una hija de un rey, era una situación deplorable. Hacía el amor tristemente, pero no sin placer. Su vida se había convertido en una ansiedad perpetua pues debía sufragar todas las necesidades de su chulo, que como ya hemos dicho, era insaciable. A menudo los clientes se mostraban difíciles y poco generosos. Los grandes negocios eran raros, como en todas partes. En el triste estado en el que se hallaba reducida nació una nostalgia por su vida anterior, que se había disipado como un sueño infantil. Quiso volver al antiguo jardín pero estaba desierto, los árboles, despojados de sus hojas, aparecían contrahechos por el hielo. No sabiendo que camino tomar, decidió instruirse con sus amantes ocasionales. Un ingeniero le enseñó matemáticas, un obispo auxiliar la instruyó en el pensamiento de Teilhard de Chardin. También se esforzaba en ser cada vez mejor. A veces reunía a su alrededor a unas cuantas compañeras de su oficio para hablarles de Dios, iluminadas por la pálida luz de un farol municipal. A veces mantenían conversaciones serias y profundas. Una noche discutían acerca del infierno, ¿existía o no? Unas decían que sí, otras que no. Al no poder llegar a un acuerdo, se explicaron sus sueños nocturnos. Acabó organizando un sindicato de prostitutas de la capital, con el fin de obtener subsidios familiares y pensiones a los 65 años. Pero los momentos de ocio eran raros y las necesidades imperiosas. Nada cambiaba en aquel invierno que parecía que iba a durar toda una vida, sin ninguna esperanza.

Un día que estaba contemplando el cielo con la ilusión de ver pasar un platillo volante, se acordó de su madrina, que era el hada Isis, ya que en aquellos tiempos era costumbre que las princesas tuvieran a hadas por madrinas. Por medio de una plegaria ardiente le suplicó que viniera en su ayuda. Después se fue a poner una vela ante la imagen de santa Rita, patrona de las causas desesperadas, en la iglesia de Finisterre.

Pasaron algunos días, que no hace falta detallar…

Parecía que el invierno estaba a punto de acabar. En aquel anochecer se notaba en el aire como una sonrisa de primavera, aun discreta, pero perceptible a los poetas. La joven tenía ante ella un hombre diferente a todos los que había visto: alegre, jovial, maduro, elegante, perfumado, un hombre guapo; parecía muy rico pues sus gemelos eran de oro macizo. Al principio lo tomó por un cliente, si bien no era como los demás: «Vengo de parte de tu madrina, le dijo, sé quien eres y conozco tus deseos. La salvación está en tu casa pero no lo sabes». Después le tendió una botellita de cristal, pues en aquel tiempo las botellitas siempre eran de cristal, y le indicó cómo debía servirse de ella, y seguidamente desapareció. Entonces le reconoció, era el médico del palacio que la había curado cuando tuvo la rubéola. Era un buen médico, agregado a la Universidad.

Si no hubiera notado apretada contra sí la botellita de cristal, hubiese creído que era un sueño. Correr hacia su casa, llegar hasta la habitación del sótano, empujar la puerta, no le llevó más que un instante. Estaba en una habitación donde no había ni siquiera una estufa. Hacía tanto frío que las estalactitas de hielo descendían desde el techo hasta el suelo. Todo estaba sucio y apestaba. El hermoso príncipe estaba allí, vivo pero inconsciente, yaciendo sobre el hielo. Se arrodilló a su lado y vertió sobre su cabeza una gota del licor azul que contenía la botellita. Enseguida el príncipe se incorporó riendo, más radiante que nunca con su bella coraza de piedra fundida. Al verlo, la joven princesa recobró su belleza, así como la alegría y la inocencia, pero una inocencia que sabe. Su vestido, naturalmente, era ahora completamente blanco. Estaba hermosa como la luna. Se miraron riendo, felices de haberse reencontrado.

Fue entonces cuando apareció el calamitoso chulo atraído por el ruido. Fruncía los ojos de un modo terrible y blandía un cuchillo de cocina. Pero el príncipe había hecho su servicio militar en los comandos paramilitares, no hace falta decir más. Rápido como una centella, con su lanza atravesó al malvado y los dejó muerto allí mismo. Era lo que se merecía.

      A continuación, la princesa, muy contenta por haber encontrado un esposo tan encantador, preparó una hermosa cama blanca, muy limpia, en la habitación más bonita de la casa, allí donde había una estufa que nunca se apagaba, y aquella noche no durmieron más que los murciélagos.

      Cuando el rey se enteró de lo que había pasado, se alegró mucho. Sobre todo por lo que le había sucedido al malvado señor. En cuanto al buen doctor, fue nombrado profesor de la Universidad. Y todos vivieron felices y contentos y tuvieron muchos hijos.

      Querido amigo, si esto le divierte, la próxima vez puedo contarle la historia de un gran cornudo que vivía ignorante del amante escondido en la chimenea. Pero como ve, siempre es casi lo mismo, el hermetismo es tan viejo como el mundo.

      En este comienzo de año es costumbre expresar buenos deseos. Le envío éste. ¡Que Vd. queme, fiel Sicambro, lo que ha estado adorando, es decir, su propio ídolo y que adore lo que lo quemará, es decir, su propio fuego!