Mircea Eliade (Bucarest, 1907 – Chicago, 1986). Prólogo de su libro «Imágenes y símbolos». Texto sin aparato crítico.

blanc.bLa gran tendencia actual del psicoanálisis ha puesto en circulación palabras claves como imagen, símbolo y simbolismo, que son hoy del lenguaje corriente. Por otra parte, las investigaciones sistemáticas realizadas sobre el mecanismo de la «mentalidad primitiva» han revelado la importancia que tiene el simbolismo para el pensamiento arcaico, así como el papel fundamental que desempeña en cualquier sociedad tradicional. La superación en la filosofía del «cientismo», el renacimiento después de la primera guerra mundial del interés religioso, las múltiples experiencias poéticas y, sobre todo, las búsquedas del surrealismo (con el redescubrimiento del ocultismo, de la literatura negra, del absurdo, etc.) han atraído la atención del gran público —en planos diferentes y con resultados dispares— sobre el símbolo considerado en tanto que modo autónomo de conocimiento. Semejante situación forma parte de la reacción contra el racionalismo, el positivismo y el cientismo del siglo XIX, y basta por sí misma para caracterizar el segundo cuarto del siglo XX. Pero esta entrega a los diversos simbolismos no es, en realidad, un descubrimiento inédito, mérito del mundo moderno. El mundo moderno, al restaurar el símbolo en su carácter de instrumento de conocimiento, no ha hecho sino volver a una orientación que fue general en Europa hasta el siglo XVIII y que es, además, connatural a las demás culturas extra europeas, ya sean «históricas» (por ejemplo, las de Asia o de América Central) o «arcaicas y primitivas».

El mundo moderno, al restaurar el símbolo en su carácter de instrumento de conocimiento, no ha hecho sino volver a una orientación que fue general en Europa hasta el siglo XVIII y que es connatural a las demás culturas extra europeas.

Nótese que la invasión de Europa Occidental por el simbolismo coincide con el advenimiento de Asia al horizonte de la Historia, advenimiento que, esbozado por la revolución de Sun Yat Sen, se ha ido afirmado sobre todo en el curso de los últimos años; sincrónicamente, grupos étnicos que hasta el momento no habían participado en la Historia, en la historia con mayúscula, sino de un modo esporádico y por alusiones (así, los oceánicos, los africanos, etc.), se preparan a su vez para enrolarse en las corrientes de la historia contemporánea y se sienten impacientes por participar en ellas. No se trata de que exista una relación causal cualquiera entre el nacimiento del mundo «exótico», o «arcaico», en el horizonte de la historia, y el nuevo interés vigente en Europa por el conocimiento simbólico. El hecho es que este sincronismo resulta especialmente feliz; nos preguntamos cómo la Europa positivista y materialista del siglo XIX habría podido dialogar espiritualmente con culturas «exóticas» que exigen, todas, sin excepción, vías de pensar que no sean el empirismo o el positivismo. He aquí una razón, al menos, para esperar que Europa no se paralice ante las imágenes y los símbolos, que, en el mundo exótico, ocupan el lugar de nuestros conceptos o son sus vehículos y los prolongan. Sorprende que de toda la espiritualidad europea moderna tan sólo dos mensajes interesen realmente a los mundos extra europeos: el cristianismo y el comunismo. Los dos, de modo distinto, es cierto, y en planos netamente opuestos, son soteriologías, doctrinas de salvación, y, por tanto, aprehenden los «símbolos» y los «mitos» dentro de una escala que sólo tiene par en la humanidad extra europea.

Decíamos que una feliz conjunción temporal ha hecho que la Europa de Occidente redescubra el valor cognoscitivo del símbolo en el momento en que no es ya ella sola la que «hace la historia», cuando la cultura europea, a menos de enclaustrarse en un provincionalismo estéril, tiene obligación de contar con otras vías de conocimiento, con otras escalas de valoración que no son las suyas. A este respecto, todos los descubrimientos y todas las modas sucesivas, por lo que respecta a lo irracional, a lo inconsciente, al simbolismo, a las experiencias poéticas, a las artes exóticas y no figurativas, etc., han servido indirectamente a Occidente, preparándole para una comprensión más viva, y, por tanto, más profunda de los valores extra europeos y, en definitiva, al diálogo con los pueblos no europeos. Basta con tener en cuenta la actitud del etnólogo del siglo XIX ante su «objeto» y, sobre todo, los resultados de sus investigaciones para medir el progreso gigante realizado por la etnología en el curso de los últimos treinta años. El etnólogo de hoy ha comprendido la importancia que el simbolismo tiene para el pensamiento arcaico, y a la vez su coherencia intrínseca, su validez, su audacia especulativa, su nobleza.

Una feliz conjunción temporal ha hecho que la Europa de Occidente redescubra el valor cognoscitivo del símbolo en el momento en que no es ya ella sola la que «hace la historia»

Todavía más: Hoy comprendemos algo que en el siglo XIX ni siquiera podía presentirse: que símbolo, mito, imagen, pertenecen a la sustancia de la vida espiritual; que pueden camuflarse, mutilarse, degradarse, pero jamás extirparse. Valdría la pena estudiar la supervivencia de los mitos a lo largo del siglo XIX. Se vería cómo, humildes, aminorados, condenados a cambiar incesantemente de apariencia, han resistido a esta hibernación, gracias, sobre todo, a la literatura.

Así, el simbolismo del «Paraíso terrestre» ha llegado hasta nuestros días adoptando la forma de «Paraíso Oceánico»; desde hace ciento cincuenta años, todos los grandes escritores europeos han celebrado a porfía las islas paradisíacas del Gran Océano, sede de todas las felicidades, cuando la realidad era muy otra: «paisaje liso y monótono, clima insalubre, mujeres feas y obesas, etc.». Asimismo, la imagen de este «paraíso oceánico» estaba ya a prueba de cualquier «realidad» geográfica o de cualquiera otra índole. Nada tenían que ver con el «paraíso oceánico» las realidades objetivas: este paraíso era de orden teológico; había recibido, asimilado y readaptado todas las imágenes paradisíacas rechazadas por el positivismo y el cientismo. El Paraíso terrestre, en el que todavía creía Cristóbal Colón, había llegado a ser en el siglo XIX una isla oceánica, pero su fundación en la economía de la psique humana continuaba siendo la misma : allí, en la «isla», en el «Paraíso», la existencia transcurría fuera del «tiempo» y de la Historia; el hombre era feliz, libre, sin restricciones; no tenía que trabajar para vivir; las mujeres eran bellas, eternamente jóvenes, ninguna «ley» pesaba sobre sus amores. Hasta la desnudez recobraba en la isla lejana su sentido metafísico: la condición del hombre perfecto, de Adán antes de la caída. La «realidad» geográfica podía desmentir este paisaje paradisíaco, ante los viajeros podían desfilar mujeres feas y obesas: nada se percibía; cada cual no veía más que la imagen que llevaba en sí mismo.[…]

Perennidad de las imágenes

No hace falta recurrir a los descubrimientos de la psicología profunda, o a los de la técnica surrealista de la escritura automática, para probar que existe en el hombre moderno la supervivencia subconsciente de una mitología abundante y, en cuanto a nosotros, de un género espiritual superior a la vida «consciente». Se puede prescindir de los poetas, o de los psiquismos en crisis, para confirmar la actualidad y la fuerza de las Imágenes y de los Símbolos. La existencia más mediocre está plagada de símbolos. El hombre más realista vive de imágenes. Repetimos, y más adelante se verá con claridad, que jamás desaparecen los símbolos de la actualidad psíquica: los símbolos pueden cambiar de aspecto; su función permanece la misma. Se trata sólo de descubrir sus nuevas máscaras.

Repetimos que jamás desaparecen los símbolos de la actualidad psíquica: los símbolos pueden cambiar de aspecto; su función permanece la misma. Se trata sólo de descubrir sus nuevas máscaras.

La «nostalgia» más abyecta disfraza la «nostalgia del paraíso». Hemos aludido a las imágenes del «paraíso oceánico» que pueblan libros y películas. También pueden analizarse las imágenes que liberan repentinamente una música cualquiera, a veces la romanza más vulgar, y se constatará que estas imágenes revelan la nostalgia de un pasado mitificado, transformado en arquetipo, y que este «pasado» encierra, además de la nostalgia de un tiempo perdido, otros mil sentidos: expresa todo cuanto pudo ser y no fue, la tristeza de toda existencia que no es sino dejando de ser otra cosa, la pena de no vivir en el paisaje y en el tiempo que evoca la romanza (sean cuales fueren los colores locales o históricos : «el tiempo pasado mejor», Rusia de las balalaikas, Oriente romántico, Haití de las películas, millonarios americanos, príncipes exóticos, etc.); en fin de cuentas, el deseo de algo completamente distinto del instante presente; en definitiva, de algo inaccesible o perdido irremediablemente: el «Paraíso».

Lo importante, en estas imágenes de la «nostalgia del paraíso», es que siempre dicen más de lo que podría decir con palabras el sujeto que las ha experimentado. La mayoría de los seres humanos serían, por lo demás, incapaces de referirlas: No es que sean menos inteligentes que otros, es que no confieren demasiada importancia a nuestro lenguaje analítico. Sin embargo, estas imágenes aproximan a los hombres más efectiva y realmente que cualquier lenguaje analítico. En realidad, si existe una solidaridad total del género humano, no puede sentirse y «actualizarse», sino en el nivel de las imágenes (no decimos del subconsciente porque nada prueba que no exista también un transconsciente).

No se ha conferido bastante atención a estas «nostalgias»; tan sólo se han reconocido en ellas fragmentos psíquicos sin significación. Todo lo más, se ha dicho que podían ser interesantes para ciertas investigaciones acerca de las formas de evasión psíquica. Ahora bien, las nostalgias se hallan, a veces, cargadas de significados, que implican la propia situación del hombre; en este aspecto, se imponen tanto al filósofo como al teólogo. Pero no se tomaron en serio; se consideraron «frívolas»: la Imagen del Paraíso perdido, lanzada de pronto por la música de un acordeón, ¡qué tema de estudio más arriesgado! Y es que se olvida cómo la vida del hombre moderno está plagada de mitos medio olvidados, de hierofanías en desuso, de símbolos gastados. La desacralización ininterrumpida del hombre moderno ha alterado el contenido de su vida espiritual pero no ha roto las matrices de su imaginación: un inmenso residuo mitológico perdura en zonas mal controladas.

Se olvida cómo la vida del hombre moderno está plagada de mitos medio olvidados, de hierofanías en desuso, de símbolos gastados

Por lo demás, la parte más «noble» de la conciencia de un hombre moderno es menos «espiritual» de lo que pudiera creerse. Un análisis rápido descubriría en esta esfera de la conciencia «noble y elevada» algunas reminiscencias librescas, muchos prejuicios de diversos órdenes (religioso, moral, social, estético, etc.), algunas ideas ya acuñadas sobre el «sentido de la vida», la «realidad última», etc. No se pretenda ir a buscar el paradero, por ejemplo, del mito del Paraíso perdido, la imagen del Hombre perfecto, el misterio de la Mujer y del Amor, etc. Todo ello, y otras muchas cosas –secularizado, degradado y maquillado–, se encuentra en el flujo medio consciente de la existencia más ramplona: en los ensueños, las melancolías, en el juego libre de las imágenes durante las «horas vacías» de la conciencia, en las distracciones y en las diversiones de toda índole. Pero, vuelvo a repetir, este tesoro mítico yace aquí «secularizado» y «modernizado». A estas imágenes les ha sucedido lo que Freud ya demostró sucedía con respecto a las alusiones demasiado crudas o realidades sexuales: han cambiado de «forma». Para asegurar su supervivencia, las Imágenes se han hecho «familiares».

Mas, con esto, su interés no ha disminuido. Porque estas imágenes degradadas ofrecen un punto de partida posible para la renovación espiritual del hombre moderno. Pensamos que tiene importancia capital encontrar toda una mitología, si no una teología, emboscada en la vida más «vulgar» del hombre moderno: de él depende el remontar la corriente y redescubrir la significación profunda de todas las imágenes marchitas y de todos estos mitos degradados. Que no se nos diga que este desecho no interesa ya al hombre moderno, que pertenece a un «pasado supersticioso» felizmente liquidado por el siglo XIX, que conviene a los poetas, a los niños y a las gentes que van en metro el recuperar imágenes y nostalgias, pero que ¡por caridad! se deje a las personas serias el seguir pensando y «haciendo la historia»: semejante separación entre lo «serio de la vida» y los «sueños» no corresponde a la realidad. Libre es el hombre moderno de despreciar las mitologías y las teologías. Mas por ello no dejará de nutrirse de mitos caídos y de imágenes degradadas. La crisis histórica más terrible del mundo moderno –la segunda guerra mundial y lo que consigo trajo, y tras sí desencadenó– ha demostrado suficientemente que es ilusoria la extirpación de los mitos y de los símbolos. Incluso en la situación histórica más desesperada (en las trincheras de Stalingrado, en los campos de concentración nazis y soviéticos) los hombres y las mujeres han cantado canciones, han escuchado narraciones (han llegado hasta sacrificar por tenerlas, parte de su escasa ración); esas narraciones no hacían sino actualizar mitos; aquellas canciones estaban cargadas de «nostalgias». Toda la parte del hombre, esencial e imprescriptible, que se llama «imaginación», nada en pleno simbolismo y continúa viviendo de mitos y de teologías arcaicas. Decíamos que al hombre moderno le compete «despertar» este tesoro inestimable de imágenes que lleva consigo mismo; despertar las imágenes para contemplarlas en su pureza virginal y asimilarse su mensaje. Mil veces la sabiduría popular ha significado la importancia de la imaginación incluso para la salud del individuo, para el equilibrio y la riqueza de su vida interior. Algunas lenguas modernas siguen considerando a quien «carece de imaginación» como un ser limitado, mediocre, triste, un pobre desgraciado. Los psicólogos, entre los que se encuentra en primer lugar C. G. Jung, han mostrado hasta dónde los dramas del mundo moderno proceden del profundo desequilibrio de la psique –tanto de la vida individual como de la colectiva–, provocado, en gran parte, por la creciente esterilización de la imaginación. «Tener imaginación» es disfrutar de una riqueza interior de un flujo de imágenes ininterrumpido y espontáneo. Pero, aquí, espontaneidad no quiere decir invención arbitraria. Etimológicamente, «imaginación» es solidaria de imago, «representación, imitación», y de imitare «imitar, reproducir». Esta vez la etimología responde tanto a las realidades psicológicas como a la verdad espiritual. La imaginación imita, modelos ejemplares –las Imágenes–, los reproduce, los reactualiza, los repite indefinidamente. Tener imaginación es ver el mundo en su totalidad; porque la misión y el poder de las Imágenes es hacer ver todo cuanto permanece refractario al concepto. De aquí procede el que la desgracia y la ruina del hombre que «carece de imaginación» sea el hallarse cortado de la realidad profunda de la vida y de su propia alma.

Toda la parte del hombre, esencial e imprescriptible, que se llama «imaginación», nada en pleno simbolismo y continúa viviendo de mitos y de teologías arcaicas.

Al recordar estos principios hemos querido mostrar que el estudio de los simbolismos no es un mero trabajo de pura erudición, sino que, al menos indirectamente, interesa al conocimiento del hombre mismo; es decir, que tiene cabida allí donde se hable de un humanismo nuevo, o de una nueva antropología. Sin duda, el estudio de los simbolismos no será útil verdaderamente más que realizado en colaboración. La estética literaria, la psicología, la antropología filosófica, habrán de tener en cuenta los resultados de la historia de las religiones, de la etnología y del folklore. El historiador de las religiones se halla calificado como nadie para dar un avance dentro del conocimiento de los símbolos; posee documentos a la vez más completos y más coherentes que aquellos que tienen a su disposición el psicólogo o el crítico literario; proceden de las propias fuentes del pensar simbólico. En la historia de las religiones es donde se hallan los «arquetipos»; psicólogos y críticos literarios no tratan sino con variantes aproximativas de estos arquetipos.