Texto del «Corpus Hermeticum» de Hermes Trimegisto con una glosa de Raimon Arola del libro «Textos y glosas sobre el arte sagrado»

 

El texto que presentamos es un fragmento del Corpus Hermeticum dedicado a Asclepio, el héroe y el dios de la medicina. Aparece después de un bello discurso sobre la creación del hombre y su relación con Dios y  que termina con la célebre profecía de Hermes sobre la destrucción de Egipto: “¡Oh Egipto, Egipto, no quedará de tu culto (el Arte sacerdotal) sino fábulas y tus hijos, más tarde, ni tan siquiera las creerán”.

 

a) Texto de Hermes Trimegisto

–Respecto al tema del parentesco y la asociación que une a hombres y dioses, conoce pues, oh Asclepio, el poder y la fuerza del hombre. Igual que el Señor y Padre o, para darle su nombre más alto, Dios, es el creador de los dioses del cielo, así el hombre es el autor de los dioses que residen en los templos y se satisfacen con la vecindad humana: no sólo recibe la luz, sino que la da a su vez, no sólo progresa hacia Dios, sino que crea dioses. ¿Te admiras, Asclepio, o también tú estás falto de fe, como la mayoría?

–Estoy confundido, oh  Trimegisto; pero me rindo de buen grado a tus argumentos, y tengo al hombre por infinitamente dichoso, puesto que ha obtenido una tal felicidad.

–Cierto, merece que se le admire, aquél que es el más grande de todos los seres. Es una creencia universal que la raza de los dioses ha surgido de la parte más pura de la naturaleza y que sus signos visibles no son, por así decirlo, más que cabeza, en lugar y sitio del cuerpo entero. Pero las imágenes de los dioses que modela el hombre han sido formadas de dos naturalezas, de la divina que es más pura, infinitamente más divina, y de la que se halla más acá del hombre, quiero decir de la materia que ha servido para fabricarlos; además sus fi­guras no se limitan tan sólo a la cabeza, sino que poseen un cuerpo entero con todos sus miembros. Así, la huma­nidad, que siempre recuerda su naturaleza y su origen, lleva la imitación de la divinidad hasta el punto que, al igual a como el Padre y Señor ha dotado a los dioses de eternidad para que le fuesen semejantes, así el hombre modela sus propios dioses a semejanza de su imagen.

–¿Te refieres a las estatuas, oh  Trimegisto?

–Sí, las estatuas, Asclepio. ¡Mira cómo tú mismo careces de fe! Son estatuas provistas de alma, sentido, llenas de espíritu, y que realizan una infinidad de maravillas; estatuas que conocen el porvenir y lo predicen por sortilegios, inspiración profética, sueños u otros méto­dos, que envían a los hombres las enfermedades y los curan, que otorgan, según nuestros méritos, el dolor y la alegría. ¿Ignoras, pues, Asclepio, que Egipto es la imagen del cielo o, mejor dicho, el lugar donde se transfieren y proyectan aquí abajo todas las operaciones que gobier­nan y ponen en acción las fuerzas celestiales? Más aún, si hay que decir toda la verdad, nuestra tierra es el tem­plo del mundo entero.

 

b) Glosa al texto de Raimon Arola

En este sorprendente relato encontramos algunos de los elementos fundamentales del Arte sa­grado. El autor plantea que el Dios supremo crea a los dioses del cielo y que el hombre crea a los dioses de la tierra, a los que llama estatuas provistas de alma, senti­do y llenas de espíritu.

Las estatuas a las que Hermes se refiere no son ídolos, imágenes externas, sino las auténticas obras de arte, seres vivos realizados por el hombre; algo que sólo puede producirse cuando el hombre está asociado a Dios y coopera en su santa creación, cuando actúa al servicio de Dios.

Las estatuas no son ídolos, imágenes externas, sino las auténticas obras de arte, seres vivos realizados por el hombre

Se trata de un profundo misterio que parece ser el núcleo del Gran Arte que se ha transmiti­do de generación en generación. Un Arte está reser­vado solo a los justos que se hallan unidos a Dios. En el Talmud de Babilonia está escrito lo siguiente respecto a ellos:

“Raba decía: Si los justos quisieran, serían capaces de crear un mundo, pues está escrito (Is 59-2): Porque vuestros pecados son la causa de separa­ción entre vosotros y vuestro Dios.”

Así, el Arte del que nos habla Hermes Trimegisto pertenece solamente a los justos que se han unificado con Dios.

Lo más sorprendente del texto es la afirmación de que los dioses creados por el hombre son su­periores a los dioses del cielo, pues no se limitan tan sólo a la cabeza sino que poseen un cuerpo entero con todos sus miembros. Creemos que de tal afirmación debe entenderse que los dioses de la tierra poseen algo de lo que los dioses del cielo están desprovistos por eso son completos.

Esta enseñanza se reencuentra en la tradición griega con el famoso juicio de París, cuando Afrodita (Venus) recibe la manzana destinada a la diosa más hermosa, la más perfectamente acabada, quedando excluidas del pre­mio las diosas Hera y Atenea; escribe sobre ello Emmanuel d’Hooghvorst: «Y ¿por qué sabemos que era la más hermosa? Porque poseía un cuerpo. La belleza del cuerpo es la perfección del Arte. ¿Se concibe un Arte sin cuerpo? Venus, por lo tanto, es la más perfecta entre las diosas». (El hilo de Penélope I, p. 118). En este sentido hay que recordar la etimolo­gía que Varron otorga al nombre de Venus ‘como la que liga o vincula (vincere) el cielo con la tierra’ (De Lingua Latina, libro V).

Y ¿por qué sabemos que Venus era la más hermosa? Porque poseía un cuerpo. La belleza del cuerpo es la perfección del Arte

Todas las obras de arte, aún las profanas, se definen como la interrelación de la materia (obra) y el espíritu (arte), lo que viene de abajo con lo que viene de arriba, pero sólo la Obra de Arte sagrada es la que puede unir ambas partes en una totalidad. Louis Cattiaux escribió al respecto: “In­corporar el más alto espíritu con el cuerpo más bajo, y llevarlo a la perfección absoluta, es la obra de arte” (El Mensaje Reencontrado, 8, 32).

El arte profano sólo puede unir los mundos intermedios en creaciones pasajeras, pues no conoce ni posee la secreta materia más baja, ni la gracia omnipotente del Dios más alto. Así, el arte profano varía de contenidos y de formas a lo largo de la historia y según los individuos, ya que las uniones que puede realizar son parciales y diversas. Por el contrario, la obra sagrada es siempre una y la misma, no es perecedera, pues aquello que une no varía nunca. En la obra de arte sagrada el Dios creador, Padre y Señor, encuentra su reposo.