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Locución de María Carreira
TEXTO
Rudolf Otto fue un teólogo protestante, nacido en Alemania en 1869. Su confesión cristiana no le impidió estudiar la universalidad del fenómeno religioso. Este interés le llevó a viajar por África, la India, Japón, China y otros lugares. En estos viajes recabó una ingente cantidad de piezas para la Colección de Estudios Religiosos[1], fundada por él en 1927, en Marburgo, donde vivió los últimos años de su vida. Se implicó en política y llegó a representar en la Asamblea Prusiana al Partido Democrático Alemán (PDD), que era liberal de izquierdas. Quizá el Círculo Éranos germinó en 1932 en su casa de Marburgo, pues fue él quien propuso a Olga Fröbe-Kapteyn dicho nombre de un banquete en hermandad para los famosos encuentros del Círculo, y que, lamentablemente, él ya no pudo compartir. A pesar de todo, su influjo es tan fuerte en el Círculo que Ortiz-Osés explica: “podríase trazar la tridimensionalidad cultural eranosiana: Fröbe representa el área místico-orientalista; Otto, el área de la fenomenología de la religión; y Jung la hermenéutica de las profundidades” (1994: 26) y explica la fundación tripartita en modo olímpico: “fundado por O. Fröbe cual Ceres, apadrinado por R. Otto cual Zeus-Júpiter, e influenciado definitivamente por el “belicoso” Jung cual Marte cultural”. Desde luego, es innegable su sintonía que caracterizó las primeras conferencias eranosianas con el interés comparativo entre Oriente y Occidente, y que se advierte, incluso revisando algunos títulos de sus propias obras, como Mística de Oriente y Occidente o Sankara y Eckhart.
Lo Santo (Das Heilige, 1917) es el libro más célebre de Otto, y se ha reimprimido y traducido con un éxito sin precedentes, para ser un ensayo tan especializado, y su repercusión en el estudio del fenómeno religioso ha sido tan importante que, a pesar de tener más de cien años, constituye aún una obra de referencia en la materia. Con el tiempo se le fueron añadiendo diferentes textos como “apéndices” hasta la 11ª (undécima) edición. A partir de aquí, se desgajaron y se editaron con el título “Ensayos sobre lo numinoso” (1923). El pensamiento de Otto se enmarca en la tradición protestante alemana, y, en particular, muy influenciado por idealismo estético-religioso de Fries y de Schleiermacher, del clasicismo de Schiller, del romanticismo de Goethe, y, por supuesto, de la ineludible autoridad de Kant.
Lo Santo es una réplica a la idea de que la razón es el único medio válido para comprender la naturaleza, el mundo, el hombre y, por consiguiente, la idea de Dios. Otto “plantea lo sagrado más acá de lo ético y más allá de lo racioide [racional], definiendo su esencia como lo numinoso, a la vez fascinante y tremendo (ambiguo)” (Ortiz-Osés, 1994: 26). A causa de su magnitud inconmensurable de la idea de Dios, de su aspecto eterno e inmarcesible, el ser humano no puede aproximarse solamente por la razón, porque reduciría y limitaría al numen. Para acceder al él es necesaria la intuición, lo irracional. El equilibrio entre ambos aspectos es fundamental puesto que lo irracional impide que la razón asfixie la religión, es decir, la mantiene viva; mientras que la razón evita que la religión caiga en excesos místicos o fanáticos, siendo la armonía entre ambas la que demostraría la superioridad de una religión.
Como es imposible reducir ni constreñir el numen, y menos aún definirlo, debido a su esencia incomprensible e infinita, Lo Santo es un ejercicio apasionado a la vez que riguroso, que sobrepasa los puros -y muy abundantes- aspectos y matices filológicos, en la procura de un lenguaje, que, a modo de nave, nos permita “circunnavegar”, a divagar (en el sentido opuesto a ceñir) sobre la experiencia de lo divino.
En Lo Santo, Otto ubica el núcleo de la experiencia religiosa en el “misterium tremendum et fascinans”, ya que produce simultáneamente terror reverencial y atracción cautivadora.
En la primera parte del libro, Rudolf Otto, mediante la exploración de los sentimientos, de los pensamientos y de sus efectos físicos, intenta describir lo que el numen despierta en el ser humano. En una segunda parte, además de ahondar en los matices de la experiencia numinosa, reflexiona sobre ejemplos que encuentra en citas provenientes de fuentes variopintas, como la Biblia (AT y N), la obra de Lutero, que él tan bien conocía, pero también extractos de textos hindúes, budistas y taoístas, de la tradición clásica y de autores alemanes, como Jacob Böhme, Schiller o Goethe, a quien cita profusamente y, de manera significativa, como arranque del libro. En una tercera parte anexa una selección de textos numinosos.
A pesar de su persistente afirmación de la superioridad del cristianismo sobre las otras religiones, para él investigar la experiencia de lo sagrado no implica la necesidad de hablar de Dios, en parte porque algunas religiones, sobre todo orientales, no tienen dios, de ahí el uso del término numen para designar ese Todo, el Ser, lo Santo. Otto analiza también aquellas propiedades y particularidades que distinguen las esferas de lo profano y de lo sagrado. Para ello, toma como punto de partida la existencia de un conocimiento previo que se puede o no recordar, un “a priori” religioso, del que aquí hemos hablado en otras ocasiones. Por esto, Otto consideraba que el estudio del fenómeno religioso es imposible para quien no lo haya experimentado y para quien entienda el placer estético como mero placer sensible y considere que la religión tiene como función la utilidad social. Para profundizar en él es necesario conocer el estremecimiento, la conmoción del rapto religioso. E invita al lector que no lo haya sentido, a abandonar la lectura de Lo Santo.
Proseguimos con la recapitulación de algunos puntos esenciales de Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios.
Los seres humanos concebimos lo divino y le asignamos atributos humanos, aunque sea en términos absolutos: espíritu, razón, voluntad inteligente, omnipotencia, sabiduría… Aunque todos son importantes, no apuran ni agotan la esencia de la divinidad. Son predicados esenciales, pero sintéticos, son eficaces, pero reductores, pues el “objeto” que los recibe no es comprendido por ellos ni puede serlo, luego, ha de ser comprendido de otra manera. Porque si no pudiese ser comprendido de manera alguna, nada se podría decir de él pues su inefabilidad debería conducir al silencio; y, en cambio, la extrema locuacidad de los místicos es para Otto una prueba de la comunicabilidad del fenómeno religioso. Por otro lado, Otto advierte del sesgo de la tendencia racionalista en la investigación teológica, que podría llevar a excluir por completo lo irracional, con lo que se perdería la emoción religiosa, que es la base de la “religión profunda y viva”. Para poder estudiar “lo santo”, Otto necesita conciliar lo racional y lo irracional.
Lo santo es una categoría explicativa y valorativa que nace en la esfera religiosa, aunque se irradia a otros ámbitos, como a la ética. Es compleja porque, entre otras cosas, contiene algo que es inefable (árreton), inaccesible a la comprensión por conceptos, como en otro terreno ocurre con lo bello. Lo santo es equivalente a “voluntad moral perfecta”, la santidad de la ley, la bondad absoluta… pero “santo” contiene además un excedente de significación que no se reduce a lo moral. Entonces hay que inventar una palabra destinada a designar lo santo menos su componente moral y menos cualquier otro componente racional, que signifique aquello que vive en todas las religiones, y que para él palpita con más vigor en las religiones semíticas. Qadosch, hagios, sanctus, sacer.
Así como de lumen surge luminoso; de numen proviene lo numinoso. El término latino “numen”, siempre acompañaba el nombre de un dios y su significado primero hace referencia a un gesto de la cabeza mediante el que la deidad manifiesta su voluntad. Lo numinoso alude, pues, a la voluntad divina.
Ya que lo numinoso es irracional, sólo puede sugerirse, suscitarse, despertarse, como ocurre con todo lo que concierne al espíritu. Sólo podemos especificarlo mediante la respuesta que provoca la conmoción religiosa interna y podemos describirlo gracias a la analogía con otros sentimientos parecidos a esa conmoción. El primer sentimiento que se experimenta ante lo numinoso es el “sentimiento de absoluta dependencia ante la inaccesibilidad del numen», y este sentimiento se reflejaría en la frase de Abraham: “He aquí que me atrevo a hablarte, yo, que soy polvo y ceniza.” (Gén, 18, 27).
Lo etéreo del numen contrasta con la materia, es ese pneuma que se opone al mundo y a la carne, ese “Dios es espíritu” del evangelio de Juan. También se refleja en la actitud de Pablo hacia la “carne”, que simboliza la impureza de todo lo creado en contraposición con la pureza de lo santo.
La expresión que lo compendia es mysterium tremendum, desde los grados más elementales y toscos hasta estadios más puros y transfigurados. Para definirlo se ha de proceder de manera puramente negativa, ya que misterio significa “lo que está oculto y secreto”, “lo que no es público”, lo que no se puede decir.
- a) ¿Qué es lo tremendum (espantoso)? Su lexema emparenta con “tremor” que es un temor especial, en el que palpita un algo del terror a los fantasmas, emparentado con el terror pánico (deima panikon). Lo designa la palabra griega sebastós (venerable) que solamente conviene al numen. En sus formas primitivas surge ligado a lo siniestro, y se acompaña de reacciones corporales como el escalofrío [2]. El pavor demoníaco deviene en temor místico ante la cólera de Dios, la orgé. La frase de Jacob: “¡Cuán terrible es este lugar!” (Gen, 28, 17) contiene el pavor numinoso en su prístino estado, el de los lugares encantados, habitados por el numen. La cólera divina del AT es otro ejemplo de lo tremendum, porque es incalculable y arbitraria: se desencadena misteriosamente, como una fuerza oscura de la naturaleza. Esta ira se ha ido racionalizando, poco a poco impregnándose del concepto de justicia (divina), aunque en origen nada tiene que ver con asuntos éticos ni morales.
Según Otto, el terror primigenio deriva en devoción religiosa por un convencimiento a priori. La devoción, la fe, no provienen de la mera predicación, aquella sólida certidumbre no nace de una explicación, sino del conocimiento a priori de lo divino, como cuando Pedro reconoce al Mesías en Jesús, y este le responde “Esto no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”; o en un diálogo entre Sócrates y Adeimantos, en La República (libro II), de Platón:
«-Pues Dios es sencillo, es veraz en palabras y hechos; no se transforma ni engaña a nadie.
A lo que responde Adeimantos:
-Ahora que lo dices se me hace enteramente claro.”
Adeimantos re-conoce. Y esa reminiscencia demuestra el apriorismo de lo numinoso en el espíritu humano. Además de la revelación interior de lo divino, también se puede manifestar en signos y señales externas. La facultad de conocer y reconocer lo santo cuando se presenta en fenómenos que rebasan las leyes naturales, se denomina facultad divinatoria, o de divinación, también designada como comprensión intuitiva (Otto, 2024: 293). Esta facultad, más que preguntarse por el cómo ocurre del acto sobrenatural en sí, debe cuestionar cuál es “su significación”, si es un signo de lo santo. Juan, cap. 4: “Nosotros hemos conocido por nosotros mismos que tú eres Cristo”.
- b) Otra de las características del numen es el aspecto de la prepotencia (majestas).
A la “inaccesibilidad absoluta” del numen, se suma el elemento de poder, prepotencia, omnipotencia, la majestad, que, para Otto suena a blasfemia cuando se atribuye a un ser humano. Así, el componente de lo tremendum queda íntegramente reproducido en el término “majestad tremenda”, y de esto proviene la mística y la humildad religiosa surgida de la majestad y del sentimiento de criatura a través del exceso.
- c) El aspecto de la energía.
Además, el numen evoca energía, que también se reflejaría en la imagen de la cólera, el orgé, y evoca expresiones simbólicas como vida, pasión, voluntad, fuerza, etc. de un dios “vivo” opuesto al Dios “filosófico-racional”; y critica, como una reducción de esa energía, el antropomorfismo que le han acabado asignando los racionalistas.
Lo numinoso atrae y repele al mismo tiempo en una extraña armonía de contraste: al pavor tremendo, se añade el efecto dionisíaco que capta los sentidos, los arrebata, hechiza y exalta, a veces hasta la embriaguez. Este es el aspecto fascinans, en el que se siente lo beatífico de la divinidad y que podríamos resumir como “gracia divina”. Otto valora la posibilidad de que el sentimiento religioso se iniciase solamente por el retrayente o lo tremendum y que al principio solo se mostrase bajo la figura de pavor demoníaco, lo que explicaría un culto de expiaciones y reconciliaciones, de intentos para aplacar y desviar la cólera divina, pero al mismo tiempo, nunca podría explicar por qué lo numinoso es buscado, apetecido. La pulsión de lo fascinans impele a colmarse del numen, hasta identificarse o apoderarse de él. La posesión del numen o el ser poseído por él se convierte en un fin que se busca por sí mismo mediante aplicación de los métodos más refinados y feroces de ascesis: en este momento empieza la verdadera vita religiosa.
Esa fascinación suele representarse mediante lo negativo [3], puesto que el rapto, la enajenación en la gracia de Dios, tan incomprensible como el concepto de “salvación” no se puede explicar sólo con el amor divino. Así ocurre con el sentimiento de lo solemne, capaz de llenar el espíritu de modo inefable, y conducir a un estado de profunda quietud del espíritu (Hesychia). Tras nuestra esencia racional, se desvela el fondo del alma que no se satisface por saciar las necesidades físicas, intelectuales e incluso espirituales. En ese sentimiento de beatitud religiosa late un vestigio de esa emoción excesiva, superlativa, que alude a aquel “no poder” decir nada de lo que se ha vivido [4]. Este sentimiento de gracia y regeneración tiene sus correspondencias fuera del cristianismo: como el bodhi (conocimiento de salvación, en sánscrito) o el abrir de los ojos celestes.
La divinidad es lo más alto lo más vigoroso, bello y querido, lo mejor que el ser humano puede concebir. Pero a la vez, Dios no solo es el fundamento y el superlativo de todo lo pensable, sino además, es una realidad aparte y llena de contenido propio.
“Muchas cosas enormes hay. Empero nada tan enorme como el hombre” (Sófocles) se entiende como una alusión a la dimensión inquietante que sería reflejo de lo numinoso en todos sus aspectos de misterium, tremendum, majestas, augustum, energicum y fascinans; sin excluir también lo monstruoso, lo inquietante, lo horrible. Esta tensión dialógica que anida en el mysterium, entre lo tremendum, lo infinitamente horrible y lo fascinans, lo infinitamente admirable, puede ser sugerida por una analogía sacada de la estética: la categoría de lo sublime. Igual que en psicología las representaciones se suscitan por semejanza, también lo sublime puede suscitar lo numinoso y ser suscitado por él. Pero, además añade que, cuando algo despierta en el espíritu, es porque ya estaba predispuesto y preparado en él.
Para él lo numinoso existe en el espíritu humano a priori y la disposición latente que anida en nosotros hacia lo santo es, pues, similar a la energía potencial en física. Por ejemplo, la facultad divinatoria (la comprensión directa e inmediata de lo santo en los fenómenos externos), para Otto, aunque es en “general humana”, solamente es poseída en acto por algunos individuos agraciados: solo entiende el Verbo quien es Verbo conformis, conformado con el Verbo (Lutero).
Comentamos que lo numinoso desencadenaba el sentimiento de criatura, y que aquella desestima no provenía de la transgresión de la ley moral, sino de una desvalorización en relación con la propia profanidad del sujeto. El valor lo posee ese ser sumo, el numen: tu solus sanctus. Sanctus o qadosch no son una categoría moral, sino algo supracósmico; aunque este adjetivo solamente hace referencia a su esencia y no a su valor. Igual que sebastós designa al ente numinoso, Otto reserva el adjetivo augustus (ilustre) o semnos (lo que infunde respetuoso pavor), para describir el valor del numen en cuanto es en sí mismo. La religión es, entonces, una sumisión espontánea al valor santísimo.
El pecado deviene al traspasar el valor negativo numinoso al defecto moral, por ello muchos seres humanos no saben lo que es, ni nadie puede salvarse por cosas como la consagración, el cubrimiento, o la expiación. Para Otto en estas nociones descansan probablemente los misterios más profundos de la religión, pero también advierte que los racionalistas pueden considerarlas meros fósiles. El profano requiere una salvaguardia, un escudo contra la cólera del numen, no puede acercarse a él impunemente. Este salvoconducto es el “sentimiento de cubrimiento”, equivale a la consagración, un procedimiento otorgado por el numen (ya que comunica algo de su propia naturaleza) mediante el cual quien se acerca al numen se torna numinoso porque en ese instante se disipa su profanidad. La expiación es una protección más profunda, pues nace ya no del pavor, sino del sentimiento que no se es digno [5] por profano. En ninguna religión el anhelo penitencial a la expresión que alcanza en el cristianismo, lo que hace que sea la religión perfecta [6], más perfecta que las demás.
¿Pero qué quiere decir Otto con lo irracional? Lo racional en la idea de lo divino es aquella parte de él que entra en la clara comprensión de nuestra facultad conceptual, en la esfera de los conceptos corrientes y definibles. Y bajo esa esfera de desnuda claridad yace lo irracional, una oscura profundidad a la que no hallan paso nuestros conceptos [7]. Aunque la misteriosa oscuridad del numen no significa imposibilidad de conocerlo. El Deus absconditus et incomprehensibilis no era para Lutero un deus ignotus. Es imposible comprenderlo, pero es posible conocerlo.
Lo numinoso no se enseña ni se aprende, únicamente puede despertarse en el espíritu. Más que una enseñanza o un discurso, lo despierta la simpatía y la proyección sentimental en los procesos que transcurren en el alma del otro; palpita en el tono, el ademán, la expresión o el recogimiento, etc. Pero el mejor medio para su transmisión son las propias situaciones “santas” o su reproducción fiel: ninguna parte de la religión necesita tanto como esta de la viva vox, que brota de un corazón viviente, por una boca viva, lo que diverge de las palabras escritas sobre un pergamino muerto. Y aun así, la viva vox es ineficaz si, en quien oye, falta el “espíritu del corazón”: quien lee la Escritura “estando en espíritu”, siente y “vive” lo numinoso, aun cuando no tenga idea de ello.
En cuanto a la manifestación del mysterium, en un primer estadio del acontecimiento sobrenatural, se identifica con el milagro en todas sus declinaciones: portentum, prodigium, miraculum… (mejor aún si es tremendum, pavoroso, además de incomprensible, pues presenta la doble analogía con el numen) manifestaciones que se va diluyendo y perdiendo brillo conforme la religión va evolucionando a estadios más avanzados y los milagros dejan de ser importantes. También relaciona el temor devoto que provocan los latines, aleluyas y kiries y toda lengua de culto que “no se entiende por completo”.
Para Otto la expresión artística del aspecto sublime se halla sobre todo en la arquitectura, desde sus estadios más remotos, en los círculos megalíticos, los obeliscos y las pirámides egipcias, a todas aquellas obras que reflejan el oscuro sentimiento de la grandeza solemne. Asimismo, afirma que el arte taoísta y budista de China, Japón y Tíbet; así como la pintura china, religiosa y de paisaje, donde alienta el antiquísimo Tao, la oscilación del ser íntimo, el conocimiento de la nada y el vacío…, crean una impresión mágica, que sería una forma encubierta y velada de lo numinoso. Mientras que en Occidente considera que el arte que expresa esa naturaleza mágica es el gótico: la torre de la catedral de Ulm ya no es mágica para Otto, es numinosa.
Lo sublime y lo mágico son medios indirectos para la representación de lo numinoso en el arte. Pero además hay dos medios directos, de carácter esencialmente negativo: la oscuridad y el silencio. La oscuridad debe realzarse por contraste, de modo que se haga más perceptible, debe estar a punto de vencer una última claridad: sólo la semioscuridad es mística. En la lengua de los sonidos, el silencio corresponde a la oscuridad. En el instante más santo de la misa, la consagración, la música expresa esa numinosidad por el amortiguamiento, por la contención, por el silencio y, que explica recorriendo diferentes obras de Bach, de Beethoven y de Mendelssohn. El silencio no brota del temor a emplear palabras ominosas (eufemein), sino que es el efecto inmediato de la presencia del numen. Esta impresión numinosa se suscita en el arte oriental y en el islam con el vacío, el gran vacío, representada en la arquitectura de las mezquitas o en la pintura china contemplativa. Como la oscuridad y el silencio, el vacío es una negación que aleja la conciencia del aquí y del ahora y hace presente lo eterno, “lo absolutamente heterogéneo”.
Para finalizar, Otto sugiere una analogía entre arte y religión [8]: mientras que la masa posee solamente la capacidad receptiva, muchas veces supeditada al nivel cultural de los individuos, el proceso de composición, de creación del artista supone una ascensión cualitativa respecto a ella; asimismo, en el ámbito de la música, el compositor comunica una revelación a la masa que es capaz de captar la emoción. Igualmente, en el ámbito de la religión, la masa posee esa predisposición receptiva para la religión, y de ella se distingue el escalón superior, el del profeta, aquel que posee el espíritu en forma de voz interior, de facultad divinatoria, como potencia de creación religiosa. Pero sobre este grado, sobre el profeta, puede aún pensarse y existir otro tercero todavía más alto: el de quien posee el espíritu en toda su plenitud y él mismo, su persona y su obra se convierten en objeto de la intuición divinatoria en apariencia y manifestación de lo Santo. Este es más que profeta es el “hijo”.
Notas
[1] La colección exhibe objetos de diversas culturas religiosas y busca ilustrar las prácticas y tradiciones religiosas específicas de estas culturas.
[2] El daimon nunca es un Dios, sino un Ante-Dios, un Pre-Dios; es decir, un estadio inferior, todavía latente y encubierto, del numen.
[3] Pablo hace referencia a “lo que ningunos ojos han visto, lo que ningún oído ha escuchado, lo que no ha sentido ningún corazón humano…“
[4] Jacob Böhme, “Pero de lo que haya sido este triunfo del espíritu no puedo ni escribir ni hablar. Tan sólo podría compararse con quien es nacido a la vida en medio de la muerte y equivale a la resurrección de los muertos.”
[5] Centurión de Cafarnaúm: Yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
[6] El Dios del NT no es menos santo que el del AT, sino más. La distancia de la criatura a Él no es menor, sino absoluta […] si ese Dios se ha hecho más accesible, no es cosa tan evidente, llana y explicable como lo cree el tierno optimismo de los que sienten la emoción del “buen Dios”. Es más bien una gracia inconcebible, una enorme paradoja.
[7] Es posible describir qué es lo que origina un miedo “común” (la muerte, el dolor), pero para el horror, la belleza o la música solamente se puede decir lo que inspiran.
[8] El espíritu conoce lo que al espíritu pertenece (286).
El libro
VER: https://www.arsgravis.com/wp-content/uploads/2026/12/9788491045427-lo-santo.jpg
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