Conferencia de Raimón Arola sobre EL ARTE Y EL SIMBOLISMO a partir del retrato, en el Seminario de Historia del Arte en el Museu Europeu d’Art Modern-MEAM (Barcelona).

Momento de la conferencia con Lluïsa Vert, Raimon Arola y David DeCe

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Presentación

El símbolo es (y debe ser) universal, pues, por definición, busca la unidad trascendente de todas las tradiciones; los artistas y los estudiosos que se han ocupado de él en el arte contemporáneo han buscado dicha universalidad desde dos perspectivas distintas, a veces casi antagónicas.

El símbolo es (y debe ser) universal, pues, por definición, busca la unidad trascendente de todas las tradiciones

En primer lugar señalaremos a los seguidores de la escuela tradicionalista en la que la universalidad se encuentra en la fidelidad a la ortodoxia formal de una tradición revelada; su contenido se centra en la búsqueda de las formas culturales que nacieron al amparo de las grandes revelaciones. Les interesa poco el arte como fenómeno en sí mismo, pues éste debe ser dependiente en el mayor grado posible de la tradición o de una religión determinada, la grandeza de sus formas siempre se extrae del pasado.

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En el otro extremo se encuentran los artistas que investigan las formas universales por sí mismas. Formas simbólicas que no pertenezcan a ningún modo tradicional, sino a todos. Artistas que han buscado en el arte –quizá más que en las tradiciones– maneras de expresar una experiencia espiritual con una estética propia. Quizá el ejemplo más evidentes sean las indagaciones en el arte abstracto que se dieron a principios del siglo XX.

Al eliminar las contingencias figurativas se pretendió alcanzar unas formas puras y, en consecuencia, universales. Por sus propias características el tradicionalismo y la abstracción divergen continuamente, ningún lugar es propicio para que puedan encontrarse, a no ser la común necesidad de simbolizar las inquietudes del espíritu.

El simbolismo, pues, podría reunir con naturalidad el arte tradicional y el arte moderno,. o incluso lo antiguo y lo moderno, como conceptos.

El simbolismo, pues, podría reunir con naturalidad el arte tradicional y el arte moderno,. o incluso lo antiguo y lo moderno, como conceptos. Sin embargo, aquí nos centraremos en el símbolo y en su estudio a partir de una tercera vía relacionada con el arte. Esta vía, poco transitada, por cierto, se refiere al arte del retrato en general y al escultórico en particular. El carácter académico que hoy parece ocupar (junto con la vulgarización de este género gracias a la fotografía) puede hacernos creer que el retrato carece de contenido simbólico. Evidentemente no es así, y es lo que vamos a explicar.

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El retrato romano

El punto de partida está en la manera de comprender el arte del pueblo romano y, después de ellos, el conjunto de la historia de la representación occidental. La importancia del retrato en el arte romano es bien conocida, sin embargo, pocas veces se plantea que su realismo naturalista tenía una función mágica y ésta era la identificación del hombre con su espíritu esencial –que, como veremos, no se entendía como una idea, sino como una realidad sustancial. Esta función está claramente definida por la costumbre romana de las imagines maiorum o de las efigies de los antepasados, presentes en todas las ceremonias. Con ellas se proponía una posible identificación del espíritu del difunto con la fisonomía exterior del personaje. Así, el arte romano por excelencia buscaba la identidad física de los individuos y su estricta imitación formal.

Así, el arte romano por excelencia buscaba la identidad física de los individuos y su estricta imitación formal.

Esta necesidad de imitación se cree que respondía a un culto muy primitivo dedicado a los muertos, quizá de origen etrusco, y que los seres divinos que acompañaban al difunto eran dioses menores. Marcel Le Glay escribe lo siguiente sobre estas divinidades: “A estos dioses se les rendía culto regular y cotidianamente, en el que el padre de familia era el sacerdote y los objetos de la vida de cada día los instrumentos”.[1]

Dumézil explica a su vez que estos dioses eran los espíritus de los lugares.[2]  De entre ellos destacan los lares loci, los lares de la domus, de la casa, que junto a los genius de los antepasados, protegían aquel lugar común de convivencia que ahora conocemos por casa familiar y lo animaban vitalmente.

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Los dioses del culto doméstico tenían la función de vincular los vivos con los muertos, pues estaban íntimamente ligados con la evocación de la presencia de los ancestros, que eran los auténticos protagonistas espirituales de todo el culto y que eran adorados mediante sacrificios, holocaustos  y otros rituales.

Los dioses del culto doméstico tenían la función de vincular los vivos con los muertos, pues estaban íntimamente ligados con la evocación de la presencia de los ancestros, que eran los auténticos protagonistas espirituales de todo el culto

Contemplar el busto de un patricio desligado de los ritos de evocación creemos que es un sinsentido, pues margina la presencia que evoca la imagen. Plinio el viejo escribe acerca del sentido original del retrato que, en su época, siglo I d.C., se perdía a favor de otras artes exóticas y novedosas y se queja de que haya caído en desuso la transmisión a la posteridad de las representaciones fieles al original y lo explica así: “puesto que no pueden existir retratos de las almas se abandonan también los de los cuerpos”.[3]

En las casas tradicionales romanas, según Plinio, no habían imágenes de autores extranjeros, ni bronces ni mármoles decorativos sino que se guardaban en hornacinas individuales, “máscaras de cera, cuya función era ser­vir de retratos en las ceremonias fúnebres de la familia y siem­pre, cuando alguien moría, estaban presentes todos los miem­bros de la familia que habían existido alguna vez”. Las ramas del árbol genealógico se podían seguir gracias a los retratos pintados o a los bustos que ocupaban los lugares privilegiados de la casa.

Para los romanos, las estatuas de los antepasados muertos cumplían la misma función que la urna con sus restos; “Fijaban las almas”  de los antepasados.

El concepto del arte romano –si es que tiene algún sentido llamar arte a las imágenes protectoras de las domus, como se pregunta  Hans Belting en relación con los iconos– no ha abandonado la historia del arte occidental. Pero, al determinar su naturalismo como sinónimo de positivismo cuesta encontrar su papel simbólico… ¡sin embargo es tan evidente que sólo su propia proximidad  impide su visión! Para los romanos, las estatuas de los antepasados muertos cumplían la misma función que la urna con sus restos; “Fijaban las almas” –es expresión de Plinio– de los antepasados. Las reliquias de los muertos, cenizas o polvo, eran el continente que albergaba a los espíritus siempre vivientes, como también lo eran las estatuas. Louis Cattiaux escribió: “Recordemos que el culto de los santos antepasados completa el culto de Dios, que es el Viviente de eternidad. /Adoremos el sol de vida y no despreciemos las cenizas de los antepasados”.[4]

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Los retratos de El Fayum

Los retratos de las momias de El Fayum pusieron en evidencia esta relación simbólica. Con motivo de una magna exposición de estos retratos que tuvo lugar en París, en 1998, el prestigioso historiador John Berger escribió un artículo, en el que se sorprendía de lo siguiente: “Son los retratos más antiguos que se conservan; se pintaron en la misma época en la que se escribió el Nuevo Testamento. Entonces, ¿cómo es posible que nos resulten hoy tan próximos?”[5].

La respuesta nos parece evidente: aquellos retratos seguramente aun conservaban una presencia espiritual viva. Según Berger fueron pintados con el fin de acompañar a la momia de la persona retratada, así pues, cumplían una función de identificación para el viaje durante el cual el difunto debía atravesar la Duat hasta llegar al reino de Osiris, es decir, a la resurrección.

De este modo, los dioses podían reconocer al difunto a lo largo del camino, como si fuera una foto del pasaporte de nuestros días. También, según el mismo autor, “servían de recordatorios de los fallecidos para la familia”  pues se tardaban setenta días en embalsamar el cuerpo durante los cuales el sarcófago se guardaba en la casa antes de su viaje a la necrópolis, donde se enterraban. Si bien después ya no volvían a verlos, entretanto cumplían la misma función que las estatuas del domus. Lo importante no era que recordaran al muerto, sino que fueran el continente de su presencia viva después de la muerte.

Lo importante no era que recordaran al muerto, sino que fueran el continente de su presencia viva después de la muerte.

 

La imagen y la magia

El arte funerario romano se fundamentaba también en la presencia física del difunto que se conseguía mediante el retrato naturalista, pues, según las leyes de la magia, dicha presencia se refuerza por la máxima semejanza entre individuo fallecido y su retrato: su imago. La presencia de lo divino entre los hombres era el motivo central de todo acto religioso, es lo que Rudolf Otto llamó, lo numinoso. Y lo numinoso no es sino presencia y vida ajena a la muerte. Pero la identidad del espíritu con la fisonomía corporal es necesariamente equivoca, pues podría divinizar o, simplemente, espiritualizar al hombre exterior. El hecho de no poder distinguir entre el ser espiritual y la figura corporal puede llevar a la confusión, es decir, a pensar que se trata de la misma realidad quedando el reducido el espíritu al ánimo vital del individuo.

Tal es la contradicción del arte romano, que, evidentemente, quiso corregir el cristianismo. Sin embargo, el cristianismo añadió una contradicción a la contradicción original, a causa de la encarnación de la divinidad en el hombre Jesús. El ser interior no puede representarse mediante la singularidad formal de las criaturas que lo encarnan, pues éstas sólo son el ser exterior. Tal sería el concepto defendido por las tradiciones semíticas para no caer en idolatrías. Sin embargo, y siguiendo a san Pablo, cuando el Dios de los judíos se encarnó en su Hijo, su imagen exterior sería indiscernible de la interior, con lo cual los fundamentos romanos del retrato no podrían considerarse del todo falsos.

Según las leyes de la magia, la presencia se refuerza por la máxima semejanza entre individuo fallecido y su retrato: su imago

El Renacimiento del siglo XV fue una bella manifestación de esta posibilidad, aunque se incorpore al proceso la concepción –de origen platónico– de que existe un ser exterior modélico e ideal, y, por consiguiente, el ser interior y el ser exterior no se encuentran en la semejanza fisonómica del individuo, sino en las formas armónicas de la representación que han idealizado el ser exterior para conformarlo con el interior. En este sentido, Victor I. Stoichita, en una de sus obras, diferencia entre la copia y el simulacro y explica: “Ya Platón, en un pasaje muy comentado del Sofista, llamaba la atención sobre una fisura esencial, al referirse a dos maneras de fabricar imágenes (eidolopoiké). El arte de la copia (eikastiké) y el arte del simulacro (phantastiké). A partir de Platón, la imagen-eikon (la imagen-copia) se ve sometida a las leyes de la mimesis y atraviesa triunfalmente la historia de la representación occidental, mientras que el estatuto de la imagen-simulacro (phantasma) se caracteriza por ser fundamentalmente borroso y por estar cargado de poderes ocultos”.[6]La historia del arte occidental ha sido un balanceo continuo entre ambas concepciones de la realidad.

Aquí hemos pretendido dar algunos argumentos para comprender el sentido simbólico de la “imagen-copia”, demasiado a menudo desacreditada por los poderes atribuidos a la “imagen-simulacro”. El artesano creador de los retratos de los prohombres romanos supo infundir la vida a sus obras. Y esta vida que todavía hoy nos perturba es la magia de la identidad formal con la que convive el espíritu del difunto. Recordemos la necesidad imperiosa de las reliquias santas en el medioevo. Eran reliquias de mártires; es decir, que según su etimología, eran reliquias de los testigos de la divinidad de Jesucristo y, por consiguiente, de que la figura humana era la imago dei.

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Los procedimientos mágicos 

Louis Cattiaux, un pintor del siglo XX, se interesó por los procedimientos mágicos y su relación con las obras de arte, y respecto a ello escribió lo siguiente: “Sólo los artistas generosamente dotados cargan inconscientemente sus obras, las cuales, en consecuencia y sin explicación razonable, hechizan a los espectadores más sensibles y receptivos que el común de los mortales”.
O también: “La vida sólo se transmite haciendo el amor, sea procreando, obrando o rezando, y donde no se hace el amor sólo hay una caricatura de vida aburrimiento y muerte… Para dar lugar al Ser, la obra exige (al igual que en la procreación) una carga psíquica producida por el espasmo del amor. Por eso hay tan pocos hombres y tan pocas obras vivas en este mundo, porque la proyección mágica es un acto difícil por encima de todo, como el de la transmisión integral de la vida y pocos seres son capaces de realizar este misterio de la transfusión energética del voltio. Cuando esto se produce es arte sino no es nada”.
Y añadía para terminar: «La sensibilidad del artista es el instrumento fundamental del Arte, el inagotable fondo común de la expresión mágica, es la facultad de penetrar los seres y las cosas. Todos los que no posean en sí mismos este fuego divino, creador, ordenador y destructor de los mundos fenoménicos son impotentes y han de tomar prestado de los vivos la apariencia de vida”.
MR
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Referencias de las imágenes: 1. Busto de un patricio romano encontrado en Barcelona. Fotografías bustos, M. Lou. / 2. Miniatura hindú. / 3. Mezquita de Córdoba. / 4.Composición de Kandinsky / 5 y 6. Bustos de patricios romanos encontrados en Barcelona. Fotografías bustos, M. Lou. / 7. Pintura de lares. / 8. Momia de El Fayum. / 9. Retrato de Louis Cattiaux. / 10. Pagina de El Mensaje Reencontrado de Cattiaux, donde el pintor incluyó una fotografía del retrato.
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Notas
[1] Marcel Le Glay, La religion romaine, Armand Colin, París, 1991, p. 21.
[2] Sobre la importancia del lugar en la tradición romana, cf. G. Dumézil, Los dioses de los indoeuropeos, Seix Barral, Barcelona, 1970, p. 95; cf. también: J. Scheid, La religión romana, Clásicas, Madrid, 1991.
[3] Plinio, Textos de Historia del Arte, edición de E. Torrego, Visor, Madrid, 1987, pp. 74-75.
[4] El Mensaje Reencontrado, 14, 9’.
[5] “El enigma de El Faiyum”, El País, 20 de diciembre de 1998.
[6] Victor I. Stoichita, Simulacros. El efecto Pigmalión de Ovidio a Hitchcock, Siruela, Madrid, 2006, p. 11.
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