Presentación
El presente texto es un bosquejo, una suerte de pontifex en el que se entrecruzan analogías que aúnan semántica y simbólicamente el desasimiento místico con la experiencia viva de la doceava casa astrológica vinculando distintos registros simbólicos como por ejemplo el agua —como sustancia de vida y disolución— con la pérdida de identidad, sentido y referencias que antecede a toda rendición última. Se aborda la paradoja del anhelo de Unidad y el terror que – como humanos– nos provoca y se plantea el retorno a la práctica de lo pequeño, del sostén en la balsa íntima que atraviesa lo abisal: sin evasión, con humildad y entrega al límite amoroso de lo que Es, de lo que somos. En ese umbral donde el yo se disuelve, emerge una forma de saber silencioso y encarnado, labrado en el asombro, la repetición del gesto, el cuidado de lo cotidiano, como bastiones vitales en los que reposa la aceptación de lo efímero como vía hacia lo Eterno.
Existe en el sufismo – la dimensión íntima-esotérica, el corazón del Islam- un término que alude al desasimiento, el anonadamiento, la extinción del yo, en la cercanía de la Faz divina.
El fanā’, fenecimiento, como desprendimiento del yo, es una de las prácticas más complejas que siento – atravesamos en este plano- ese desasimiento produce un dolor sordo, un sinsentido y pérdida de referentes, sensación de inconsistencia, de frontera o borde interior. Esa apertura a lo unitivo que pareciera una búsqueda y cultivo incesante de la experiencia espiritual, en verdad, horroriza; en verdad, aterra.
Por eso, la asunción de ese Misterio sucede en raptos, destellos, instantes; pues bajo los vestidos del yo, el recuerdo oceánico de la unión indivisa, la fusión completa, la trascendencia y liberación última- adormece y confunde nuestro personaje de ‘vigilia’ – es por ello que la percepción de Piscis pasa también por lo caotizante, por ser involutiva, por arrastrarnos a lo abisal.
El recuerdo de la Nada tironea bajo la superficie del mundo diurno, seduciéndonos con sus cantos de sirena. Tememos el dolor y, por ende, a su reverso, el Amor: tememos perder los límites, las fronteras y la identidad; la supuesta libertad de creer y crear, el centro. Tememos perder el pasado, la memoria y los recuerdos… creyendo que así podemos eludir el A-mor.
En astrología, el décimo segundo hogar del mandala simboliza el Inconsciente más escondido, ausente, adormecido y a-no-nada-do. Aquel por cuyos efluvios se tienta a las dimensiones de la personalidad- planetas- que puedan habitarlo a no despertar, a no ser, a no existir.
Aquel que – para atravesarlo- debemos ir más profundos que cualquier recuerdo humano para reencontrarnos con nuestra esencia primordial, aquella que se pierde más allá de todo, en la matria Noche.
El agua, sustancia de vida, es a su vez, sustancia de muerte, sustancia que disuelve, aquieta e inmoviliza colmándonos de Nada.
Quietud y aceptación completa de lo que Es que brota de una serenidad y una confianza honda, terrible, que se sustenta y se labra en lo diminuto, ínfimo y efímero. Ejercitada en el movimiento cadencioso- ritmado- de lo cotidiano. El valor de la humildad, del límite como borde amoroso, de la práctica y practicidad, del servicio a la Vida.