Friedrich Nietzsche (Röcken,1844 – Weimar, 1900), fragmento del libro «El origen de la tragedia» en el que trata del espíritu apolíneo y dionisíaco

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Daríamos un gran paso en lo que se refiere a la ciencia de la estética, si llegásemos no sólo a la inducción lógica, sino a la certidumbre inmediata de este pensamiento: que la evolución progresiva del arte es resultado del “espíritu apolíneo” y del “espíritu dionisiaco”, de la misma manera que la dualidad de los sexos engendra la vida en medio de luchas perpetuas y por aproximaciones simplemente pe­riódicas. Estos nombres los tomamos de los griegos, que han hecho inteligible al pensador el sentido oculto y pro­fundo de su concepción del arte, no por medio de nocio­nes, sino con ayuda de las figuras netamente significativas del mundo de sus dioses. Apolo y Dionisos, estas dos divini­dades del arte, son las que despiertan en nosotros la idea del extraordinario antagonismo, tanto de origen como de fines, en el mundo griego, entre el arte plástico apolíneo y el arte desprovisto de formas, la música, el arte de Dionisos.

La evolución progresiva del arte es resultado del “espíritu apolíneo” y del “espíritu dionisiaco”

Estos dos instintos tan diferentes caminan parejos, las más de las veces en una guerra declarada, y se excitan mutua­mente a creaciones nuevas, cada vez más robustas, para perpetuar, por medio de ellas, ese antagonismo que la de­nominación “arte”, común a ellas, no hace más que enmas­carar, hasta que, al fin, por un admirable acto metafísico de la “voluntad helénica”, aparecen acoplados, y en este acoplamiento engendran la obra, a la vez dionisiaca y apo­línea, de la tragedia antigua.

Figurémonos por un momento, para comprenderlos mejor, estos dos instintos como los dos mundos estéticos diferentes del “ensueño” y de la “embriaguez”, fenómenos fisiológicos entre los cuales se nota un contraste análogo al que distingue al uno del otro, al espíritu apolíneo y al espíritu dionisiaco. Repitiendo la frase de Lucrecio, po­demos decir que en el ensueño se manifestaron por primera vez al alma de los hombres las espléndidas imágenes de los dioses; en el ensueño, el gran escultor percibió las pro­porciones divinas de las criaturas sobrehumanas, y el poeta helénico, interrogado sobre los secretos creadores de su arte, evocó también el recuerdo del ensueño y respondió como Hans Sachs en Los maestros cantores:

“Amigo mío, la verdadera obra del poeta / es cifrar y traducir sus ensueños. / Creedme: la más verdadera ilusión del hombre / se le concede en sueños. / Todo el arte del verso y del poeta / no es más que la expresión de la verdad del ensueño”.

Figurémonos estos dos instintos como los dos mundos estéticos diferentes del “ensueño” y de la “embriaguez”, fenómenos fisiológicos entre los cuales se nota un contraste análogo al que distingue al uno del otro, al espíritu apolíneo y al espíritu dionisiaco.

La apariencia de plenitud de belleza del mundo del ensueño, en la producción del cual todo hombre es un ar­tista completo, es la condición previa de todo arte plástico, y ciertamente también, como veremos, de una parte esen­cial de la poesía. Nos complacemos en la comprensión in­mediata de la forma; todas las formas nos hablan; nin­guna es diferente; ninguna es inútil. Y sin embargo, la vida más intensa de esta realidad de ensueño nos deja aún el sentimiento confuso de que no es más que una aparien­cia. Por lo menos, éste es el resultado de mi propia expe­riencia, y podría citar muchos testimonios y declaraciones de poetas para demostrar cuan normal es esta impresión y cuan extendida está.

El hombre dotado de un espíritu filosófico tiene el presentimiento de que detrás de la reali­dad en que existimos y vivimos hay otra completamente distinta, y que, por consiguiente, la primera no es más que una apariencia; y Schopenhauer define formalmente como el signo distintivo de la aptitud filosófica, la facultad que algunos tienen de representarse a veces los hombres y las cosas como puros fantasmas, como imágenes de ensueño. Pues bien, el hombre dotado de una sensibilidad artística se comporta respecto de la realidad del ensueño de la misma manera que el filósofo enfrente de la realidad de la exis­tencia: la examina minuciosa y voluntariamente, pues en esos cuadros descubre una interpretación de la vida, y con ayuda de esos ejemplos, se ejercita en la vida.

Y no son solamente, como pudiera creerse, las imágenes agradables y seductoras lo que él encuentra en sí mismo con esta ab­soluta lucidez: lo severo, lo sombrío, lo triste, lo siniestro, los obstáculos imprevistos, los sarcasmos de la suerte, las angustias; en una palabra, toda la Divina Comedia de la vida, con su “Infierno”, se desarrolla ante él, no ya como un espectáculo de fantasmas y de sombras -pues estas escenas las vive y las sufre-, y, sin embargo, sin que pueda desechar completamente esta impresión fugitiva de que no son más que una apariencia. Y quizá algunos recuerden, como yo, haber exclamado, en medio de peligros y terrores de un sueño: “¡Es un sueño! ¡No quiero que acabe! ¡Quie­ro seguir soñando!”

El hombre dotado de un espíritu filosófico tiene el presentimiento de que detrás de la reali­dad en que existimos y vivimos hay otra completamente distinta, y que, por consiguiente, la primera no es más que una apariencia

He oído decir también que ciertas per­sonas poseen la facultad de prolongar la casualidad de un solo y mismo sueño tres y más noches sucesivas. Estos hechos demuestran hasta la evidencia que nuestra más ínti­ma naturaleza, el fondo común de todos nosotros, encuen­tra en el ensueño un placer profundo y un goce necesario. Del mismo modo, los griegos representaron bajo la figura de su dios Apolo este deseo gozoso del ensueño: Apolo, en cuanto dios de todas las facultades creadoras de formas, es, al mismo tiempo, el dios adivinador. Él, desde su ori­gen, es “la apariencia” radiante, la divinidad de la luz; reina también sobre la apariencia, plena de belleza del mundo interior de la imaginación. La más alta verdad, la perfección de estos estados opuestos a la realidad imper­fectamente inteligible de todos los días, en fin, la concien­cia profunda de la reparadora y saludable naturaleza del sueño y del ensueño, son, simbólicamente, la analogía, a la vez, de la aptitud de la adivinación y de las artes, en general, por las cuales la vida se hace posible y digna de ser vivida.

Pero no debe faltar a la imagen de Apolo esa línea delicada que la visión percibida en el sueño no podría franquear sin que su efecto se convirtiese en patológico y la apariencia nos diese la ilusión de una grosera realidad. Me refiero a esa ponderación, a esa naturalidad en las emo­ciones más violentas, a esa serena sabiduría del dios de la forma. Conforme a su origen, su mirada debe ser “radiante como el sol”; aun cuando exprese la inquietud y la cólera, el reflejo sagrado de la visión de la belleza no debe desapa­recer. Y podríamos así aplicar a Apolo, en un sentido ex­céntrico, las palabras de Schopenhauer sobre el hombre en­vuelto en el velo de Maia: “Como un pescador en un es­quife, tranquilo y lleno de confianza en su frágil embarca­ción, en medio de un mar desencadenado, que, sin límites y sin obstáculos, eleva y abate, mugiendo, montañas de olas espumosas, el hombre individual, en medio de un mun­do de dolores, permanece impasible y sereno, apoyado con confianza en el principium individuationis. Podría decir­se de Apolo que tiene la inquebrantable confianza en este principio y la tranquila seguridad de quien está penetrado de él, y hasta podríamos encontrar en Apolo la imagen di­vina y espléndida del principium individuationis, en cuyos gestos y miradas nos habla toda la alegría y la sabiduría de la apariencia, al mismo tiempo que su belleza.”

Podríamos encontrar en Apolo la imagen di­vina y espléndida del principium individuationis, en cuyos gestos y miradas nos habla toda la alegría y la sabiduría de la apariencia, al mismo tiempo que su belleza.

En la misma página, Schopenhauer nos pinta el espan­toso “horror” que sobrecoge al hombre turbado repenti­namente cuando se equivoca en las formas del conocimiento del fenómeno, pareciendo sufrir una excepción en alguna de sus formas el principio de la razón. Si a este horror le agregamos el agradable éxtasis que se eleva de lo más pro­fundo del hombre y aun de la Naturaleza al romperse el mismo principium individuationis, comenzamos entonces a entrever en qué consiste el “estado dionisiaco”, que com­prenderemos mejor aún por la analogía de “la embriaguez”.

Merced al poder del brebaje narcótico que todos los hombres y todos los pueblos primitivos han cantado en sus himnos, o bien por la fuerza despótica del rebrote primaveral, que penetra gozosamente la naturaleza entera, se despierta esta exaltación dionisiaca, que arrastra en su ímpetu a todo el individuo subjetivo hasta sumergirlo en un completo olvido de sí mismo. Aun durante la Edad Media alemana, bajo el soplo de este mismo poder dionisiaco, las muchedumbres más o menos numerosas can­taban y danzaban de plaza en plaza; en estas danzas del día de San Juan y San Guy reconocemos los coros báquicos de los griegos, cuyo origen se remonta, a través del Asia Menor, hasta Babilonia y las orgías sacras. Hay personas que, por ignorancia o estrechez de espíritu, se sienten re­pelidas por estos fenómenos, como si se tratase de una en­fermedad contagiosa, y, en la plena confianza de su propia salud, las satirizan o las miran con piedad. Estos desgra­ciados no sospechan la palidez cadavérica y el aire espec­tral de su “salud” cuando pasa delante de ellos el huracán de vida ardiente de los ensueños dionisiacos.

Bajo el encanto de la magia dionisiaca no solamente se renueva la alianza del hombre con el hombre: la naturaleza enajenada, enemiga o sometida, celebra también su recon­ciliación con su hijo pródigo, el hombre. El carro de Dionisos desaparece bajo las flores y las coronas, tirado por tigres y panteras. Metamorfoseemos en un cuadro el Himno a la alegría de Beethoven y, dando rienda suelta a la imaginación, contemplemos los millones de seres proster­nados de rodillas en el polvo. Entonces el esclavo es libre, caen todas las barreras rígidas y hostiles que la miseria, la arbitrariedad o la “moda insolente” han levantado entre los hombres. Ahora, por el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no solamente reunido, recon­ciliado, fundido, sino Uno, como si se hubiera desgarrado el velo de Maia y sus pedazos revoloteasen ante la mis­teriosa Unidad primordial.

Bajo el encanto de la magia dionisiaca no solamente se renueva la alianza del hombre con el hombre: la naturaleza enajenada, enemiga o sometida, celebra también su recon­ciliación con su hijo pródigo, el hombre.

Cantando y bailando, el hom­bre se siente miembro de una comunidad superior: ya se ha olvidado de andar y de hablar, y está a punto de volar por los aires, danzando. Sus gestos delatan una encantadora beatitud. Del mismo modo que ahora los animales hablan y la tierra produce leche y miel, también la voz del hombre resuena como algo sobrenatural: el hombre se siente dios; su actitud es tan noble y plena de éxtasis, como las de los dioses que ha visto en sus ensueños. El hombre no es ya un artista, es una obra de arte: el poder estético de la naturaleza entera, por la más alta beatitud y la más noble satisfacción de la unidad primordial, se revela aquí bajo el estremecimiento de la embriaguez. La más noble arcilla, el mármol más precioso, el hombre, se ha petrificado y plasmado, y a los golpes del buril del ar­tista de los mundos dionisiacos, responde el grito de los Misterios eleusinos: “¿Os arrodilláis, millones de seres? ¿Mundo, presientes al Creador?”