El medio más eficaz de que dispone el arte para representar lo numinoso es, dondequiera, lo sublime. Sobre todo, en la arquitectura. Y precisamente en este arte aparece lo sublime en los más remotos estadios. Es muy difícil sustraerse a la impresión de que este sentimiento empezó ya en la época paleolítica. Aun cuando al principio la erección de aquellos gigantescos bloques de roca, toscos o tallados, ya solos, ya formando prodigiosos círculos, habrá tenido por objeto acumular al por mayor, de manera mágica, lo numinoso y localizarlo para poseerlo mejor, el cambio de motivos fue provocado con demasiada fuerza para no sobrevenir en épocas tempranas. El oscuro sentimiento de la grandeza solemne, así como de los gestos sublimes y pomposos, es, en realidad, un sentimiento bastante prístino, muy corriente aun en los hombres «primitivos». Sin duda, en el tiempo en que se construyeron en Egipto las mastabas, los obeliscos y las pirámides, ya se había llegado a este estadio. No cabe duda de que los constructores de estos templos magníficos, de esa esfinge de Gizeh, que provocan en el espíritu el sentimiento de lo sublime, y el de lo numinoso que le acompaña casi como un reflejo mecánico, eran ya conscientes de este efecto y lo perseguían de propósito.
También solemos decir de muchos edificios o de un cántico, de una fórmula, de una serie de ademanes o sonidos, sobre todo de ciertos productos del arte decorativo, de ciertos símbolos, emblemas, enlaces de líneas y zarcillos que causan incluso una impresión «mágica», y aun bajo las más diversas condiciones y circunstancias percibimos con cierta seguridad el estilo y el carácter peculiar del elemento mágico. En estas impresiones mágicas es muy rico y profundo el arte prescrito por el taoísmo y el budismo en China, Japón y Tíbet. Hasta los más inexpertos sienten al punto ante sus creaciones esa impresión mágica sin dificultad alguna. La denominación «mágica» es correcta, desde el punto de vista histórico, pues en realidad este lenguaje de formas procede originariamente de las representaciones, signos, auxilios y oficios mágicos. Pero la impresión que producen es independiente de esta asociación histórica, pues sobreviene, aún cuando nada se sepa de ésta. Es más, precisamente entonces es más intensa y pura. No cabe duda de que el arte encuentra aquí la manera de suscitar sin auxilio de la reflexión una impresión de carácter muy peculiar: precisamente la impresión de lo mágico. Pero lo mágico no es más que una forma encubierta y velada de lo numinoso, al mismo tiempo que una forma primaria y todavía tosca del sentimiento numinoso, que el gran arte presenta después, ya ennoblecido y transfigurado. Entonces ya no se puede hablar de «lo mágico». Entonces se nos presenta más bien lo numinoso mismo, que mueve al pasmo en poderosos ritmos y vibraciones con su irracional pujanza. Acaso esta afirmación no convenga con tanta exactitud a ningún arte, como a la pintura china, religiosa y de paisaje, en las épocas clásicas de las dinastías de T’ang y Sung. De ella dice Otto Fischer:
“Estas obras figuran entre las más profundas y sublimes que jamás arte humano ha creado. Quien en ellas se abisma, percibe que tras esas aguas, nieblas y montañas, alienta recóndito el antiquísimo Tao, la oscilación del ser íntimo. En estas imágenes yace, entre oculto y manifiesto, más de un misterio profundo, Allí está el conocimiento de la nada, el conocimiento del «vacío», el conocimiento del Tao del cielo y de la tierra, que también es el Tao del corazón humano. Y así, a pesar de su eterna agitación, aparecen esas imágenes como tan lejanas y tranquilas, que se diría que alientan misteriosamente bajo el mar.”
Para los occidentales, sin embargo, el arte que mejor expresa lo numinoso es el gótico, precisamente a causa de su sublimidad. Pero esto no bastaría. Es mérito de Worringer el haber demostrado, en su libro «La esencia del estilo gótico», que la singular impresión que el arte gótico provoca no descansa en su sublimidad, sino en que conserva todavía la impronta y herencia de prístinas formas mágicas que Worringer trata de derivar históricamente. Así, a su juicio, la impresión de lo gótico es, principalmente, de naturaleza mágica. Nada tiene que ver la legitimidad de su deducción histórica con que haya encontrado la verdadera pista; una cosa es independiente de otra. El arte gótico «encanta», «hechiza», y esta impresión es algo más que la de lo sublime. Pero, de otro lado, la torre de la catedral de Ulm ya no es mágica, sino numinosa. Y la diferencia entre lo numinoso y lo mágico se deja sentir por sí misma en la bella reproducción de esta maravilla, que Worringer inserta en su libro. No importa que se emplee la palabra mágico para designar el estilo y el medio expresivo por virtud del cual se produce la impresión numinosa. Todos la tomarán, de seguro, en el sentido más profundo.
Pero lo sublime, lo mágico, por muy intensamente que actúen, no son más que medios indirectos en la representación de lo numinoso por el arte. En Occidente sólo disponemos de dos más directos. Pero ambos tienen carácter esencialmente negativo. Son la oscuridad y el silencio. La oscuridad debe ser tal, que quede realizada por contraste, de modo que se haga más perceptible. Debe estar a punto de vencer una última claridad. Sólo la semioscuridad es «mística». Y su impresión se perfecciona cuando se asocia al elemento auxiliar de lo sublime. La semioscuridad que reina en las altas bóvedas, bajo las ramas de una arboleda, extrañamente animada y movida por el misterioso y mirífico juego de la media luz, habla siempre al sentimiento, y los constructores de templos, mezquitas y catedrales han sabido hacer de ella un uso eficaz.
En la lengua de los sonidos, el silencio corresponde a la oscuridad…
«Yahveh está en su santo templo; calle ante Él el mundo entero».
Ni nosotros, ni tampoco el cantor, sabemos ya que este silencio ha brotado históricamente del «eufemein», es decir, del temor a emplear palabras ominosas y, por tanto, de la convicción de que más vale estar callado. Nosotros, el salmista y Tersteegen, cuando dice: «Dios está presente, calle todo en nosotros», sentimos la necesidad de callar, como si procediese de otro estímulo totalmente independiente de aquél. En nosotros el silencio es el efecto inmediato que produce la presencia del numen. Tampoco en este caso la sucesión histórico-genética explica el fenómeno, que se presenta después en los grados más altos de la evolución. Precisamente por eso, el salmista, nosotros y Tersteegen somos datos vivientes para la investigación psicológica de la religión, datos no menos interesantes que los primitivos, cuando obedecían a su «eufemía».
El arte oriental conoce, además de la oscuridad y el silencio, un tercer modo de suscitar la impresión numinosa: el vacío, el gran vacío. El vacío indefinido es, por decirlo así, lo sublime puesto en sentido horizontal. El dilatado desierto, la estepa indefinida y uniforme, son sublimes y sirven de estímulo para despertar, por asociación de sentimientos, una resonancia numinosa. La arquitectura china, como arte de la disposición y agrupamiento de los edificios, ha aplicado las grandes extensiones vacías de la manera más sabia y profunda. Llega a producir la impresión de solemnidad; mas no por altos pórticos o imponentes verticales sino por la horizontalidad dilatada. Nada hay más solemne que la silenciosa amplitud de las plazas, patios y atrios que emplea. El sepulcro imperial de los Ming, en Nanking y Pekín, que aloja la vacía amplitud de un paisaje entero dentro de su planta, es un ejemplo evidente. Pero aún es más interesante el «vacío» en la pintura china. Hay aquí un arte de pintar el vacío, de hacerlo sensible y de modular este tema de las maneras más varias. No sólo hay cuadros que consisten en «casi nada», no sólo consiste el estilo artístico en producir la impresión más intensa con pocas líneas y medios, sino que ante muchos cuadros, sobre todo ante aquellos que se relacionan con la contemplación, se recibe la impresión de que el vacío mismo es uno de los objetos pintados, acaso el objeto capital. No se puede entender esto si no se recuerda lo que hemos dicho antes sobre la «nada» y el vacío de los místicos y el encanto de los himnos negativos.
Como la oscuridad y el silencio, el vacío es una negación que aleja la conciencia del aquí y del ahora, y de esta suerte hace presente y actual eso que hemos llamado «lo absolutamente heterogéneo».
La música, que puede prestar la expresión más varia a todos los sentimientos, no tiene tampoco un medio positivo para expresar lo santo. El instante más santo y más numinoso de la misa, la consagración, se expresa, aun en la mejor misa cantada, por el silencio; la música enmudece, y enmudece por largo tiempo y por completo, de suerte que el silencio mismo se oye, por decirlo así. La intensa impresión devota que produce este «silencio ante el Señor» no la alcanza nunca la música. Es muy instructivo examinar en este punto la misa en si menor de Bach. Su trozo más místico es, como de ordinario en las melodías de la misa, el «Incarnatus». El efecto que produce estriba en las sucesivas entradas de la fuga que murmura suavemente y va retrasándose cada vez más hasta que se apaga en un pianísimo. En este trozo se indica más que se expresa el misterio por medio del aliento contenido, la media voz y aquellas extrañas modulaciones descendentes en terceras disminuidas, aquellas síncopas detenidas, aquel ascenso y descenso en extraños semitonos, que reflejan el asombro temeroso. Con estos procedimientos logra Bach su objeto en este pasaje mejor que en el Sanctus. Éste es una expresión casi acabada e incomparable de Aquél que posee el poder y la magnificencia, un ruidoso coro de triunfo dedicado a la gloria perfecta, absoluta, de un rey. Pero Bach no consigue expresar la emoción que hay en las palabras de la melodía, tomadas de Isaías VI, y que el músico hubiese debido interpretar. En este canto magnífico de Bach no puede percibirse que los serafines se cubren el rostro con sus dos alas. En cambio, la tradición judaica ha sido muy consciente de lo que sucedía aquí: «Todos los poderes de la altura cuchicheaban suavemente: Dios es Rey». Así dice el grandioso himno «Melek elion», en el día de Año Nuevo. Mendelssohn atina, con delicada sensibilidad, en su música para el Salmo II, versículo 11: «Servid al Omnipotente con miedo, y regocijaos con temblor». Y también aquí, en realidad, la expresión consiste menos en la música misma que en su amortiguamiento, contención, casi pudiera decirse en su empavorecimiento, tal como sabe hacerlo en este pasaje, magistralmente, el coro de la catedral de Berlín. Lo más que la música puede alcanzar en este respecto lo alcanza el Madrigal-Chor, de Berlín, en el «Popule Meus» de Tomás Luiz. Aquí el primer coro canta el trisagio: «agios theos, agios ischyros, agios athanatos», al que replica el segundo coro con la traducción latina: «Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus inmortales». También esta réplica va apagándose en estremecido y amortiguado temblor. Pero el trisagio mismo, cantado por invisibles cantores en un lejano trascoro, con voz pianísima, como un cuchicheo que fluctúa por el espacio, es, ciertamente, una reproducción fidelísima de la escena del capítulo VI de Isaías.