”¿Quién es Dios? ¿Quienes somos nosotros?
He aquí la búsqueda, he aquí la sabiduría y he aquí el reposo.»
El Mensaje Reencontrado6, 36.
¿Cuál sería el papel del símbolo en la vida espiritual de los hombres, en los albores del siglo XXI? La respuesta podría ser tan variada como variados son los aspectos bajo los que el símbolo ha sido considerado en nuestros días. Creemos, sin embargo, que sería necesario estudiar los símbolos en su sentido más original y verlos como los indicadores del camino que conduce al conocimiento de “qué es Dios”, ese “extraño en nuestra casa”. Un sentido que aparece evidente en El Mensaje Reencontrado (citado aquí como MR) de Louis Cattiaux, que la editorial Herder acaba de reeditar y que también quisiéramos seguir en esta reflexión guiados por una exhortación de Emmanuel d’Hooghvorst, discípulo de Cattiaux, que dice: “¡Necios que pensáis Dios, encendedlo en vosotros!” (Aforismos del Nuevo Mundo 53).
En El Mensaje Reencontrado pueden hallarse diversos versículos como el siguiente: “Algunos prosiguen en secreto la búsqueda de Dios más allá de los símbolos y de las figuras, porque tienen sed de la realidad que se ve, que se toca y que se come…” (MR 21, 55). Para seguir una búsqueda espiritual, como propone el versículo, la primera cosa necesaria debería ser la capacidad de enfrentarnos a la pregunta: “qué es Dios”, alejándonos lo más posible de cualquier prejuicio o idea preconcebida: “Dios no es una abstracción delirante del espíritu humano –escribe Cattiaux–, como podrían hacer creer las descripciones de ciertos creyentes” (MR 26, 24). Este es el contexto que proponemos para considerar el papel del símbolo en la actualidad y El Mensaje Reencontrado se nos ofrece para acompañarnos en la búsqueda.
Comenzaremos recordando la gran tradición de los cabalistas hebreos que son maestros en el arte de la hermenéutica, pues para ellos la interpretación correcta de la Torá es el fundamento de su vida cotidiana y espiritual. En un celebre fragmento del Sefer haZohar, el mítico rabí Simeon bar Yokai dice:
“¡Ay del hombre que pretende que la Torá no vino más que para contar simples narraciones, palabras ordinarias! Si así fuese, podríamos actualmente componer una Torá sobre temas vulgares e incluso más excelentes”. Éstos (los que piensan que la Torá son simples narraciones) no consideran más que el vestido de Dios y no tienen parte en el mundo por venir, pero también están los cabalistas, “los sabios, servidores del Rey supremo, los que están en la montaña del Sinaí y que contemplan el alma que está en la Torá; es la raíz de todo, la Torá verdadera” (III, 149b). Éstos interpretan correctamente la escritura de Moisés, son los hermeneutas que siguen la tradición de la Torá oral y sirven al Rey supremo, incluso acompañan a Moisés en la montaña del Sinaí. Dicho de otro modo, comprenden que cada palabra de la Torá es un símbolo de una misma realidad: el Nombre de Dios, Un Nombre que, debe dar la respuesta a la cuestión de “qué es Dios”.
Gerson Scholem comenta que para Nahmánides: “todos los estratos del sentido de la Torá como lenguaje del nombre representan meras relativizaciones [símbolos] de aquel único absoluto que en el ámbito de la lengua es el Nombre de Dios” (Lenguajes y cábala). A Dios sólo se le puede conocer a través de su Nombre; es decir, cuando está presente y localizado. Sin nombre, Dios acostumbra a convertirse en un concepto vago, un prejuicio ideológico, un refugio para las existencias resignadas, un motivo de rebeldía o, simplemente, una energía.
El Mensaje Reencontrado es una obra para meditar en un sentido que quizá se aparta de lo que hoy en día se entiende por este término, es decir, como un sinónimo de autoayuda. Al contrario, podría incluirse en lo que Pierre Hadot (Ejercicios espirituales y filosofía antigua)atribuye al origen de la filosofía, una especie de ejercicios espirituales que nada tenían que ver con una religión establecida y que, sin embargo, debían cambiar el espíritu de quien los practicaba. El Mensaje Reencontrado invita a meditar libremente sobre “qué es Dios”, una cuestión que siempre va acompañada de “qué es el hombre”. En este sentido escribió Charles d’Hooghvorst: “Este libro se dirige a la intuición y a la memoria profunda y no a la razón especulativa. Son pocos los que han tenido la inteligencia y la paciencia de leerlo y meditarlo, a fin de penetrar en él y descubrir la vía que lleva al secreto vivo del hombre, sepultado en lo más profundo de la naturaleza de este mundo” (Creer lo increíble).
Cada uno de los más de cinco mil versículos o aforismos que componen El Mensaje Reencontrado es una afirmación simbólica de lo “qué es Dios”, por eso aconsejamos leerlo abriéndolo al azar. En su obra, Cattiaux no razona sobre Dios, no especula, sino que testifica, mediante símbolos que se refieran a una única cosa, lo “qué es Dios”. Encontramos muchos versículos que comienzan con estas palabras: “Dios es como…”.
La estructura de El Mensaje Reencontrado también es particular, en realidad no tiene ni pies ni cabeza, son versículos o aforismos dispuestos en dos columnas que abren un diálogo entre ellos generando varias posibilidades de lectura. El primer capítulo comienza con un título, Vérité nue (‘Verdad desnuda’), que en la edición de Herder se mantiene en francés, pues las nueve letras de Vérité nue al combinarse entre sí originan los otros treinta y nueve títulos de los demás capítulos. Además, Vérité nue, es el único encuentro que importa, según se desprende de la meditación del libro, pues es el “alma” oculta en las palabras del libro. Y llegados a este punto nos hallamos en condiciones de entender porqué hemos comenzado esta reflexión refiriéndonos a la exégesis hebrea que puede desvelar el Nombre de Dios en cada pasaje de la Torá, puesto que en este pasaje, Simeon bar Yokai afirma que es “el alma de la Torá”, lo que propiamente es aquello “qué es Dios”.
Leemos en otro versículo: “Meditar es cocer suavemente el cuerpo y el espíritu hasta la glorificación del alma” (MR 13, 43), y según nuestra interpretación podríamos decir que la “glorificación del alma” es el desvelamiento de la Verdad desnuda, mientras que “cocer suavemente el cuerpo y el espíritu” significaría su separación y su unión para el reconocimiento de los símbolos que vienen de Dios y retornan a Él.
Dios inspira los símbolos que lo explican, a Él mismo, para la salvación de los hombres. Una salvación que se realizará cuando se experimente “qué es Dios”. En este sentido cabe comentar las profundas dudas metafísicas de Cattiaux al preguntarse quién había escrito realmente El Mensaje Reencontrado, pues él, en el sentido de individuo, no se reconocía como su autor. Su amigo, el literato Gaston Diehl escribió sobre estas dudas al afirmar que Cattiaux sufría: “un profundo tormento metafísico” (Les étapes du nouvel Art Contemporain). Ya que ¿cómo se puede diferenciar lo propio de lo otro? Una alteridad completa que le dictaba lo “qué es Dios”. Por eso, en El Mensaje Reencontrado está escrito: “Los defectos y las insuficiencias del Libro se han de imputar a nuestra debilidad y a nuestra indigencia excrementales, que pertenecen a la nada cenagosa. Las cualidades y las bellezas de la obra se han de atribuir a nuestra luz substancial y a nuestra inspiración esencial, que pertenecen a Dios” (MR 32, 1). La alteridad con la que se encontró Louis Cattiaux, pintor y poeta, afirma continuamente el Nombre del Dios vivo. El Dios de la Unidad.
Cattiaux en ningún momento pretendió crear unos símbolos nuevos sino reencontrar su sentido primordial como viáticos para el mundo por venir. “Cuando el símbolo es una realidad, es imposible descubrirlo sin la Ayuda de Dios” (MR 2, 44). Y lo hizo en un contexto cristiano, lo cual comporta algunas consideraciones que, evidentemente, no deberían impedir otras lecturas. En el cristianismo, la hermenéutica de las Santas Escrituras no tiene la importancia y el alcance que posee en las otras tradiciones de origen semítico puesto que el Nombre propio de Dios, Jesucristo, ya se conoce y está presente en la eucaristía. Este hecho sobrepasa cualquier interpretación y la hace inútil. Jean-Luc Marion lo explica con estas palabras: “El Verbo [el Nombre] interviene en persona en la Eucaristía (en persona, porque sólo entonces manifiesta y realiza su filiación), pero para cumplir así la hermenéutica; la hermenéutica culmina en la eucaristía; una garantiza a la otra su condición de posibilidad: la intervención en persona del referente del texto como centro de su sentido, del Verbo” (Dios sin el ser).
Así pues, el cristianismo teóricamente no requiere de comentaristas pues la Escritura ya se ha cumplido y ha desvelado su centro más secreto, pues Jesucristo vino “a dar cumplimiento” (Mt 5,17). Entonces, ¿qué sentido tienen los símbolos? A lo largo de la historia, el cristianismo ha sido tan intrépido que ha situado al principio aquello que hubiera debido manifestarse al final y así ha señalado “éste es Dios”.
Está escrito en El Mensaje Reencontrado: “La decadencia de las religiones y de las iniciaciones proviene de que los guardianes, los creyentes y los buscadores toman los símbolos, las figuras y los ritos por el misterio mismo, cuando de hecho no son más que sus imágenes y sus recuerdos” (MR 24, 43). Cattiaux se da cuenta de que el cristiano debería volver a sus orígenes, pero no en un sentido histórico, por otra parte tan estudiado actualmente, sino en la recuperación de su misterio original y que la hermenéutica es la herramienta necesaria (de nuevo) para conocer tal origen, pues a partir de los textos se puede encontrar “qué es Dios”, en un momento en el que la Eucaristía misma se ha convertido en un símbolo.
Las tradiciones hermética y alquímica guiaron al autor de El Mensaje Reencontrado en sus aseveraciones simbólicas, puesto que la afirmación del ser de Dios fue la intención profunda de dichas tradiciónes. Una intención mal expuesta en muchas ocasiones y en otras, muchas más, mal comprendida. En 1948, Guénon escribió una reseña de la primera edición de El Mensaje Reencontrado, comprendía sólo los doce primeros libros. El metafísico y erudito francés escribió una crítica favorable y se atrevió a colocar a la obra dentro de la tradición hermética cristiana: “Ignoramos lo que los ‘especialistas’ del hermetismo, si realmente existen todavía algunos que sean competentes, podrán pensar de este libro y cómo lo juzgarán; pero lo cierto es que, lejos de ser indiferente, merece ser leído y estudiado cuidadosamente por todos aquellos que están interesados en este aspecto de la tradición” (Etudes Traditionnelles).
Louis Cattiaux en El Mensaje Reencontrado no utiliza en ningún momento la expresión hermetismo ni emplea el peculiar lenguaje de la alquimia que utilizaban sus coetáneos, pero la aseveración de Guènon no es incorrecta ya que creemos que El Mensaje Reencontrado es un libro profundamente hermético, sobre todo en los doce primeros capítulos o libros.
Guénon consideraba a la tradición hermética como un soporte para desarrollar las verdades metafísicas. El hermetismo, según dicho autor, sería cosmológico y, como tal, estructuraría el tejido que debiera arropar la tradición primordial, únicamente metafísica, gracias a las correspondencias simpáticas del universo. Para Cattiaux, el hermetismo corresponde a la alquimia tradicional –que muy poco tiene que ver con la alquimia de los ocultistas–, la ciencia que hace posible la obra que culmina la creación, conocida también como la Gran Obra. Así, a pesar de que Cattiaux no desarrolla una teoría de la alquimia, ni estudia la cosmología tradicional a partir de sus símbolos, propone directamente la ciencia divina para exponer sus afirmaciones sobre “qué es Dios”. El hermetismo y la alquimia son expresiones de la Obra de Dios: “Ni los creyentes ni los ateos sospechan que existe la ciencia de Dios oculta tras los símbolos, los escritos y las figuras de las religiones reveladas” (MR 24, 33). La alquimia, en tanto que permite la finalización de la creación, es el núcleo de la tradición primordial y no un soporte de la verdad metafísica como podría ser la ciencia de las correspondencias a la que se refiere Guénon. En El Mensaje Reencontrado se propone como el camino de la salvación, el objeto de sus trabajos es el “alma” de la tradición primordial, que en el lenguaje hermético se conoce como la Piedra de los filósofos.
Y, ¿cómo separar la Piedra del Nombre de Dios? Son como dos caras de una moneda: la Piedra, en el lenguaje de la naturaleza, el Nombre, en el lenguaje de la teología, tal como ya anunció Paracelso en su Theophrastia sancta, al proponer la religión de las dos luces: la luz de la gracia y la luz de la naturaleza. Todos los símbolos pertenecen y se refieren a la unión de las dos luces que, en su encuentro, glorifican el “alma”:
“Él se canta en cada uno de sus poetas.Él se anuncia en cada uno de sus profetas.Él se juega en cada uno de sus niños.Él se alaba en cada uno de sus creyentes.Él se ama en cada uno de sus santos. Él se conoce en cada uno de sus sabios.Él brilla en cada uno de sus Hijos” (MR 14, 58).