Del libro ‘El hombre y su ángel. Iniciación y caballería espiritual’ presentamos un relato de la tradición chií del s. X en el que se alude a unos aspectos básicos de la tradición: la llamada en el desierto, la resurrección de los muertos y la transmisión. Selección Lluïsa Vert y Raimon Arola.

 

En su obra El hombre y su ángel. Iniciación a la caballería espiritual, Henry Corbin analiza un texto del siglo tercero o cuarto del calendario musulmán, el décimo occidental, llamado El libro del sabio y el discípulo. Se trata de un relato iniciático tan sorprendente como interesante, en el que destaca la claridad conceptual y espiritual con la que el autor, dudoso, pues es un texto que se ha atribuido tanto a Mansur al Yaman como a su hijo o a su nieto, expone los fundamentos de la tradición hermética.

Se trata de un relato iniciático en el que destaca la claridad conceptual y espiritual con la que el autor expone los fundamentos de la tradición hermética.

Al interés literario que provoca se le añade su significad universal pues se trata de una historia que no está restringida a la época y la tradición de donde surgió sino que desborda tanto el marco geográfico como el temporal, para convertirse así en una respuesta para el acuciantemente problema con el que se enfrenta el ser humano occidental. La transmisión de un conocimiento consubstancial al ser humano que se da a partir de una llamada que surge mientras el hombre está en el desierto. Y por qué en el desierto, la respuesta sería que del desierto es el símbolo de este mundo, puesto que es lo opuesto a un jardín, el Jardín de las delicias donde Dios había colocado al ser humano en un inicio y del que fue expulsado por culpa de su alejamiento de la voluntad divina, Evidentemente, cuando las tradiciones del Libro se refieren a la voluntad de Dios no aluden a a una obediencia ciega a un pensamiento cambiante sino al deseo divino de que el hombre sea uno con él. En un midrash judío se dice que el hombre muere, no porque Dios lo quiera, sino porque, al contrario, le falta el ratzon de Dios, es decir su querer, su voluntad, si no se hubiera apartado de él hombre sería inmortal.

El relato comienza con una especie de reflexión en la que el sabio, uno de los personajes, afirma que la más importante de las obras que pueden realizarse en este mundo es la «resurrección de los muertos» y lo dice por experiencia, pues él mismo era un muerto y Dios hizo de él «un ser vivo», «alguien que sabe» (un gnóstico). Por eso, se siente obligado a transmitir a su posteridad «el legado que me ha sido confiado» de igual modo que se lo transmitieron a él los que vinieron en primer lugar Y estos dos temas, la resurrección de los muertos y el legado confiado que se debe transmitir, articulan todo el relato en el que se dramatiza la búsqueda de la manifestación del Verbo divino, modulado, dice Corbin, como Verbo humano de los profetas.

La resurrección de los muertos y el legado confiado que se debe transmitir, articulan todo el relato en el que se dramatiza la búsqueda de la manifestación del Verbo divino, modulado, dice Corbin, como Verbo humano de los profetas.

De los dos temas tratados en el relato, el primero es la resurrección de los muertos que consistiría en el despertar de la muerte espiritual o agnosia para abrirse al sentido oculto del Libro santo, a lo esotérico. Este despertar, que depende del hermeneuta o del enviado, propicia el nuevo nacimiento. El segundo tema se centra en una doble demanda que debe existir, la del buscador que aspira a este nuevo nacimiento y busca a un maestro y la de este maestro que recibió su iniciación de un sabio anterior y que tiene el deber de trasmitirlo al siguiente eslabón de la cadena de la gnosis.

Henry Corbin plantea en su escrito el problema común a todas las «religiones del Libro», que corresponden a las tres ramas de la tradición abrahámica, es decir: judaísmo, cristianismo e islam y que se refiere al concepto de la palabra perdida, la palabra que ya no se entiende porque nadie puede comprender su sentido oculto, por eso el autor escribe lo siguiente:

«En efecto, todo el sentido de la vida está centrado para esta comunidad en el fenómeno del Libro santo revelado, en el sentido verdadero de este Libro; ahora bien, el sentido verdadero es el sentido interior, oculto bajo la apariencia literal, y desde el momento mismo en que los hombres desconocen o rechazan este sentido interior mutilan la integridad del Verbo, del Logos, y comienza el drama de la Palabra perdida».

Resulta pues que el hecho de aferrarse a la literalidad o a la ignorancia, rechazando el sentido interior o esotérico que «es el sentido verdadero porque es el espíritu y la vida del Libro Santo revelado», es privarse de dicho espíritu y vida, condenándose, inevitablemente, a una muerte espiritual cierta y lo que es más terrible a la pérdida de la auténtica Tradición por falta de candidatos dedicados a la búsqueda de la Palabra perdida, pues si no se sabe que hay un sentido oculto es casi imposible que se pueda buscar y encontrar, de este modo la tradición se rompe y la Escritura se convierte en algo muerto que no sirve para casi nada.

Debe existir una doble demanda:  la del buscador que aspira a este nuevo nacimiento y busca a un maestro y la de este maestro que recibió su iniciación de un sabio anterior y que tiene el deber de trasmitirlo al siguiente eslabón de la cadena de la gnosis.

En la tradición shiíta, el depositario del sentido oculto y verdadero, es decir, de la gnosis del Libro, debería ser el Imam, él es, o debería ser,  la «llave» de la revelación porque tiene el poder de abrir el acceso a la comprensión del Libro. En otro sentido, se le considera el «arca de la Alianza», ya que como ella, representa la unión del cielo con la tierra. En otras tradiciones sería el sabio o el justo.

Sin un verdadero Imam, es decir, un conocedor de los secretos del cielo y la tierra de los que precisamente se trata en el Libro, éste se vuelve mudo; sin él, la «Palabra está perdida y no hay resurrección de los muertos», puesto que la Palabra profética es lo que transmite la vida y, con ella, un nuevo nacimiento. Por eso, se dice que al «tiempo de la profecía» le sucede el «tiempo de la walayat» (que en persa significa ‘amistad’), dando a entender que, al tiempo de la revelación tanto interior como exterior promulgada por un profeta, le sucede el tiempo de la iniciación espiritual llevada a cabo por los Amigos de Dios, o los Imames. En el Imam está contenida la ciencia del Libro y por medio de él, el «Libro habla» puesto que él conoce por propia experiencia de qué trata el Libro y además tiene el poder de transmitir este conocimiento.

Sin un verdadero Imam, es decir, un conocedor de los secretos del cielo y la tierra de los que precisamente se trata en el Libro, éste se vuelve mudo; sin él, la «Palabra está perdida y no hay resurrección de los muertos

Por eso es tan importante que el carisma profético se perpetúe en el mundo «incluso, dice Corbin, tras la venida del profeta del Islam, que fue “el Sello” de los profetas enviados para revelar una Ley nueva». Ello es así, porque la actualización del misterio profético es la prueba que manifiesta la equidad divina, la culminación de la ciencia de la balanza, siempre posible y siempre presente, como explica otro de los personajes del relato que menciona Corbin:

«Es preciso que la ignorancia del hombre sea compensada, equilibrada por un contrapeso, que no puede ser más que un conocimiento directamente inspirado por Dios. […] Los seres humanos a quienes este conocimiento es inspirado son los llamados Amigos de Dios, y son ellos quienes hacen contrapeso a la carencia de la criatura humana, y en eso consiste la equidad divina: en suscitar los contrapesos que equilibran la ignorancia de los hombres».

Para que la presencia de los Amigos de Dios no desaparezca de este mundo, tiene que producirse una transmisión del espíritu del Libro a través de los tiempos,  sin embargo, para que esta transmisión pueda producirse es necesaria, como hemos apuntado antes, una «doble demanda»:

«Primero, demanda de la gnosis que es la resurrección espiritual; segundo, demanda de aquél a quien el gnóstico podrá, a su vez resucitar, y que será el heredero legítimo al cual transmitirá lo que le ha sido confiado […] El adepto no es verdaderamente un fiel hasta que ha conseguido que otra persona se convierta en adepto fiel semejante a él».

Con esta afirmación se completan los temas fundamentales del relato iniciático que se desarrolla en el capítulo que hemos citado, es decir: la resurrección de los muertos por medio de la gnosis, la necesidad de la transmisión del legado confiado y, como consecuencia de ello, la actualización del tiempo de los profetas.

Con esta afirmación se completan los temas fundamentales: la resurrección de los muertos por medio de la gnosis, la necesidad de la transmisión del legado confiado y, como consecuencia de ello, la actualización del tiempo de los profetas.

A este último punto, esencial para la vida tanto del mundo como del ser humano, Corbin le dedica un apartado titulado «El tiempo de los profetas no ha terminado todavía», demostrando que, si bien y debido al fanatismo de los literalistas, la transmisión de la gnosis se ha visto obligada a seguir unas vías ocultas, esta transmisión jamás ha cesado, ya que su permanencia «es condición necesaria para la pervivencia del mundo y del hombre» y, como hemos apuntado antes, la prueba de la justicia divina. Creemos fundamental que esta afirmación sea dicha de nuevo en el mundo actual, en el que los conceptos de transmisión y tradición parece que han perdido todo su sentido.

Para que el mundo perviva y con él, el ser humano, es necesario que «el tiempo de los profetas» no cese nunca de ser, que d cada ser humano sienta la llamada de la gnosis, que consiste en la actualización de la  doble «demanda». En la búsqueda incansable de los depositarios de la tradición; al igual que tales depositarios buscan desesperadamente un heredero para transmitirle el legado a ellos confiado.

 

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