El simbolismo de una tela de Diego Velázquez (1591-1660), y su relación con la filosofía perenne que surgió en el Renacimiento y que continuó en el Barroco y la Europa contemporánea. Raimon Arola

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Hacia 1629 Velázquez pintó un cuadro que hoy se conoce como Los borrachos o El triunfo de Baco, sin embargo, la célula real que menciona el pago de cien ducados al pintor se refiere escuetamente a «una pintura de Baco». En esta composición, Velázquez muestra la grandeza de su genio intelectual en conjunción con el plástico. Se trata de la primera pintura mitológica del artista, a quien, hasta entonces, sólo se le conocían bodegones, pinturas religiosas y retratos, pero, además y como intentaremos demostrar, se trata también de una interpretación simbólica de la mitología [1].

Velázquez_-_El_Triunfo_de_Baco_o_Los_Borrachos_(Museo_del_Prado,_1628-29)

Para empezar es inevitable acudir al relato del mito de Baco y, a partir de él y de algunos comentarios, intentar desvelar la intención del pintor. En la época en que fue pintado este cuadro y en la puritana corte española se consideraba que las escenas mitológicas no eran ofensivas para la doctrina católica, siempre y cuando el autor no atentara contra la moral con sus desnudos. Pero, la fuerza dramática que poseen los personajes de Velázquez y el atrevimiento de su composición hacen que este lienzo sea mucho más que una alegoría. Quizá por este motivo, desde siempre se la ha considerado una escena más cercana al costumbrismo que a la mitología, de este hecho proviene seguramente el nombre con el que se la conoce: Los borrachos.

El antiguo ciclo literario tejido alrededor de Baco es oscuro y misterioso. El dios del vino aparece como una figura compleja y poliédrica; se confunden y entrecruzan versiones antiguas de personajes distintos que ostentan el mismo nombre, o del mismo personaje con diferentes nombres. Así mismo, su papel entre los dioses olímpicos es confuso y sus templos –y sus teatros– se construían separados de los lugares de culto, asumiendo un papel muy especial. Baco es, ante todo, el dios de las transformaciones, de las metamorfosis, pues de ser un sátiro ebrio como su inseparable preceptor, el viejo y borracho Sileno, pasa a ser un joven bello y majestuoso, como el mejor de los dioses olímpicos. Emmanuel d’Hooghvorst se refirió al vínculo de Sileno con las metamorfosis y escribió lo siguiente con respecto a un canto de este personaje que aparece en las Bucólicas de Virgilio: «Dicho canto es, en realidad, una revelación de la Gran Obra o metamorfosis, tal como se la llamaba entonces» [2].

Baco es, ante todo, el dios de las transformaciones, de las metamorfosis

Baco es llamado en ocasiones: «el nacido dos veces», pues en primer lugar nació de Sémele y después de Zeus. En este sentido se justifican las dos apariencias que acabamos de apuntar: el salvaje y nocturno de su primera manifestación en las bacanales, en las que sus acompañantes alcanzan el éxtasis gracias al vino y la danza; y el segundo y posterior, que responde a su epifanía sagrada y en la que el dios es prácticamente identificado con Apolo. Así, la disyuntiva entre el espíritu apolíneo y el espíritu dionisíaco de Nietzsche, se integra como no podía ser de otro modo, en una misma realidad.

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Un grabado de Robert Fludd que abre su libro Philosophia Moysaica –publicado en Gouda, nueve años después de que fuera pintado el lienzo que nos ocupa– muestra esta complementariedad. La imagen de Fludd es extraordinaria, en ella aparece el acto creador, el Fiat del Génesis, que surge desde el origen en forma de paloma, llega al mundo creado alternando la luz y la oscuridad que se representan por Dioniso y Apolo; el primero describe la muerte o el descenso a la oscuridad, el segundo la resurrección. Uno no puede ir sin el otro, como escribe Louis Cattiaux: “Los que dicen: ‘Tened paciencia y morid’ son criminales si no añaden: ‘Triunfad y vivid’. / Los que dicen: ‘Triunfad y vivid’ son criminales si antes no dicen: ‘Tened paciencia y morid’”[3].

Tanto es así que en los misterios báquicos, la manifestación apolínea está claramente explicitada, aparece en el momento central del misterio, durante la epifanía del hijo de Sémele. No hay margen para la duda, las imágenes clásicas de Dioniso o Baco que ilustran este momento son claramente apolíneas, luminosas y armónicas.

Este preámbulo es necesario para comprender el ingenio que desplegó Velázquez en su obra, pues el Baco joven y semidesnudo que el pintor nos muestra, es ya el dios transfigurado. Un dios que corona a un nuevo candidato a sus misterios, a quien, a su vez, le está prometida la transfiguración. En esta iniciación se le representa no con la corona laureada de Apolo, sino con la corona de hiedra o vid, plantas que tienen que ver con la embriaguez, la vid, y con la capacidad de preservarse de ella que tradicionalmente posee la hiedra. Además, ambas dan sus frutos cuando asoma el otoño y, en Delfos, era en este momento del año cuando el culto y los oráculos de Apolo eran substituidos por los de Dioniso.

El Baco joven y semidesnudo que el pintor nos muestra, es ya el dios transfigurado.

Aquél que cuyas sienes eran ceñidas con la hiedra de Baco, no solo cesaba en su embriaguez sino que como explica Gubernatis [4], penetraba en una especie de furor poético provocado por esta planta. Es decir, dejaba a un lado las imágenes engañosas y embriagadoras del mundo profano y penetraba en el mundo sacro del dios de los misterios y de la palabra. Iniciarse en sus misterios significaba penetrar en la esfera de lo sagrado, convertirse en un hombre perfecto y en este sentido, divino. Según explica Pierre Grimal, [5] en el mundo romano, el culto a Baco estaba directamente vinculado con los misterios, unos ritos y ceremonias secretos que practicaban congregaciones de hombres y mujeres que habían sido iniciados. Este punto es clave puesto que, en nuestra opinión, es precisamente la escena que representa la pintura de Velázquez. El hecho de que Baco corone a un hombre significa que lo está iniciando en sus misterios. Gracias a esta iniciación, el neófito dejará atrás el mundo profano y penetrará en el mundo sagrado, donde brilla la risa olímpica de los dioses.

En el lado derecho del cuadro se encuentran los borrachos, es decir, los hombres vulgares, sin ninguna finura filosófica, sometidos a la embriaguez de los espejismos del mundo profano; dos de ellos miran fijamente al espectador como indicando que ambos, ellos y quien los mira, pertenecen al mismo nivel de realidad: la exterior. En cambio, los dos personajes que se hallan a la derecha de Baco parecen haber sido iniciados en los misterios del dios del vino ya que aparecen coronados con la hiedra sagrada; su destino es otro que el del hombre caído. Su embriaguez ha desparecido y los invade el furor profético tal como indica la planta que adorna su cabeza. Ellos no miran hacia el espectador, más bien se esconden discretamente.

En cambio, los dos personajes que se hallan a la derecha de Baco parecen haber sido iniciados en los misterios del dios del vino ya que aparecen coronados con la hiedra sagrada; su destino es otro que el del hombre caído.

De esta manera, el ingenio de Velázquez lejos de vulgarizar la mitología o de intentar transportar el mito a lo verosímil –como comentó Ortega y Gasset–, lo reinterpreta con la intención de desvelar la verdad o, dicho de otro modo, aludir a los misterios de la religión. Una verdad sin duda compleja, pues para representarla debió situar un tema pagano en la esfera de lo sagrado y esto, en su época, suponía incluso más que una herejía, pues podía interpretarse como una negación de la verdad cristiana.

Quizá parezca extraña esta reflexión, pero lo que no puede negarse es que a los autores del Siglo de Oro, ya fueran escritores o pintores o escritores, les era más sencilla la recreación o la exégesis de los misterios cristianos a partir de los temas mitológicos. Sin embargo, los límites eran muy confusos y el ingenio debía esforzarse para evitar las consecuencias inquisitoriales que tantos genios de la época debieron sufrir.

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En el cuadro de Velázquez, el joven dios dirige inequívocamente su mirada hacia su derecha, al lado contrario que la de los borrachos. De allí procede la claridad ––la derecha o el oriente es un símbolo que se refiere al lugar original. Sin embargo,  en la mayoría de pinturas de la época, los personajes dirigen sus miradas hacia el cielo para indicar los dos planos de realidad que Velázquez simbolizó horizontalmente. Es decir, se acostumbraba a mostrar los dos aspectos de la creación a partir de una composición vertical y bipartita. Es el caso de El entierro del conde de Orgaz del Greco. Entender esta conjunción de modo horizontal denota una gran originalidad, ¡y eso justamente es lo que hizo Velázquez! Quizá por eso ha sido entendido por muy pocos:

 «El gran problema de este lienzo –escribió con razón Santiago Sebastián– es la identificación del tema. El nombre popu­lar de Los borrachos no es antiguo y refleja la idea mantenida por algunos historiado­res en el sentido de que Velázquez se apar­tó de las fuentes mitológicas para repre­sentar una escena realista, tomada casi del natural. El inglés Stirling sostuvo que Velázquez fue siempre refractario a la asimi­lación del mundo clásico. Esta tendencia ha estado muy generalizada, y Camón Aznar afirmó: “No creemos que Velázquez haya planteado esta obra con intención mitológica… no es posible que el cortejo dionisiaco lo haya encarnado en estos degenerados, donde asoman todas las lacras de la estupidez y la miseria”» [6].

Sin embargo, si se establece la relación entre los dos lados de la pintura no es difícil llegar a la conclusión contraria. Lo sagrado surge y se entiende en tanto que se contrapone a la profano y, ¿cómo representar mejor lo profano sino con “estos degenerados”? Sin embargo, cuando estos tristes personajes son iniciados en los misterios del dios, la estupidez y la miseria se convierten en sabiduría y riqueza, y la vieja cabaña se convierte en un palacio. Ya hemos apuntado que Baco es el dios de la transformación, de las metamorfosis. Quizá fuera en este sentido la propuesta de Sebastián respecto al título de la pintura que, según él, debería ser: “Rito de Baco” [7].

Lo sagrado surge y se entiende en tanto que se contrapone a la profano y, ¿cómo representar mejor lo profano sino con “estos degenerados”?

En 1614, Michel Maier escribió un tratado sobre la mitología comprendida en clave alquímica, un sistema muy empleado en la literatura hermética de la época. En su escrito se refiere a las metamorfosis báquicas a partir de Sileno, el preceptor del dios, y a su papel en la historia del rey Midas:

«En efecto, Baco, es decir Dionisos y Osiris, es el primero de los dioses de oro y es él pues quien otorga un tan gran don. Pero conviene acoger con benevolencia a su maestro o compañero Sileno que va sentado sobre un asno con el lomo encorvado. Aunque los niños se burlen del anciano, posee más en lo que esconde que en lo que promete a primera vista. De ahí viene que las buenas palabras de Alcibíades sobre los silenos se extiendan a Sócrates que era muy deforme en el exterior pero reputado como muy bello en el interior. En efecto, un señor de buena raza a veces habita en una vil familia y un espíritu pulido por las letras en un cuerpo cargado de harapos y de años. Y por Sileno, así como por el resto, Pan y los sátiros, compañeros de viaje de Baco, es decir, de Osiris, no se entiende otra cosa que el estado vil y silvestre, o dicho de otra manera grosero, de la materia filosófica. Si se le trata con humanidad y dulzura lo que sigue al instante es el dios de la potestad de oro, Baco, que compensa esta gracia con una gracia múltiple»[8].

Es poco probable que Velázquez conociera este libro (no imposible), ni que tampoco tuviera muchas nociones de qué era la alquimia, aunque en 1630, esta ciencia estaba en plena ebullición en Europa. Sin embargo, conocía muy bien los emblemas de Alciato y la Philosofía secreta de Juan Pérez de Moya, pues eran de uso común en la España de la época y además estaban en su biblioteca. Si se leen estos autores a la luz de la alquimia de Maier, el sentido moralizante que relaciona a Baco con la Prudencia –y que Sebastián desarrolla en el estudio del emblema [9]– se ve ampliado y la escena se llena de contenido simbólico.

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Alciato dedica el emblema XXV a In statvm Bacchi, ‘Sobre la estatua de Baco’, en él se establece un diálogo, ficticio evidentemente, entre el lector y el dios. En el diálogo se alude a la eterna juventud de Baco y el propio dios dice: «Porque quien moderase sabe en mocedad perpetuamente dura (o: ‘Si aprendes a abstenerte a veces de mis dones, siempre serás tan joven como yo’)» a lo que, al final, el lector responde: «No ay bien que no se ague en esta vida (o: No hay nada agradable que no sea difícil») [10].

Siguiendo a los mitólogos renacentistas, y a Conti en concreto, Pérez de Moya explica la dualidad del dios con estas palabras: «Según Diodoro, a Bacho pintan en dos maneras: una con figura muy severa y cruel, con barba larga y figura de viejo, con la cabeza calva, sin pelo; y otra con cara alegre y hermosa, de mozo, sin barba. Por la primera entendían que el vino bebido fuera de medida hace a los hombre terribles y airados, y porque el mucho beber atrae la vejez, por esto le pintan viejo, calvo, porque el vino, puesto que es húmi­do, es tan caliente en virtud y poder que deseca y enjuga muy presto. Por la otra denotaban que bebido con tem­planza es de gran provecho y utilidad…» [11].

Después desarrolla con varios ejemplos la idea de la Templanza y la Prudencia necesarias para con el vino, pues, dice, es medicina y veneno a la vez. Es decir, si se usa con sabiduría puede convertir al hombre viejo en hombre nuevo, que, en nuestra propuesta, significaría ser iniciado en los Misterios, la embriaguez de este mundo es perversa mientras que embriagarse con el vino del otro mundo ­–el adobado vino, o el vino perfumado tan caro a san Juan de la Cruz­– desencadena el entusiasmo, es decir, la posesión de un dios.

La embriaguez de este mundo es perversa mientras que embriagarse con el vino del otro mundo ­–el vino perfumado tan caro a san Juan de la Cruz­– desencadena el entusiasmo, es decir, la posesión de un dios.

De entre los muchos ejemplos que ofrece Pérez de Moya. destacamos el siguiente: «Píntanle desnu­do, porque el beber demasiado calienta de manera que no son menester vestidos; o porque quien del es tocado descu­bre todas las cosas y nada tiene encubierto; y por esto dice el adagio: En el vino está la verdad»[12].

Mucho se ha hablado de este adagio que proviene directamente de la tradición hebrea: «Cuando entra el vino sale el secreto», pues además del juego cabalístico que existe entre las palabras “vino” y “secreto”, que numéricamente valen lo mismo, el vino filosófico requiere de la gracia que hace aparecer, en medio de la realidad oscura y muerta, a la verdad desnuda. Emmanuel d’Hooghvorst desarrolló el sentido de la sentencia rabínica al presentar El Mensaje Reencontrado de Louis Cattiaux; cuando escribió: «Este libro es el mensaje de un vino bebido sabiamente riendo», pues la ciencia de Hermes se ha vuelto a expresar con un nuevo iniciado a los Misterios. Según d’Hooghvorst, el iniciado es el poeta, del que dice: «¡Qué Poeta, éste que osa bendecirse con un buen vino, que le embriaga así de un sentido que suena claro!» [13], un vino que embriaga no con las imágenes oscuras de la borrachera común sino con las claras imágenes de la verdad.

«¡Qué Poeta, éste que osa bendecirse con un buen vino, que le embriaga así de un sentido que suena claro!»

Ripa en su Iconología, desarrolla la alegoría de verdad y afirma que: «Se pintará bajo la forma de una mujer bellísima y desnuda, que levanta en la dies­tra una imagen del Sol, hacia el que está mirando, mientras con la otra sostiene un libro abierto y una rama de palma» [14], después explica los detalles del significado de llevar el Sol en la mano y afirma que con ello se simboliza “que la verdad es amiga de la luz, y aún que por sí misma es una luz clarísima”, y como no puede ni quiere dejar de relacionarla con la fe cristiana añade: «También puede decirse que va mirando al Sol, o sea, a Dios, sin el cual ni hay luz ni hay verdad alguna, puesto que sólo él es la verdad en sí mismo; diciendo sobre esto Cristo Nuestro señor: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14, 6)».

Estamos convencidos de que el pintor sevillano se sentía personalmente atraído por tal verdad, pues cuando la mitología pagana se toma como algo más que simples metáforas poéticas, las afirmaciones cristianas y paganas se entrecruzan y se iluminan entre sí como sucede en la obra «Los borrachos»  de Velázquez.

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[1] Julián Gallego lo explicó en 1972 con su famoso libro, Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro, también Santiago Sebastián en varias de sus obras, pero en especial en espacial en Emblemática e historia del arte de 1995, donde encuentra en el arte seguidor de Alciato, los motivos de las alegorías plásticas, lo cual es evidente y suficientemente demostrado. También queremos incluir en esta lista breve y poco elaborada el libro de Victor I. Stoichita, El ojo místico: pintura y visión religiosa en el Siglo de Oro español.

[2] El Hilo de Penélope, Arola, Tarragona, 2000, p. 107.

[3] El Mensaje Reencontrado, 25, 16

[4] Mitología de las plantas, Olañeta, 2003; voz hiedra.

[5] Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona, 1988; voz: Dioniso. Cf. también Marc Fumaroli, París – Nueva York – París. Viaje al mundo de las artes y las imágenes, El Acantilado, Barcelona, 2012.

[6]  Emblemática e Historia del Arte, Cátedra, 1995, p. 312.

[7] In Alciato, Emblemas, Akal, Madrid, 1993, p. 59.

[8] Les Arcanes très Secrets, ed. Beya, Grez Doiceau, 2005, p. 134-135.

[9] Cf. Alciato, Emblemas, cit, pp. 57-60.

[11] Filosofía secreta, Cátedra, Madrid, 1995, p. 310.

[12] Filosofía secreta, cit.  p. 312.

[13] Poema introductorio a El Mensaje Reencontrado para la edición castellana de 2000, Arola, Tarragona.

[14] Iconología, Akal, Madrid 1987,  pp. 391-2