Fragmento del libro «Ver lo invisible. Acerca de Kandinsky» de Michel Henry (Haiphong, Vietnam, 1922 – Albi, Francia, 2002 ). Vídeo de Angelika Lizius.

blancMichel Henry

Kandinsky, inventor de la pintura abstracta, provocó una revolución en las concepciones tradicionales de la representación estética, definiendo en ese campo una nueva era: la era de la modernidad. En tal sentido, se nos muestra, en palabras de Tinguely, como el «Iniciador» o «Superpionero». Comprender la pintura de Kandinsky equivale a comprender ese arte tan nuevo, tan insólito, que no suscitó en sus comienzos más que sarcasmo, cuando no ira o desprecio. En la época de su muerte, en París, en 1944, Kandinsky era todavía un desconocido para el público francés y un incomprendido por los «críticos». Podemos preguntarnos ahora si esa situación ha sufrido realmente algún cambio.

Comprender la pintura de Kandinsky equivale a comprender ese arte tan nuevo, tan insólito, que no suscitó en sus comienzos más que sarcasmo, cuando no ira o desprecio.

La soledad de quien fue uno de los mayores creadores de todos los tiempos, en el momento en que la pintura francesa afirmaba su primacía y, concentrando la atención sobre sí, pretendía ser el centro principal de descubrimiento del mundo, tiene al menos un mérito: el de mostrarnos que la pintura abstracta difiere por completo de aquello con lo que habitualmente se la confunde, a saber, esa secuencia histórica que lleva de Cézanne al cubismo, incluyendo en ella el impresionismo y la mayor parte de los «movimientos» que definen a los ojos del público la «pintura moderna».

Los grandes nombres que están unidos a este período son, en realidad, ajenos a la «abstracción». Picasso, por ejemplo, es un artista figurativo, por no hablar de su academicismo. Incluso los pintores a los que se colocará sin vacilar entre los «no figurativos» –Mondrian con su depurado trazado geométrico, Malévich, los suprematistas, los constructivistas con sus planos desnudos, Arp con sus formas libres, el mismo Klee con sus signos mágicos– desarrollan de hecho su obra dentro de la tradición pictórica de Occidente, fuera del campo abierto por los presupuestos radicalmente innovadores de Kandinsky. ¿Es, pues, la pintura de éste única en su género?

La singularidad de Kandinsky presenta, por otra parte, una circunstancia decisiva para nuestro proyecto: el «Superpionero» no solamente produjo una obra cuya magnificencia sensorial y riqueza inventiva eclipsan a la de sus contemporáneos más notables, sino que propuso, además, una teoría explícita de la pintura abstracta, exponiendo sus principios con la máxima precisión y la mayor claridad. De este modo, la obra pintada se acompaña de un conjunto de textos que la iluminan, al tiempo que hacen de Kandinsky uno de los principales teóricos del arte. Ante los jeroglíficos de los últimos cuadros del período parisino, considerado el más difícil, estamos en posesión de la piedra Rosetta sobre la que se encuentra escrito el significado de los signos misteriosos.

Kandinsky propuso, además, una teoría explícita de la pintura abstracta, exponiendo sus principios con la máxima precisión y la mayor claridad.

Para la inteligencia de las obras de arte, el hombre cultivado disponía ya de las principales estéticas clásicas, las de Platón y Aristóteles o, más próximas a nosotros, las de Kant, Schelling, Hegel, Schopenhauer, e incluso Heidegger. El rasgo común de todos estos pensadores era, por desgracia, no entender nada de pintura, lo que hace que sus análisis sean de muy escasa ayuda para quien pide a la belleza un incremento de su capacidad de sentir, un enriquecimiento de su existencia personal. Los análisis de Kandinsky se refieren, en su simplicidad ejemplar, al color, al punto, a la línea, al plano, al formato del cuadro, a la materia en la que está pintado, y definen sin equívoco el objetivo del arte al mismo tiempo que sus medios, razones por las que constituyen una guía infinitamente más segura y eficaz para el aficionado. Un reducido número de los pintores más grandes –como Durero o Leonardo– o más modestos –como Vasari– trataron de explicar lo que hacían y, al mismo tiempo, de comunicar a otros esa explicación. Ninguno sin embargo cumplió esa ambición mejor que Kandinsky, y ésta es la razón de que propongamos al lector el estudio de sus escritos teóricos como vía de acceso privilegiada a la comprensión de la esencia de la pintura; mejor, tal vez: como medio para entrar en esa vida amplificada que es la experiencia estética.

¿No resulta paradójico, sin embargo, elegir la pintura «más difícil» como iniciación a la pintura en general? ¿Es conveniente, en presencia de un desarrollo histórico que se extiende a lo largo de los siglos o incluso de los milenios, empezar por las obras más recientes y más sofisticadas, es decir, de alguna manera, por el final? ¿Ofrece nuestro mundo, el del nihilismo europeo en el que todos los valores se deshacen y autodestruyen, el medio más apropiado para el desvelamiento de la fuente de la que todos ellos proceden, y especialmente los valores estéticos? Después de las gesticulaciones del dadaísmo y las pretensiones vacías del surrealismo, en la confusión de maneras, manifiestos y escuelas impulsadas por la impostura de los vendedores y los medios de comunicación, ¿cómo reconocer el principio verdadero de las auténticas obras de arte? Ante nosotros se alza otra objeción: ¿podrá la captación rigurosa de los principios de la pintura abstracta, gracias al extraordinario trabajo de elaboración de Kandinsky, ayudarnos a penetrar la naturaleza de la pintura en general si, como hemos querido sugerir, la abstracción difiere radicalmente de las realizaciones tradicionales del arte occidental? ¿O habría que afirmar, por el contrario, que, a pesar de su carácter revolucionario, la pintura abstracta nos conduce de nuevo a la fuente de toda pintura y, aún más, que sólo ella nos permite comprender la posibilidad misma de su existencia por ser el desvelamiento de esa posibilidad? Que aparezca tarde en la historia de la cultura, en lo que parece su ocaso, en el tiempo de su descomposición y autonegación, no le impide trasladarnos, por un prodigioso salto hacia atrás, hasta su origen; no a su origen histórico perdido en la noche, sino a su fundamento siempre presente y siempre activo, a la fuente eterna de toda creación.

La pintura abstracta nos conduce a la fuente de toda pintura y, aún más,  sólo ella nos permite comprender la posibilidad misma de su existencia por ser el desvelamiento de esa posibilidad

Si la inteligencia de los principios de la pintura abstracta es la de toda pintura por ser la de su posibilidad misma, puesto que toda pintura es abstracta, entonces su poder de iluminación no se limita a la obra de Kandinsky, por genial que ésta sea, sino que abarca en su luz la totalidad del desarrollo de la pintura universal y de las obras pintadas –mosaicos, frescos, grabados, «pinturas» propiamente hablando– que han llegado hasta nosotros; y no solamente de la pintura, sino de toda forma de arte concebible: de la música, la escultura, la arquitectura, la poesía, la danza. Las grandes síntesis intentadas entre esas diferentes artes, como se observa en la ópera, en la de Wagner por ejemplo –de la que Kandinsky, como es sabido, hizo uno de sus temas privilegiados de reflexión–, caen bajo la jurisdicción de los principios de la pintura abstracta. ¿Cuál es esa posibilidad de la pintura de la que la pintura abstracta nos va a proporcionar la clave? Si se considera una piedra del camino, sin duda se la puede dibujar y pintar, pero ella misma no pintará nunca nada. La posibilidad de la pintura no habita en ella. Sólo el hombre es potencialmente, quizá necesariamente, pintor y artista. Es preciso, por tanto, preguntar: ¿qué es el hombre, qué debe ser para que una actividad como la de pintar aparezca en él como una de sus capacidades específicas? Ahora bien, el hombre no se ha creado a sí mismo. La posibilidad de pintar inscrita en él la debe, pues, a la naturaleza de su ser tal como le ha sido dada, y por tanto a la naturaleza del Ser mismo.

Lo que, a fin de cuentas, los más elevados espíritus han pedido al arte es un conocimiento, un conocimiento verdadero, «metafísico», susceptible de ir más allá de la apariencia exterior de los fenómenos para entregarnos su esencia íntima. Cómo la pintura realiza y puede realizar esta revelación última es algo que presentimos ya: no dándonos a ver, no representándonos esa esencia última de las cosas, sino más bien identificándonos con ella en el acto iniciático del arte, en la medida en que tal acto beba en la estructura misma del Ser su propia posibilidad y se confunda con ella.

¿Cuál es, entonces, esa naturaleza del Ser que implica la pintura y a la que nos da acceso, haciéndonos contemporáneos del Absoluto y otorgándonos, de algún modo, derechos con respecto a él?

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