Muchas tradiciones escondieron sus misterios bajo las figuras de estos seres imaginarios que simbolizan los polos opuestos que deben reconciliarse. Edición de Raimon Arola y Lluïsa Vert

Inicioblanc.e

Los antiguos sabios escondieron sus misterios bajo las figuras de unos seres imaginarios que arraigaron fuertemente en las culturas populares de las distintas civilizaciones. Por un lado, los ángeles o seres celestes, cercanos al origen de la creación y que representan la parte “volátil” de la Gran Obra alquímica. En el otro extremo, los monstruos o seres mal formados atrapados en la tierra, pero que poseen en su interior la misma luz que los ángeles y que en el lenguaje alquímico representarían la parte “fija”. En muchas historias mitológicas y también en las leyendas populares, el ángel, o la parte pura, ayuda a manifestar la luz que se oculta en el interior del monstruo, imagen de la creación impura o mezclada. A su vez, este último permite que aquello que era volátil, es decir que no tenía un lugar en la tierra,  pueda corporificarse y dar un fruto perfecto. El discurso que presentamos comienza con la imagen de un serafín, un ángel ardiente según la etimología hebrea, que posee seis alas y que transmite el fuego del cielo a los profetas. Serafín del ábside de Santa Maria de Aneu, s. XII

Los antiguos sabios escondieron sus misterios bajo las figuras de unos seres imaginarios que arraigaron fuertemente en las culturas populares de las distintas civilizaciones. Por un lado, los ángeles o seres celestes, cercanos al origen de la creación y que representan la parte “volátil” de la Gran Obra alquímica. En el otro extremo, los monstruos o seres mal formados, caídos del cielo y atrapados en la tierra, pero que en su interior poseen enterrada la misma luz que los ángeles y que en el lenguaje alquímico representarían la parte “fija”. En muchas historias mitológicas y también en las leyendas populares, el ángel, o la parte pura, ayuda a manifestar la luz que se oculta en el interior del monstruo. A su vez, este último permite que aquello que era volátil, es decir que no tenía un lugar en la tierra,  pueda corporificarse. El resultado de la unión de ambas partes es el fruto perfecto. El discurso que presentamos comienza con la imagen de un serafín, un ángel ardiente según la etimología hebrea, que posee seis alas y que transmite el fuego del cielo a los profetas. Serafín del ábside de Santa Maria de Aneu, s. XII

 

Los serafines

En el Apocalipsis se describe con precisión la visión de san Juan en Patmos y las miniaturas medievales no dejaron de representarlo. En ésta, el conjunto de las cortes celestiales están guardadas por un serafín de fuego situado a los pies de la mandorla crística. El texto  que describe la imagen dice así: “Miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo. La primera voz que oí era como de trompeta que hablaba conmigo diciendo: ¡Sube acá, y te mostraré las cosas que han de acontecer después de éstas! De inmediato estuve en el Espíritu; y he aquí un trono estaba puesto en el cielo, y sobre el trono uno sentado. Y el que estaba sentado era semejante a una piedra de jaspe y de cornalina, y alrededor del trono había un arco iris semejante al aspecto de la esmeralda. También alrededor del trono había veinticuatro tronos, y sobre los tronos vi a veinticuatro ancianos sentados, vestidos de vestiduras blancas, con coronas de oro sobre sus cabezas. Del trono salen relámpagos y truenos y voces. Y delante del trono arden siete antorchas de fuego, las cuales son los siete Espíritus de Dios. Y delante del trono hay como un mar de vidrio, semejante al cristal. Junto al trono, y alrededor del mismo, hay cuatro seres vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer ser viviente es semejante a un león, y el segundo ser viviente es semejante a un becerro, y el tercer ser viviente tiene cara como de hombre, y el cuarto ser viviente es semejante a un águila volando. Y cada uno de los cuatro seres vivientes tiene seis alas, y alrededor y por dentro están llenos de ojos. Ni de día ni de noche cesan de decir: ¡Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, que era y que es y que ha de venir!” (Ap. 4, 1 y ss.) Miniatura carolingia de Cristo en majestad, Metz, s. IX.

 

 El alfabeto del cielo

Las estrellas vivas son los signos de fuego con los que Dios escribe los misterios más profundos del Universo. En el Libro del Zohar, uno de los textos más importantes de la literatura cabalística, está escrito: “En los espacios infinitos se encuentran figuras y signos con los que se pueden desvelar los más profundos secretos […] Estas figuras luminosas son los caracteres con los que el Altísimo ha creado el cielo y la tierra”. Las estrellas y las constelaciones son las signaturas celestes del alfabeto natural con el que fueron creadas las cosas terrestres. Fotografía de una constelación. / Karl von Eckhartshausen, “Claves de magia, el alfabeto celeste”, (1788).

 

 Las constelaciones

El artista visionario reconoce los signos del cielo y los reproduce en su obra. Con ellos crea un microcosmos, es decir, ordena el caos, dándole una forma. Un mago renacentista, Agrippa de Nettesheim, escribió lo siguiente respecto a estos signos celestes: “Los caracteres de su alfabeto están formados a imagen de las estrellas y por eso están repletos de celestes misterios, tanto por su apariencia, forma y significado, como por el valor numérico que contienen”. Joan Miró, “Constelaciones”, (1940).

 

 Energía y universo

Los astros no permanecen quietos en el cielo sino que se mueven, siguiendo unas leyes armónicas, este movimiento es lo que provoca la llamada música de las esferas. Se trata de una energía que está en el origen del movimiento tanto de universo, es decir, lo que gira en un único sentido, como del latido del corazón humano. El pavo real estaba dedicado a la diosa Hera, esposa de Zeus y reina del cielo, porque su cola, sembrada de formas que parecen ojos, representa al firmamento estrellado. Fotografía del movimiento celeste durante un periodo de veinticuatro horas. / Mosaico romano representando a Juno.

 

Descenso / ascenso

Además del circular, el fuego tiene otros dos movimientos: de arriba abajo, como sucede con los rayos del sol que fecundan la tierra y dan vida a toda la creación, y de abajo hacia arriba, como sucede con las llamas de cualquier fuego que se enciende sobre la tierra que se elevan, siempre ascendentes, como si quisieran volver a su lugar de origen. Interior de unos baños turcos, Estambul.. / Fiesta de la Patúm, Berga.

 

 El ángel caído

Según la tradición islámica, cuando Dios creó al hombre todos los ángeles se prosternaron ante él, excepto el más hermosos de todos ellos, Iblis, quien se rebeló diciendo: “Soy superior al hombre, me has creado de fuego, y a él lo has creado de arcilla”. Entonces Dios lo desterró del cielo diciendo: “¡Baja de aquí, ya no podrás mostrarte orgulloso en este lugar! ¡Sal! Estarás entre los despreciables” Y añadió: “Estarás entre aquellos a quienes les es dado esperar”. Iblis, conocido también por Lucifer, dejó su patria celeste y se exilió en lo más profundo de la tierra, o quizá en lo más profundo del hombre, sin embargo se llevó con él una chispa del fuego divino con el que había sido creado, la ironía es que para que el brille debe orientar al hombre hacia Dios. Debe dejar su ira y convertirse a la misericordia, ayudar al ser humano a su conversión que es la suya propia. F. von Stuck, “Lucifer”, (1896).

 

 El fuego en el interior de la tierra

En todas las fiestas populares se recuerda el dramático episodio de la caída del fuego celeste. Monstruos que escupen llamas por la boca, dragones y demonios, bailan y muestran el fuego que guardan en su interior, y que desea volver a su lugar de origen. Chispas y llamas ardientes se elevan en la noche del mundo buscando unirse a sus hermanas celestes, las estrellas. Son representaciones simbólicas que recuerdan a los hombres el fuego divino que permanece oculto en el interior de la creación. Fiesta de la Patúm, Berga./ Fiesta de Santa Tecla, Tarragona

 

 Lo monstruoso

La mezcla imperfecta que se dio entre la luz pura caída del cielo y las tinieblas que la encerraron en su seno originó una creación impura y mezclada que, como el ogro cruel que aparece en los cuentos, destruye a sus criaturas después de haberlas engendrado. En esta imagen del Infierno, la criatura monstruosa que representa a Lucifer, devora a los hombres, al tiempo que los expulsa por sus partes bajas. Fresco de Juan de Módena con el juicio universal y el Infierno 1410-1415

 

 Dualidad inarmónica

El signo que representado en esta caligrafía japonesa significa “dragón”, y simboliza la dualidad inarmónica entre el cuerpo y el espíritu. Para alcanzar el equilibrio entre estos principios se necesita cierta purificación, cierta purgación alquímica provocada por una nueva conjunción del cielo con la tierra. Caligrafía de Tesshu (1836-1888), Ryû, (Dragón)./ Anónimo, “Sapientia veterum philosophorum”, s. XVIII.

 

 San Jorge, la princesa y el dragón

La leyenda de san Jorge es un ejemplo perfecto de la relación entre la materia inarmónica, representada por el dragón, que guarda en su interior la luz pura de la naturaleza, simbolizada por la princesa prisionera del monstruo. Una princesa o una luz que finalmente será liberada por el enviado celeste representado por la figura de san Jorge. Gracias a él, la luz celeste aparecerá en todo su esplendor. Paolo Uccello, “San Jorge”, (1460).

 

 

 El dragón y el árbol celeste

Este dibujo  representa el mismo proceso que la imagen anterior, pero explicado de manera alquímica. Del dragón, que representa la conjunción imperfecta del cuerpo y el espíritu, surgirá, después de una operación misteriosa, que los alquimista denominan “rectificación”, el árbol de vida que dará unos frutos perfectos, simbolizada por los tres principios o luminarias terrestres. Aquí debe recordarse otra divisa alquímica representada por el acrónimo VITRIOL que significa: “Visita el interior de la tierra, rectificando, encontrarás la piedra oculta”. Hieronymus  Reussner, “Pandora”, (1582).

 

 

 Luz corporificada

En las dos imágenes se alude al misterio de la germinación de la semilla de fuego celeste oculta en la tierra. En la de la izquierda, un árbol sembrado de ojos nace de un niño engendrado en el cuerpo de la visionaria medieval, Hildegard von Bingen. En la de la derecha, un obelisco, que para los egipcios simbolizaba un rayo de luz corporificado, se levanta hacia el cielo a partir de la germinación del sol terrestre. Al igual que en las constelaciones, en él aparecen escritos los secretos del cielo y la tierra. Hildegard von Bingen, “Scivias”, (1141)./ Obelisco del templo de Luxor.