Fragmento del teólogo Karl Barth que comenta la carta a los Romanos de san Pablo y que permite comprender el amor a Dios como una parte de la cristología. Edición y Presentación, Raimon Arola.

Presentación

Karl Barth (Basilea 1886 – id. 1968) es considerado como uno de los grandes teólogos del siglo XX, de educación calvinista, su obra va más allá de la propuesta de Lutero y Calvino y abraza el sentido interior y perdurable del cristianismo. Sus colegas, entre el reconocimiento y la ironía, aseguraban que “Dios no dejaría morir a Barth antes que éste completase su Dogmática [su obra fundamental que dejo inacabada con 10 volúmenes], porque el mismo Dios sentía curiosidad por saber más cosas inéditas aún sobre sí mismo”. Este comentario, a nuestro entender, va mucho más allá que una simple parodia, pues Barth frente a las numerosas tendencias cristianas del siglo XX que en nada interesaban a “Dios”, reconstruyó la teología en base a una cristología radical, que, obviamente, es lo que importa a “Dios”. La cristología de nuestro autor explica los matices de la encarnación y el qué y el por qué de ella que siempre es la misma, pero diferentes según el profeta y su época.

En el breve fragmento seleccionado, el teólogo suizo enseña como el amor a Dios supera las dualidades y se concreta en la unidad de llegar a ser “cristianos”. Vuelve a poner en el centro de la religión (universal) el misterio de la encarnación, la unión del hombre con Dios y de Dios con el hombre. El amor como emoción humana carece de interés espiritual, pero cuando es impulsado e impulsa el amor de Cristo, entonces es el origen de todo bien. El bien.

Karl Barth

Fragmento de san Pablo

Y sabemos que Dios hace que todo coopere al bien de los que le aman, de los que han sido llamados a amarle según su designio. Porque a los que conoció, a ésos destinó a reproducir la imagen de su Hijo (¡para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos!) … Romanos V, 28-29.

 

 Comentario de Karl Barth

«Sabemos». ¡No se trata de una realidad divina, de una evidencia ni de un dato objetivo! ¡Si eso sucediera, Dios no sería Dios! Ni el hombre traspasa su barrera y se adentra en ese reino, ni ese reino penetra en este mundo. Nosotros somos los hombres para los que Dios es definitiva y totalmente el otro, el extraño respecto de todo lo que nosotros sabemos. Y nuestro mundo es el mundo dentro del cual Dios está definitiva y totalmente fuera […].

(Así), no sabiendo de Dios y de su reino y sabiendo del gemir de todo lo creado, sintonizamos con toda contemplación honradamente profana de la naturaleza y de la historia, pero estamos en desacuerdo con las insuficiencias de una consideración teológica de la naturaleza y de la historia. Porque precisamente ese no saber y ese saber son el acero y el pedernal de los que, si coinciden en el espíritu y en la verdad, salta, como nuevo y tercero, el fuego del nesciente saber acerca de Dios y del sabedor no saber acerca de la vanidad de nuestra existencia, el fuego del amor a Dios, porque él es Dios; mientras que el aparente saber teológico acerca de Dios y el aparente no saber acerca de la vanidad de nuestra existencia ni se encuentran en el espíritu y en la verdad ni son capaces de encender el fuego, y menos aún el fuego del amor a Dios.

«Los que aman a Dios». El amor a Dios no es una de tantas actitudes humanas posibles. El amor puede estar en nuestros oídos si percibimos el gemir de las criaturas, y puede estar en nuestros labios si nosotros mismos gemimos. Puede estar en nuestro orar, pero también en nuestro no poder orar. Puede estar en nuestra religión y también en nuestra indiferencia religiosa, en nuestra aversión y en nuestra lucha contra la religión. Puede habitar en el fondo de nuestra pasión más grande o en el fondo de nuestra mayor serenidad. Sin embargo, el amor jamás es ni esto ni aquello, sino el sentido y la fuerza que tanto esta como aquella actitud humana posible puede recibir desde Dios y respecto de Dios.

El amor a Dios es la objetividad más profunda respecto de la problemática de nuestra vida. Cuando el hombre (en esta actitud o en aquélla) aborda de hecho, de modo existencial, único, nítido, ineludible e insalvable con la pregunta ¿quién soy yo?, entonces ama a Dios.

El amor a Dios es la objetividad más profunda respecto de la problemática de nuestra vida. Cuando el hombre (en esta actitud o en aquélla) aborda de hecho, de modo existencial, único, nítido, ineludible e insalvable con la pregunta ¿quién soy yo?, entonces ama a Dios. Porque el Tú de enfrente que obliga al hombre a discernirse es Dios; y, obligado a enfrentarse consigo mismo, el hombre ha actuado ya su amor a Dios. El hombre puede saber realmente acerca de las flechas que se clavan en él, acerca del veneno que su espíritu debe beber, de los horrores que apuntan a él (Job 6,4). Puede saber de hecho que su estancia en la tierra es pelea continua y que sus días son como los de un jornalero (Job 7,1). Puede gritar de hecho: «¿Soy yo el mar o un monstruo marino para que me hayas puesto guardia?» (Job 7,12). Puede estar frente a Uno encima del cual no conoce árbitro alguno «que ponga su mano entre ambos» (Job 9,33). Puede ser de hecho el varón cuya ruta está oculta y a quien cierra Dios toda salida (Job 3,23: ); hasta tal punto de hecho y, por ello, hasta tal punto por Dios que, junto a esto real, no puede ver, querer, tomar en serio ni hacer valer ninguna otra cosa, sino precisamente esto real; no puede capitular resignado, de modo fatalista o religioso, sino que debe entregarse de modo existencial, con el inefable gemir del espíritu (8,26), movido por el siguiente convencimiento: «¡Sé que mi Redentor vive!» (Job 19,29). Entonces es cuando el hombre ama a Dios, no antes ni después, sino en ese instante, que no es un eslabón en una serie sino el sentido de todos los instantes en el tiempo: «Magna et incomprehensibilis res est, amare Deum nempe hilari pectore et grato complecti per omnia voluntatem divinam, etiam tum cum damnat et mortificat» (Melanchthon). Entiéndase, pues, bien: puesto que el amor a Dios tiene lugar, la posibilidad religiosa se convierte (de modo consciente o inconsciente) en el suceso temporal, pero no son esenciales este fenómeno concomitante ni las profecías ni el hablar en lenguas ni el conocimiento bajo los que el amor pudiera hacer acto de presencia —como tampoco en el Libro de Job son esenciales los atinados discursos de los amigos—, sino que es esencial la respuesta de Dios que se oye ahí, la presencia de Cristo y el derramamiento del Espíritu Santo que tiene lugar ahí, el «camino mejor» (1 Cor 12,31) de Dios al hombre, del hombre a Dios, que se abre ahí y es transitado, la necesidad y libertad con las que el hombre entra ahí en contacto, y la fundamentación existencial de su personalidad que él experimenta ahí, el sentido de todas las posibilidades humanas que se le revela ahí como sentido eterno; más allá de lo que es «abolido» cuando el niño se hace hombre, cuando nosotros, en lugar de mirar en el espejo oscuro, miramos cara a cara, cuando, en vez de conocer «de modo parcial», conocemos como somos conocidos (1 Cor 13,8-12). El amor a Dios —agape: separado de todo eros, también de todo eros religioso, por la fulgurante espada de la muerte y de la eternidad que anuncia que aquí el hombre nuevo, que ni corteja ni permite ser cortejado, está ante el Dios con el que, en contra de lo que sucedía con Baal y sus semejantes, no se puede andar con requiebros— es el amor que «jamás decae» (1 Cor 13,8), lo que permanece con la fe y la esperanza y, al mismo tiempo, «lo más excelente de los tres» (1 Cor 13,13), porque el amor, como el existencial suceso en la fe y en la esperanza (como fe «hecha energía», Gál 5,6), puede ser comprendido única y exclusivamente como obra de Dios, como el «camino mejor» (1 Cor 12,31): «Carni contraria voluptate sponsus sponsam suam afficit Christus, nempe post amplexus, amplexus yero ipsi mors et infernum sunt» (Lutero). «Dios hace que todo coopere al bien» de los que le aman. El amor a Dios es una humildad que tiene tal conciencia de sí, que de tal modo sabe lo que quiere, que ya no formula determinadas preguntas, que ya no avanza ciertas pretensiones. El amor es un anhelo tan grande que ha degustado ya la consumación y, por ello, es ya insaciable e inextinguible. El amor es una paz lo bastante profunda como para ser a la vez tranquilidad e inquietud sumas. Hasta tal punto es el amor un aguardar a la redención, que él no necesita esperar tiempo alguno, acontecimiento alguno, consumaciones o liberaciones.

El amor es una paz lo bastante profunda como para ser a la vez tranquilidad e inquietud sumas. Hasta tal punto es el amor un aguardar a la redención, que él no necesita esperar tiempo alguno, acontecimiento alguno, consumaciones o liberaciones.

No sabiendo, sabe ya acerca de Dios, y, sabiendo, el amor no sabe ya de la «vanidad» de nuestra existencia. Por tanto, el amor es el enclave invisible y eterno donde se ha producido ya el vuelco de todas las cosas. Job, en su brutal grito a causa del ocultamiento de Dios, ha «hablado rectamente de mí». Por eso el Señor le mira fijamente y le devuelve el doble de lo que había tenido (Job 42, 7-10). A diferencia de sus amigos demasiado religiosos, él ha superado el punto muerto, ha alcanzado el punto vivo donde el hombre y su mundo no están ya sólo en la noche, sino, al mismo tiempo, en la luz refleja del venidero día de la gloria, donde Dios como el gran desconocido se convierte en el gran conocido y el misterio del cosmos se revela como creación de Dios.

…al mismo tiempo, en la luz refleja del venidero día de la gloria, donde Dios como el gran desconocido se convierte en el gran conocido y el misterio del cosmos se revela como creación de Dios…

«Dios hace que todo coopere al bien de los que le aman». El bien es el contemplar al Redentor y la redención, alcanzar el punto vivo más allá del punto muerto, es el comienzo del aguardar que no es un aguardar, del no saber acerca de Dios que es el saber supremo, del saber acerca del pecado y de la muerte, del demonio y del infierno, que es la cima del no saber. El bien es el amor de Dios mismo al hombre, que continúa pobre y desnudo ante él, pero que, precisamente por eso, está ahí rico y enjoyado. Todo debe cooperar para hacer partícipe de este bien a aquel que ama a Dios y, por tanto, debe cooperar a edificarlo: tanto la evidencia nada edificante del mundo como la no edificante no-evidencia de Dios, tanto los lamentos de nuestra condición de criatura como la oscuridad de la ira divina, tanto la insanable cuestionabilidad del «tiempo» como la contrapuesta cuestionabilidad de la «eternidad». Pues él, el que ama a Dios, está en calidad de tal allí donde ambas negaciones se hacen patentes con toda su virulencia refiriéndose de modo recíproco y anulándose la una a la otra, allí donde tras ellas, sobre ellas y en ellas se hace visible la posición superior: Jesucristo, la resurrección y la vida.

¡Bienaventurado descubrimiento el de que Dios habita en una luz inaccesible! ¡Feliz descubrimiento el de que toda carne es como hierba y toda gloria del hombre como la flor de una planta! Si se hace en el espíritu, en la verdad el descubrimiento único, entonces se descubre también lo segundo; entonces ambos cooperan de verdad, guiados por el Dios Uno cuya majestad allende y aquende es el Sí en el No. Porque todo —uno y otro lado del gran enigma— es del todo visible allende y aquende, al osarlo el amor a Dios; no es ya este lado o el otro, sino revelación de la única verdad que aquende y allende, más allá de todas las dualidades y tensiones del Uno, dice que Dios es el libre, el justo, el dichoso, el viviente que nos conoce como los suyos a nosotros, los prisioneros, los pecadores, los condenados, los muertos. Por tanto, y esto es el nesciente saber y el cognoscente no-saber del amor a Dios, se revela la unidad última y originaria de evidencia y no-evidencia, de tierra y cielo, de hombre y Dios. Por consiguiente, se revela que todo debe notificar también en la dualidad en la que podemos conocerlo aquí y ahora hasta el final de los días su no-dualidad, nuestra esperanza, la gloria de los hijos de Dios. Por tanto, Dios recompensa a los que le aman. Pero ¿quiénes son éstos? «Los que han sido llamados a amarle según su designio». Por consiguiente, ni éstos ni aquéllos ni todos. Hay que despojar de toda connotación cuantitativa a la pregunta: ¿quiénes son «los que aman a Dios»? El amor a Dios nunca jamás es una propiedad del hombre dada, existente y palpable ni como individual ni como general, ni como adquirida ni como heredada ni como innata. En rigor, no hay «cristianos». Existe sólo la oportunidad eterna, igual de accesible e inaccesible para todos, de llegar a ser cristianos.

 

Referencia libro utilizado