Fragmentos del libro de Georges Duby, “Tiempo de catedrales” en los que se relata el nacimiento de la catedral gótica. Imágenes de la Sainte Chapelle del París. Edición, R. Arola y L. Vert.

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“En Saint-Denis se reverenciaba pues la Theologia mystica, escrito en el cual encuentra su fundamento el pensamiento y el arte de Suger [su abad]. Dante situó en las cimas de su Paraí­so a aquel: “Dionisio que con un tan gran deseo / se dedicó a contemplar aquellos órdenes, / dándoles un nombre y distribuyéndolos como lo he dicho”. (Paraíso XXVIII, 130-132.)

El tratado atribuido a Dionisio ofrece, en efecto, una imagen jerárquica del universo visible e invisible: De la jerarquía celesteDe la jerarquía eclesiástica (en los que sin duda Suger se inspiró directamente cuando concibió en forma jerarquizada el poder del rey feudal). En el centro de su obra, esta idea: Dios es luz. De esta luz inicial, increada y creadora, participan todas las criaturas. Cada una de ellas recibe y transmite la ilumina­ción divina según su capacidad, es decir, según el rango que cada uno ocupa en la escala de los seres, según el nivel en que ha sido situado jerárquicamente por el pensamiento de Dios. Originado en una irradiación, el universo es una corriente lu­minosa que desciende en cascadas, y la luz que emana del Ser supremo coloca a cada uno de los seres creados en un sitio in­mutable. Pero la luz todo lo une. Vínculo de amor, irriga el mundo entero, lo instala en el orden y en la cohesión, y puesto que todos los objetos reflejan más o menos la luz, esta irradia­ción, gracias a una cadena continua de reflejos, suscita, desde las profundidades de las tinieblas un movimiento inverso, mo­vimiento de reflexión hacia su foco de irradiación. De este mo­do, el acto luminoso de la creación instituye por sí mismo un acceso progresivo de grado en grado hacia el Ser invisible e ine­fable del que todo procede. Todo se reencuentra en él gracias a las cosas visibles que a medida que ascienden en la jerarquía reflejan cada vez mejor su luz. Es así como lo creado conduce a lo increado por una escala de analogías y de concordancias. Elucidarlas una tras otra significa avanzar en el conocimiento de Dios. Luz absoluta, Dios está más o menos oculto en cada criatura, según esta sea más o menos refractaria a su ilumina­ción; pero cada criatura lo descubre a su manera puesto que li­bera, ante quien la observe con amor, la parte de luz que con­tiene en sí. En esta concepción está la clave del nuevo arte, del arte de Francia, cuyo modelo fue la abadía de Suger  Arte de claridad y de irradiación progresivas.  […]

En el centro de su obra, esta idea: Dios es luz. De esta luz inicial, increada y creadora, participan todas las criaturas.

En aquella época, esta teología afirmó más que nunca el principio de la luminosidad. Para combatir con más fuerza las seducciones del catarismo, los mejores pensadores sagrados hi­cieron referencia al sistema de jerarquías descrito por Dionisio el Areopagita. Se empeñaron en consolidar este monumento recurriendo a razones más severas y en enriquecerlo por medio del progreso de los conocimientos físicos. Roberto Grosseteste, que lanzó las jóvenes escuelas de Oxford, leía el griego; conocía Ptolomeo, la nueva astronomía y los comentarios científicos que habían hecho los árabes del Tratado del cielo de Aristóte­les. Para Grosseteste, Dios es también luz y el universo una es­fera luminosa que se expande desde un punto central en las tres dimensiones del espacio. Todo el saber humano procede de una irradiación espiritual de la luz increada. Si el pecado no hiciera opaco el cuerpo, el alma percibiría directamente los fuegos del amor divino. En el cuerpo de Cristo Dios y hombre, el universo corporal y el universo espiritual vuelven encontrar su unidad original. Jesús —y la catedral que es su símbolo— son considerados como el centro del cual todo procede y en el que todo se ilumina, la trinidad, el verbo encarnado, la Iglesia, la humanidad, la criatura. De estas concepciones se deriva una estética. “De todos los cuerpos, la luz física es el mejor, el más delectable, el más hermoso; lo que constituye la perfección y la belleza de las formas corporales es la luz.» Roberto expresa­ba como filósofo, lo que sentían oscuramente los franciscanos, en su alabanza de Santa Clara: “Su angélico rostro era más claro y más hermoso después de la oración, por la alegría que en él resplandecía; el gracioso y liberal Señor colmaba verdadera mente con sus rayos a su pobre pequeña esposa de modo tal que pudiese difundir a su alrededor la luz divina.” Y el domi­nicano Alberto el Grande define la belleza como un «resplandor de la forma».

«De todos los cuerpos, la luz física es el mejor, el más delectable, el más hermoso; lo que constituye la perfección y la belleza de las formas corporales es la luz.»

Mucho más aún que las iglesias de las que proceden, las catedrales de la segunda generación se iluminan pues con esplendores divinos. En París, las partes elevadas de la Sainte Chapelle no son nada más que una trampa aérea tendida para apresar todos los rayos. Los muros desaparecen. Por todas partes, la luz penetra un espacio interior que se ha vuelto perfectamente ho­mogéneo. Este hubiera fascinado a Suger. En Reims, Juan de Orbais concibe ventanas completamente suspendidas, de las que Villard de Honnecourt hace el diseño y que luego se difun­den por todas partes; más tarde, el maestro Gaucher suprime todos los tímpanos del portal de la fachada y los reemplaza por vidrieras. Los rosetones florecen por doquier, diseminándose hasta alcanzar el armazón de los contrafuertes. Círculos de per­fección, símbolos de rotación cósmica, estos representan el flu­jo creador, la procesión de la luz y su retorno, aquel universo de emanaciones radiantes y de reflejos que describe la teología de Dionisio.

Círculos de per­fección, símbolos de rotación cósmica, estos representan el flu­jo creador, la procesión de la luz y su retorno, aquel universo de emanaciones radiantes y de reflejos que describe la teología de Dionisio.

La óptica de Roberto Grosseteste culmina en un Tratado de líneas, ángulos, figuras, reflexiones y refracciones de los rayos. Es decir, en una geometría, la de los diseños. La arquitectura del siglo XIII extrajo de ella su rigor resplandeciente. Las nue­vas inflexiones del saber suministradas por la facultad de las ar­tes se reflejaron en ella. La catedral se hace menos retórica, se preocupa menos por los adornos y más por el análisis dialéctico de las estructuras. Aspira a la claridad de las demostraciones es­colásticas. Sus formas se originaron en el espíritu de aquellos clérigos que durante todo el año bruñían las armas de su razón para hacer frente a los grandes torneos de Pascuas, las disputas quodlibéticas, esgrima acerado del pensamiento. Como ellos, el maestro de obras procede por disociación, aislando las partes homogéneas, luego las partes de estas partes, antes de agrupar­las lógicamente. La catedral desarrolla en la verticalidad, en un juego de persuasiva inteligencia, una geometría construida a partir de la luz.»

Vídeo “Dios es luz” de Georges Duby (en francés).

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