Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos y todo su ejército por el soplo de su boca. (Salmos 33, 6)
Si existe alguna obra desacreditada, ciertamente es la alquymia. Su práctica y estudio a menudo son considerados un retraso cultural. Juzgarla así es ignorar de manera manifiesta la abundancia y las maravillas de la antigua alquymia. Desde hace aproximadamente veinte años [1] se ha llevado a cabo un esfuerzo patente para reeditar algunas de aquellas obras, esfuerzo irrisorio respecto a la prolijidad de esta literatura olvidada. ¿Eran todos nuestros ancestros unos ignorantes dotados de un espíritu quimérico? Al contrario, la lectura de dichos libros antiguos nos revela la existencia de espíritus refinados, profundos y de una erudición muy superior a la nuestra.
Si existe alguna obra desacreditada, es la alquymia. Su práctica y estudio a menudo son considerados un retraso cultural. Juzgarla así es ignorar la abundancia y las maravillas de la antigua alquymia.
También para estos hombres la experiencia sensible estaba en la base del saber, eran materialistas que se guardaban mucho de soñar la materia. Si la alquymia ya era conocida en la antigüedad y los chinos la practicaban varios siglos antes del nacimiento de Jesús, ¿cómo podemos imaginar que los hombres, siempre y en cualquier lugar, se hayan equivocado durante milenios, y que nuestros padres, entregados a prácticas siempre engañosas, hayan tomado las tinieblas de la ignorancia por la luz de la verdad? ¿No seremos nosotros quienes, al contrario, en los más profundos y reservados ámbitos de la ciencia, nos hemos vuelto incultos y groseros? Dicha opinión tiene sus seguidores, pero son poco propensos a la publicidad; su torre de marfil les basta.
Fue en Estrasburgo, en 1659, donde se publicaron los primeros tomos del Theatrum Chemicum, magnífico compendio de doscientos tratados de alquymia redactados o traducidos del alemán o del francés al latín por el erudito Jacques Heilmann. El último tomo apareció en 1661. En el tomo IV del Theatrum Chemicum encontramos un tratado atribuido a Hermes: «El tratado de oro del secreto de la piedra física, en siete capítulos, ilustrado en nuestros días con escolios de un autor anónimo […]».[2] La referencia al escoliasta indica que el tratado de Hermes era conocido en los más remotos tiempos. Una primera edición de los escolios había tenido lugar ya en Leipzig en 1610.[3]. En él se leía lo siguiente: «Si con este libro uno no se vuelve sabio, ¿cómo podría volverse sabio con otro? Pues sería difícil hoy en día encontrar otro libro similar».
La referencia al escoliasta indica que el tratado de Hermes era conocido en los más remotos tiempos.
¿Quién fue el autor de estos escolios? ¿Acaso el autor de la edición de 1610 fue nuestro compatriota que se ocultó bajo el nombre de Gnosius? No sabemos nada de ello. El llorado Claude d’Ygé nos recuerda, a propósito de la memoria de los adeptos, que sus meras huellas «históricas» constituyen «el enigma de su leyenda […] y la incertidumbre de su identidad».[4] Por lo demás, los escritos subsisten. Nos corresponde darlos a conocer.
A continuación, proponemos una traducción del octavo escolio del capítulo I. En él se enseña la necesidad de una armonía entre el discípulo y la naturaleza exterior. La naturaleza hace uso de ella de la misma manera en todas sus producciones. Para emprender la Gran Obra de la regeneración física, el discípulo debe volver a ser alumno de esta naturaleza que da lecciones y que no recibe ninguna. No habiendo encontrado en sí mismo las «raíces minerales», dice el escoliasta, sería vano buscarlas en el exterior. Aquí es donde la famosa recomendación de los antiguos adquiere todo su sentido: «Conócete a ti mismo y conocerás el Universo y los dioses». Existe pues como una simpatía entre las raíces minerales y la constitución del hombre. Éste es un microcosmos. ¿Cómo se podría plantar en él la medicina si no hubiera en su constitución física cierta simpatía con la naturaleza de los metales? «Con todo concuerdo» podría ser una hermosa divisa, que antaño fue la de un humilde buscador.
Para emprender la Gran Obra de la regeneración física, el discípulo debe volver a ser alumno de esta naturaleza que da lecciones y que no recibe ninguna.
Pero adentrémonos más en la intención de los alquymistas de nuestro occidente cristiano, donde la alquymia es la ciencia de los elegidos que será revelada de forma universal en el día del juicio, «piedra de toque» de la obra [5] de cada uno:«Entonces, el rey dirá a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre. Heredad el reino preparado para vosotros desde el comienzo».[6][7] Encontramos de nuevo este mismo «principio» en otro pasaje del mismo Evangelio a propósito de un versículo de los Salmos: «Abriré en parábolas mi boca, declararé las cosas ocultas desde el comienzo».[8]
Los discípulos de la cábala quymica dicen que este famoso comienzo es aquél del que habló el sabio Moisés al principio del Génesis; el de la Gran Obra de la creación, ocultado de edad en edad y revelado en parábolas, figuras y enigmas. Esta Gran Obra es un secreto, una herencia que no será manifestada a todos más que en el último día. Los herederos son los hijos de Abraham. Vendrán de todas partes, del norte y del sur, de oriente y de occidente para participar en el banquete. Habrán brillado en las tinieblas del mundo como los astros terrestres cuyo resplandor no fue visible más que a los ángeles de Dios. Forman el ejército del que el Mesías, el Verbo encarnado, es el Señor.
Esta Gran Obra es un secreto, una herencia que no será manifestada a todos más que en el último día. Los herederos son los hijos de Abraham.
Hermetis Trismegisti tractatus aureus
He aquí que te he enseñado lo que estaba oculto, pues la Obra está contigo y junto a ti: si lo captas y lo guardas interiormente, podrás llevarlo contigo por tierra y por mar.
Octavo escolio del capítulo I. Él confía a sus hijos el secreto de la obra y con esta palabra, HE AQUÍ, nos indica claramente que en la explicación del arte muy noble y secretísimo. Geber, Morieno y los demás filósofos recomiendan a los discípulos del arte que busquen en sí mismos las raíces minerales. Por esta razón dicen: «En lo sucesivo, conociendo los principios de tu nacimiento, la semilla o materia prima de la que está compuesta, la piedra ya no te será ocultada».
Esta frase parecerá, desde luego, absurda al hombre grosero que ignora los arcanos naturales, pues será incapaz de imaginar en su cerebro cualquier similitud ni parentesco entre la semilla del hombre, que es animada, y los cuerpos llamados inanimados –según la opinión de ciertos ignorantes– de los metales y las piedras. Pero si te sacara junto con Abraham de tu morada mugrienta y corporal y te llevara a contemplar los astros espirituales que reposan ocultos en todas las cosas, ya no serías tan reacio a nuestra sentencia, sino que, muy al contrario, penetrarías en ella a pies juntillas.
Abre pues los ojos y considera nuestro cielo filosófico miríficamente adornado por una multitud infinita de estrellas. Como podrás observar, los cuerpos astrales del firmamento superior no difieren de los demás más que por una superioridad de tamaño y de resplandor luminoso; sin embargo, en el universo todos están formados por una sola y única materia purísima, diáfana y transparente. Todos los cuerpos de este mundo inferior parecen diferir mucho entre sí debido a su aspecto exterior; no obstante, si los consideramos a todos de forma intrínseca, veremos que todos proceden primitivamente del mismo principio o primer antes.
Todos los cuerpos de este mundo inferior parecen diferir mucho entre sí debido a su aspecto exterior; no obstante, si los consideramos a todos de forma intrínseca, veremos que todos proceden primitivamente del mismo principio
Según Salomón, [9] este principio interno no es nada más que cierta materia invisible [10] de la que el globo terrestre ha sido formado; o según san Juan evangelista: «El Verbo por el que todas las cosas fueron hechas y sin el cual no se hizo nada de cuanto ha sido hecho».[11]
«Pero», replicarás, «si el Verbo es el principio de todas las cosas según el testimonio de la Escritura, al ser este mismo Verbo inmortal permanecerá eternamente; por eso no hay que buscarlo ni perseguirlo en los cuerpos sublunares y corruptibles, pues están todos destinados a la muerte, la inestabilidad y la desaparición.»
He aquí una breve y concisa respuesta a tu objeción: Todas las cosas creadas por el Verbo eran excelentes, es decir, provistas por Dios de una perfección de beatitud totales, pero a causa de la prevaricación de Adán, la tierra fue también maldita: la muerte fue introducida en el mundo entero y no hay nada en él que no haya sido despojado y privado de esta perfección primitiva y que no esté, por consiguiente, expuesto a la muerte.
Apiadado de su criatura, el Todopoderoso quiso liberarla de la muerte para restablecerla en el reino de la vida y envió este mismo Verbo que es su luz y vida al mundo, y así regeneró el mundo por segunda vez por este Verbo. El único donador y regenerador de vida siempre es el mismo Dios, fuera del cual no hay esperanza de salvación. Por esta regeneración una criatura nueva es hecha. Las cosas antiguas han pasado y he aquí que son hechas todas las cosas nuevas.[12]
Por tanto, no debemos considerar este Verbo según la criatura antigua sino según la nueva. No conocemos a nadie según la carne, es decir, la criatura antigua, sino según el espíritu, la criatura nueva. Así como Cristo habita de forma invisible en quienes él ha regenerado, sin manifestarse en este mundo sino en el otro; así también el Verbo de regeneración es inherente a todas las cosas, pero de forma invisible: no puede manifestarse en los cuerpos mugrientos y elementales si no son reducidos a quinta esencia, es decir, a naturaleza celeste y astral. Este Verbo de regeneración es pues la semilla de la promesa o cielo de los filósofos, que brilla con todo el resplandor de los astros luminosos. Abraham fue llevado a verlo en contemplación.
…el Verbo de regeneración es inherente a todas las cosas, pero de forma invisible: no puede manifestarse en los cuerpos mugrientos y elementales si no son reducidos a quinta esencia, es decir, a naturaleza celeste y astral
Quien quiera ver pues este cielo nuestro, lo cual puede hacerse si se considera al doble salvador, respecto al mundo menor y al mundo mayor (puesto que es el mismo Dios quien opera todo en todos), deberá rechazar sus ojos adánicos, es decir, carnales, los cuales en su adormecimiento sólo nos permiten ver las cosas externas y corruptibles, y deberá recibir de la creación nueva los órganos espirituales de la vista. Éste reconocerá fácilmente que no hay más que un autor de todo este mundo, tanto creado como regenerado, un solo artesano y realizador de todas las cosas, un principio, un ser primero que nunca se separa de la naturaleza, sino que, mejor dicho, la vuelve a purgar de su corrupción y mancha, la revivifica y la vuelve a conducir a la primitiva libertad de la perfección. No debes sorprenderte pues si las cosas sometidas a la muerte despojan a la antigua criatura de su forma y parecen reducidas a nada. La muerte es, efectivamente, el principio de la vida, y sólo es el viejo cuerpo adánico el que muere, pero el espíritu de la nueva criatura recreada se fabrica un cuerpo mucho más noble y glorioso que el antiguo. Sin duda alguna, lo que se siembra no vivifica si previamente no muere; sembrado en la corrupción resucita en la incorruptibilidad, sembrado en la ignominia, resucita en la gloria, sembrado en la imperfección, resucita en la virtud.[13]
Y Hermes nos dice en La Tabla de Esmeralda que todas estas cosas son hechas por meditación de uno. Efectivamente, el mismo Dios que dijo: «Morirás», también dijo: «Serás salvado». Por tanto, la muerte y la vida recibieron del mismo Verbo de Dios la fuerza y la potencia de operar. Cualquier palabra que procede de la boca de Dios es pues esencial: por tanto, no es un espíritu o un soplo evanescente y vano como piensan de forma muy perniciosa muchos ignorantes e impíos en su incredulidad. Mis palabras, dice Cristo mismo nuestro Salvador, son espíritu y vida, es decir, semilla sustancial esencial de la nueva criatura; y quien cree en ella es salvado; es unido esencialmente y conglutinado con Cristo, al igual que la cabeza con los miembros, es decir, como Cristo y la Iglesia son dos en una misma carne. Quien no cree permanece en el pecado y al ser la muerte el salario del pecado, todo incrédulo está ya juzgado, condenado por el Verbo, y muere de muerte eterna. Así como la salvación del hombre depende del único conocimiento de Cristo y de la verdadera fe en él, puesto que es el único y solo salvador del microcosmos, así también, es plenamente necesario que el verdadero filósofo conozca al Salvador del macrocosmos: es el cielo de los filósofos o Verbo de regeneración; no es más que uno sólo difundido en todo el mundo, en todas las cosas; lo hallamos en los cuerpos de los animales, de los hombres, de los brutos, de las plantas, de los árboles, de los frutos, de los metales, minerales y piedras.
Mis palabras, dice Cristo, son espíritu y vida, es decir, semilla sustancial esencial de la nueva criatura; y quien cree en ella es salvado; es unido esencialmente y conglutinado con Cristo, al igual que la cabeza con los miembros
Por tanto, si has conocido una sola vez esta cosa única y si la ocultas en lo más secreto e íntimo de tu corazón, podrás llevarla contigo secretamente y con toda seguridad a todas partes donde vayas, sea por mar o por tierra, o abrirte un camino a través de las rocas o los fuegos.
NOTAS
[1] Este artículo fue escrito en 1979. (N. de la t.)
[2] «Hermetis Trismegisti tractatus aureus de lapidis physici secreto, in capitula septem divisus, nunc vero a quodam anonymo scholiis illustratus» en Theatrum Chemicum, Argentorati (Estrasburgo), 1659, t. IV, pp. 592 y sig.
[3] Hermetis Trismegisti vere tractatus aureus de lapide Philosophi secreto in capitula septem divisus nunc vero a quodam anonymo scholiis tam exquisite et acute illustratus, ut qui ex hoc libro non sapiat, ex alio vix sapere poterit; similis huic vix hodie reperitur. Tandem opere et studio Domini Gnosii Belgæ, utr. MDCX in lucem editus, Lipsiæ, 1610. Para más detalles, véase Ferguson, Bibliotheca Chemica, t. I, ed. Holland Press, Londres, 1954. No hemos conseguido encontrar ningún rastro de una edición más antigua del Tractatus Aureus, separada de los escolios.
[4] C. d’Ygé, Nouvelle Assemblée des Philosophes Chymiques, Aperçus sur le Grand OEuvre, prefacio de Eugène Canseliet, ed. Dervy Livres, París, 1972, p. 7; obra muy útil.
[5] I Corintios III, 13. La obra de cada uno: la obra del comienzo, relatada por el sabio Moisés en el capítulo I del Génesis.
[6] . En griego, katabolè. La palabra griega katabolè puede significar también fundamento. Vulgata: «a constitutione mundi».
[7] Mateo XXV, 34.
[8] . Mateo XIII, 35. Véase Salmos LXXVIII, 2. La palabra archè, principio, comienzo, en la traducción de los Setenta del salmo en cuestión, se ha convertido en la cita de Mateo, en katabolè. El mundo verdaderamente no ha sido fundado ni constituido sino a partir del don de la Torá o don de Dios.
[9] Véase Sabiduría XI, 17.
[10] Ciertos traductores de la Biblia, como Crampon, traducen «materia informe».
[11] Véase Juan I, 3.
[12] Véase II Corintios V, 17.
[13] Véase I Corintios XV, 42 y sig.