El capítulo titulado ‘La materia media y el arte’ del libro “Cuestiones simbólicas” de Raimon Arola, precedido del booktrailer creado por Tres Volteretas que sintetiza el libro.

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El booktrailer ha sido concebido a partir de la imagen de la portada del libro Cuestiones simbólicas, en la que se utilizó el grabado de un alfabeto celeste, según la cábala-mágica, que se encuentra en el libro de Jacques Gaffarel, Abdita divinae Cabalae mysteria (Paris 1625).  Con estas letras secretas se construirá el lema del libro: TODAS LAS FORMAS CREADAS SURGEN DE UN CAOS QUE CONTIENE CIELO Y TIERRA

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Capítulo ‘La materia media y el arte’ 

El símbolo

El término “símbolo” significa etimológicamente: reunión. La unión de dos partes separadas, que es el acto simbólico por excelencia, nos sitúa en un contexto extraño puesto que nos obliga a determinar de qué naturaleza son las partes. Para empezar sabemos que en la Tabula Smaragdina [1] de Hermes Trismegisto se dice que esos dos extremos corresponden a lo más alto y lo más bajo.

El término “símbolo” significa etimológicamente: reunión.

Dos imágenes servirán para ilustrar el sentido de esta famosa tabla o vademécum alquímico. La primera corresponde a una de las láminas de la segunda serie que Heinrich Khunrath utilizó para componer su Anfiteatro de la eterna Sabiduría [2]; la imagen representa un volcán donde está escrito, primero en latín y después en alemán, el texto de Tabula Smaragdina. En el grabado se ven los dos fuegos con los que se trabaja en la obra alquímica: el inferior, que surge del volcán, y el superior, representado por el sol que aparecen en la parte superior izquierda de la imagen. Un grupo de sabios, en la parte inferior izquierda, contempla la escena de la unión de lo de arriba con lo de abajo; sólo ellos ven la montaña de fuego.

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La otra imagen, prácticamente coetánea de la primera, resume el texto atribuido a Hermes Trismegisto con un símbolo; la figura es una réplica de la que se encuentra en un tratado apócrifo de 1599 atribuido a Basilio Valentin y conocido como El Azoth o el medio para hacer el Oro oculto de los Filósofos [3]. En él, Valentin explica las distintas fases de la obra alquímica como símbolos diferentes que se suceden y se complementan, y todo ello a partir de que Hermes Trismegisto fue tanto el autor de la Tabula Smaragdina como del Corpus Hermeticum, un texto en el que Poimandrés enseña la filosofía perenne a Hermes Trimegisto. […]

Basilio Valentin explica las distintas fases de la obra alquímica como símbolos diferentes que se suceden y se complementan, y todo ello a partir de que Hermes Trismegisto fue el autor de la Tabula Smaragdina y del Corpus Hermeticum

Perteneciente a la tradición que reúne la alquimia con el neoplatonismo o el hermetismo, Louis Cattiaux también se refirió a esta unión con las siguientes palabras: “Si juntamos lo más bajo con lo más alto por mediación de lo más medio, obtendremos el origen y el fin de todo lo que ha sido, de todo lo que es y de todo lo que será” [4]. Sin embargo, Cattiaux, un apasionado de la alquimia y quizá quien mejor la ha comprendido en nuestros días al considerarla como la expresión de un mensaje espiritual y soteriológico, incorpora una sorprendente afirmación y es que para que se produzca la reunión de lo más alto con lo más bajo mencionada en la Tabula Smaragdina, debe conocerse “lo más medio”. Esta idea la reitera en otros aforismos de su obra cuando escribe por ejemplo: “La materia media da el conocimiento de las esencias extremas” [5], es decir, de lo más alto y de lo más bajo, o cuando en otro lugar añade: “Quien sabe unir los contrarios de igual naturaleza posee la ciencia” [6].

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A mediados del siglo pasado, Cattiaux pintó una tela que tituló Signo del infinito donde extraños caminos se entrecruzan creando diversos signos del infinito ∞. Desde el centro, la línea que dibuja este signo asciende y desciende sucesivamente, lo que vendría a significar que la tierra asciende hacia el cielo y el cielo desciende hacia la tierra, eternamente. La forma continuada del signo del infinito crea un espacio verde en la tela, un universo que se erige como real aunque esté escondido de la visión exterior; de él emerge un obelisco coronado por la imagen de la Piedra filosofal, que representa la meta final del viaje. El camino que se entrecruza conduce a esta meta, pues va del sol celeste al sol terrestre. Nos centraremos en el campo verde que crean los signos del infinito pues, en nuestra opinión, este lugar representa el mundo medio o la materia media a la que alude Cattiaux en su aforismo, el lugar donde se manifiesta el universo simbólico.

El silencio que está relacionado con el conocimiento de esta materia es el origen de la confusión que envuelve los símbolos, solo los que la han visto, la han oído, la han olido, la han tocado y la han saboreado, tienen acceso a su conocimiento, y esto no es una figura literaria. Los símbolos son realidades espirituales y físicas que reúnen este mundo, lo más bajo, con el mundo otro, lo más alto. Y deben ser secretos en la medida que muestran que lo más inferior de este mundo es de la misma naturaleza que lo superior del mundo otro o mundo invisible; filosóficamente sería lo sobrenatural, en tanto que trasciende lo mundano y por lo tanto es divino [7].

Los símbolos son realidades espirituales y físicas que reúnen este mundo, con el mundo otro, y deben ser secretos en la medida que muestran que lo más inferior de este mundo es de la misma naturaleza que lo superior del mundo invisible.

El símbolo nos muestra aquello del mundo otro que está en éste, pero sin manifestarse. El pensamiento simbólico parte de esta presencia oculta que aflora en imágenes y ritos, poemas y cantos, templos y jardines. El surrealismo propuesto por André Breton quiso acercarse a esta forma de pensamiento, pues según explica Urszula Szulakowska [8], cuando André Breton redactó el Segundo manifiesto surrealista tenía presente la obra de un legendario alquimista francés llamado Nicolas Flamel, y quizá fuera tras su lectura cuando el teórico surrealista compuso su célebre frase: “Todo induce a creer que existe un cierto punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente” [9].

Encontrar el mundo otro en éste es la tarea del arte y de la simbología.­­­­ Ahora bien, el desconcierto sobre lo que es y lo que no es este otro mundo, aboca a un planteamiento del símbolo desde perspectivas muy distintas y, a veces, contradictorias; sin embargo, parece claro que no puede separarse el mundo medio, o la materia media, de aquello que los hombres han considerado desde siempre como perteneciente a lo divino, sobre todo después de que Henry Corbin trazara el camino a seguir cuando denominó este lugar intermedio: mundus imaginalis.

El mundus imaginalis

Corbin, tras estudiar los distintos relatos visionarios de los maestros iranios confirmó aquello que ya habían enseñado los antiguos cristianos, pues relacionó el lugar intermedio con una angelología. No obstante, también fue Corbin quien advirtió que la revolución astronómica que se dedujo de la teoría de Copérnico supuso así mismo una revolución teológica que incidió de manera inevitable en la concepción simbólica del universo, de tal modo que las correspondencias entre los ángeles y el alma del hombre se rompieron y la angelología, que era como: “la doctrina de la Inteligencia agente iluminadora de las almas humanas”, desapareció. Por eso y a partir de entonces: “La teología iba a combatir todo emanatismo, reivindicando el acto creador como una prerrogativa exclusiva de Dios, poniendo fin al soliloquio del alma humana con el Ángel Inteligencia agente[10].

Corbin, tras estudiar los distintos relatos visionarios de los maestros iranios confirmó aquello que ya habían enseñado los antiguos cristianos, pues relacionó el lugar intermedio con una angelología

En el pensamiento simbólico, la cosmología es indisociable de la angelología y, al no tener en cuenta la existencia de los ángeles, fallan los fundamentos cosmológicos, como lo explica el mismo Corbin en otro lugar: “Se asiste pues a una alianza de la teología cristiana y la ciencia positiva con vistas a aniquilar las prerrogativas del Ángel y del mundo del Ángel en la demiurgía del cosmos. A partir de ahí, el mundo angélico ya no será necesario con necesidad metafísica; será como un lujo en la Creación, con una existencia más o menos probable” [11].

Lo que ocurrió con el simbolismo y la angelología sucedió también con la gnosis, que fue rechazada tanto por la academia, con sus presupuestos positivistas, como por las religiones, que, en general, prefieren los dogmas al conocimiento místico. Así, la recuperación por parte de Corbin de la angelología antigua es, como él mismo explica en repetidas ocasiones, una recuperación del pensamiento mágico y simbólico en el que cada parte de la creación está en relación con las otras originando la ciencia de las correspondencias, aquella a la que Pico della Mirandola así como otros autores renacentistas llamaron: la ciencia natural. Los ángeles son como los hilos ocultos que enlazan y tejen el universo entendido como la manifestación de lo invisible. Pico de la Mirándola en la tercera de sus 900 Tesis o Conclusiones se refiere a esta ciencia como el fundamento de la magia cuando afirma: “La magia es la parte práctica de la ciencia natural” [12].

La recuperación por parte de Corbin de la angelología antigua es, como él mismo explica en repetidas ocasiones, una recuperación del pensamiento mágico y simbólico 

A mediados del siglo XVII, el positivismo terminó con la posibilidad de acercarse a un conocimiento mágico del mundo puesto que, según el pensamiento que rige el mundo moderno, tan solo aquellas partes del cosmos que la razón humana puede unir, están vinculadas. Es cierto que a partir de principios del siglo XXI el panorama del conocimiento ha variado mucho, pues desde distintos ámbitos racionalistas se reconoce que los niveles de realidad se entrecruzan de diversas maneras y que el universo no es mecánico, pero en este viaje se han perdido los fundamentos espirituales de la magia renacentista, con lo cual, la ciencia de las correspondencias se desliga de un centro imprescindible: la presencia del mundo otro en este mundo. […]

Durante los últimos dos siglos, los símbolos redivivos se han refugiado en la creación de las obras de arte, en ellas se ha manifestado en este mundo la realidad del mundo otro. La vida oculta ha intentado mostrarse mediante las imágenes vanguardistas o clásicas, pues el deseo de cada artista de expresar su vida interior no es más que el reflejo de la expresión de la vida oculta del mundo otro.

Estos argumentos han sido muy contestados por los seguidores de René Guénon, conocidos como tradicionalistas, que entendieron la Edad Media y el Orientalismo como las únicas fuentes del arte sagrado. Según el metafísico francés, el arte desde el Romanticismo (incluso desde el Renacimiento) habría perdido sus cualidades sagradas convirtiéndose en un mero esteticismo, fruto de la subjetividad de los artistas. Para Guénon y sus seguidores, subjetivo es estricto sinónimo de profano. Así pues, lo importante sería volver a la tradición más ortodoxa y a los textos revelados pues solo en ellos se puede encontrar la realidad del mundo otro en este mundo. Guénon no sólo discutía con los artistas, sino que su intención profunda era rehacer el esoterismo tradicional que, según él, se había convertido en un ocultismo trasnochado al seguir las enseñanzas del Teosofismo  de Helena Blavasky, quien, por otra parte, influyó directamente en las más vanguardistas creaciones artísticas del cambio del siglo XIX al XX.

Jung y la escuela tradicionalista

Las aportaciones de la escuela tradicionalista al estudio de los símbolos han sido decisivas y, por supuesto, complementarias a los estudios que se realizaron en la misma época desde la Academia, cuyo representante más conocido quizá sea Mircea Eliade y con él todos los componentes del llamado Círculo de Eranos, un nutrido grupo de filósofos, historiadores, filólogos, etcétera, que siguiendo la estela de C. G. Jung, reconstruyeron el universo de las religiones desde criterios no confesionales.

En el prólogo de su Diccionario de símbolos, Jean Chevalier explica que para C. G. Jung el símbolo no era ni una alegoría ni un simple signo sino: “una imagen apta para designar lo mejor posible la naturaleza oscuramente sospechada del espíritu”, en él se engloba lo consciente y lo inconsciente y concentran “las producciones religiosas y éticas, creadoras y estéticas del nombre” [13]. Chevalier también cita a Jolande Jacobi, quien, a su vez, reproduce las siguientes palabras de Jung sobre el símbolo en las que afirma que éste: “colorea todas las actividades intelectuales, imaginativas, emotivas del individuo, se opone en tanto que principio formador a la naturaleza biológica y mantiene constantemente en vela esta tensión de los contrarios que está en la base de nuestra vida psíquica” [14].

Las aportaciones de C. G. Jung al estudio del símbolo son imprescindibles, pero también las de Guénon, así como las que desarrollaron los ocultistas seguidores de Fulcanelli y, por supuesto, las de los artistas teósofos, sin olvidar las que provienen de los estudiosos de las religiones y las de los propios religiosos; sin embargo, aunque todas ellas convivieron en la misma época e incluso en los mismos lugares, pocas veces se encontraron. A pesar de ello o quizá gracias a los distintos enfoques, muchos buscadores actuales han perseverado tras el rastro de la unión de lo más alto con lo más bajo. Algunas veces lo han relacionado con lo divino, otras han preferido prescindir de toda connotación religiosa, pero la búsqueda, en definitiva, ha sido una.

Las aportaciones de C. G. Jung al estudio del símbolo son imprescindibles, pero también las de Guénon, así como las que desarrollaron los ocultistas seguidores de Fulcanelli y, por supuesto, las de los artistas teósofos

Y aquí podría hablarse del símbolo vivo que no solo debe trascender el entendimiento intelectual y el interés estético sino que sobre todo debe suscitar cierta vida. Chevalier es de esta misma opinión y para explicarlo cita de nuevo unas palabras de Jung: “Sólo está vivo el símbolo que, para el espectador, es la expresión suprema de lo que se presiente, pero aún no se reconoce. Entonces incita al inconsciente a la participación: engendra la vida y estimula su desarrollo. Recordemos las palabras de Fausto: Cuan diversamente obra en mí ser este símbolo… Hace vibrar en cada uno la cuerda común” [15].

En la experiencia del profeta o del sabio reside el fundamento del pensamiento tradicional pues solo puede crear un símbolo aquél que ha contemplado directamente la realidad sobrenatural y ha vivido como presencias las imágenes generadas en el mundo otro, en el mundo por venir. En este caso no se trataría de un pensamiento, una hipótesis o una imagen poética, sino un testimonio de aquello que se ha conocido el mundus imaginalis. El auténtico simbolismo, aquél que pervive tras las distintas escuelas y confesiones, se basa en un testimonio. Quien ha visto, oído, olido, el lugar donde se reúnen lo más alto y lo más bajo lo manifiesta con una fuerza que vivifica las imágenes que utiliza, todo lo demás son ritos para dar a entender qué es o de qué se trata cuando se habla de un testimonio.

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NOTAS

[1] Cf. La Table d’Émeraude et sa tradition alchimique, edición preparada por Didier Kahn con las distintas versiones árabes y latinas en original y traducción, Les Belles Lettres, París 1994.

[2] Cf. supra, n. 4.

[3] Hemos seguido la edición facsímile: L’Azoth, ou le moyen de faire l’or caché des philosophes, Archè, Milán 1994; pp. 143 y ss.

[4] El Mensaje Reencontrado, cit.; § 32, 26.

[5] Ibídem; § 2, 26.

[6] Ibídem; § 3, 34.

[7] Cf. http://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/Brugger:Sobrenatural

[8] Cf. Alchemy in contemporary art, Ashgate, Surrey 2011; pp. 35-36.

[9] Manifestes du surréalisme, J.J. Pauvert, París 1972, p. 133.

[10] Avicena y el relato visionario, Paidós, Barcelona 1995; p. 112.

[11] Ibídem.

[12] Conclusiones mágicas y cabalísticas, Obelisco, Barcelona 1982; p. 71.

[13] Diccionario de símbolos, Herder, Barcelona 1986; p. 22.

[14] Ibídem.

[15] Ibídem; p. 23.