«El arte mágico» de André Breton es la novedad editorial de Atalanta. Se trata de un libro magnífico en el que arte y magia aparecen como dos aspectos de una misma realidad. Recogemos dos fragmentos del primer capítulo y algunas imágenes de los últimos. Edición, Raimon Arola y Lluïsa Vert

Atalanta Editorial ha publicado un libro imprescindible que recoge el proyecto más ambicioso de André Breton. Su título es El arte mágico y en él, y gracias a su afán por precisar qué es el surrealismo, Breton abandona la filosofía y se convierte en historiador.

Así, bajo el nombre de arte mágico, el autor explica la historia del arte de otro modo, de un modo ciertamente extraordinario. El surrealismo se comprende en la medida que se comprende la magia. No la magia de los hechiceros, ni de los brujos, sino la gran magia, aquella que, en palabras de Nadia Choucha: “es vista como una capacidad innata de la humanidad que siempre vuelve a emerger, especialmente tras largos períodos de racionalismo, y que ni la religión, ni la ciencia ni la política consiguen erradicar jamás.”

El surrealismo se comprende en la medida que se comprende la magia.

La magia de los grandes sabios y artistas del Renacimiento con Pico de la Mirandola a la cabeza, quien en su Oración sobre la dignidad del hombre afirma lo siguiente sobre la magia:

«Ésta (la magia natural) […] saca afuera los milagros escondidos en los escondrijos del mundo, en el seno de la naturaleza, en las despensas y arcanos de Dios, como si ella fuera el Artífice; y, a manera como el labrador junta los olmos con las vides, así el mago casa el Cielo con la Tierra, es decir, lo inferior con las dotes y virtudes de lo superior»

Casar el cielo y la tierra es la gran obra mágica y la más alta función del ser humano, y eso es lo que buscaba Breton al situar al surrealismo más allá de un movimiento vanguardista para convertirlo en una realidad propia del espíritu del hombre. Este deseo de Breton es de agradecer tanto por lo que respecta a la historia del arte como respecto a la historia de la filosofía oculta, pues reúne dos aspectos de una realidad que nunca debiera haberse separado. En esta obra, Breton revisa la influencia que la magia ha tenido en el arte desde el origen, en la prehistoria, hasta el movimiento surrealista al que dedica el extenso capítulo final

Casar el cielo y la tierra es la gran obra mágica y la más alta función del ser humano

Para dar más consistencia a su propuesta, el libro se cierra con una interesante e insólita sección de ciento cincuenta páginas que cuestiona el valor y la significación de lo mágico en nuestra época. Se trata de una encuesta  realizada a personajes de la talla de Martin Heidegger, Octavio Paz, René Magritte, Georges Bataille, Claude Lévi-Strauss, Julien Gracq, Benjamin Péret, Pierre Klossowski, Roger Caillois, Juan Eduardo Cirlot, Leonora Carrington, Julius Evola, Maurice Blanchot, René Nelli, etc.

Son también destacables las imágenes que acompañan al texto, pues por sí mismas crean un discurso paralelo de gran interés. Recogemos aquí pinturas de Gauguin, Gustave Moreau, Rousseau, De Chirico, Tanguy, Max Ernst y Victor Brauner y renunciamos a las imágenes más antiguas y conocidas.

A continuación, reproducimos fragmentos de la obra que nos parecen representativos de que acabamos de apuntar. El primero se refiere a la definición de arte mágico acuñada por Novalis y el segundo trata de la magia del verbo, la magia de la palabra creadora que tanta influencia tuvo en la poesía simbolista y surrealista.

 

«El arte mágico» (pp.  21-24)

El concepto de  «arte mágico» encubre hoy realidades demasiado distintas para que no sea preciso circunscribirlas primero, sin perjuicio de esforzarse por revelar luego lo que puedan tener en común. Ante todo importa mostrar el modo en el que el contenido de semejante noción varía según la cualificación de los que han recurrido a ella.

Sin excesiva arbitrariedad, podría aclararse desde el principio lo que sobre la cuestión ha sido el punto de vista de un espíritu tan alto como Novalis. Si eligió las palabras arte mágico para describirnos la forma de arte que él mismo aspiraba a promover, podemos estar seguros, en efecto, de que había preparado las balanzas requeridas para pesar sus términos y también de que, en la fuerte tensión hacia el porvenir que lo caracterizaba, fue a estas palabras a las que reconoció el mayor poder de atracción. En la acepción en que las tomó, cabe esperar no sólo que encontremos, decantado, el producto de una experiencia milenaria, sino asimismo su superación, gracias a la excepcional conjunción en un único ser de las más resplandecientes luces del espíritu y el corazón. […]

Si Novalis eligió las palabras arte mágico para describirnos la forma de arte que él mismo aspiraba a promover, podemos estar seguros de que había preparado las balanzas requeridas para pesar sus términos

En efecto, Novalis hace suya la concepción de Paracelso según la cual «no hay nada en el cielo y en la tierra que no esté también en el hombre», así como la de Swedenborg: «Todas las apa­riencias y todas las formas materiales no son más que máscaras y envolturas que dejan adivinar las fuentes más íntimas de la naturaleza». Su fidelidad al pensamiento lla­mado «tradicional» se expresa sin ambages: «Estamos en relación con todas las partes del universo, así como con el futuro y el pa­sado. Depende de la dirección y duración de nuestra atención que establezcamos de­terminada relación predominante, a nuestro juicio particularmente importante y eficaz».

En Novalis, estas consideraciones, lejos de anclarse en la teoría, extraerán su fuer­za de la experiencia cotidiana. Aunque re­toma por su cuenta lo que es por excelencia el postulado mágico -y lo hace bajo una forma que excluye toda restricción de su parte: «Depende de nosotros que el mundo se conforme a nuestra voluntad»-, es, en efecto, demasiado poeta para que su pri­mer cuidado no sea aflorar la validez que se oculta bajo ciertas expresiones previsibles, en última instancia muy significativas pese a que su sentido se haya depreciado por el uso: «Una joven encantadora es una maga más real de lo que se cree. […] Todo contacto espiritual se parece al de la varita mágica». Así, a ojos de Novalis, la magia, incluso despojada de su aparato ri­tual, conservaría en nuestra vida cotidiana toda su eficacia. Hugo, Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Mallarmé, entre los mayores poetas del siglo XIX, comulgaron con ese mismo sentimiento. Por tanto, cabe esperar que la sensibilidad mo­derna se haya impregnado profundamente de él.

Así, a ojos de Novalis, la magia, incluso despojada de su aparato ri­tual, conservaría en nuestra vida cotidiana toda su eficacia.

Lo que nos atrae de la idea que Novalis se hizo del «arte mágico» es que sea a la vez perfecta asimilación de los datos esotéricos que concurren a definirla y aprehensión genial de una necesidad de investigación e intervención extrarracionalistas (más tarde se dirá surracionalistas) que no va a hacer más que ahondarse y agudizarse hasta llegar a nosotros.

Es una lástima -al menos para el pro­fano- que Novalis se haya expresado sobre el arte mágico con palabras encubiertas: «La matemática», dice, «sólo concierne al dere­cho, a la naturaleza y el arte jurídicos, no a la naturaleza y el arte mágicos. Ambos sólo se vuelven mágicos por su moralización. El amor es el principio que hace posible la magia. El amor actúa mágicamente». Ob­servemos que la palabra moralización im­pide aquí cualquier equívoco: es innegable que se emplea en el sentido de espirituali­zación. El acento recae en lo «moral», en lo espiritual, con el único fin de levantar la hi­poteca cada vez más abrumadora con que lo «físico» (lo material) nos hace cargar, y de permitir a propósito, con creces, la concilia­ción de ambos términos. Del mismo modo, la palabra amor sólo puede entenderse en el sentido de deseo espiritualizado, subli­mado: «Un corazón amante sacia todos los deseos del espíritu». Aquí descubrimos el concepto mágico en plena evolución, No­valis no cesó de responder a la exigencia de los místicos, para quienes la magia «no es en sí nada más que una voluntad, y esa vo­luntad es el gran misterio de toda maravilla y de todo secreto; opera por el apetito del deseo del ser» (Jakob Böhme), y al mismo tiempo busca una salida -que amenaza con ser torrencial- en un mundo, el nuestro, en el que todo ha conspirado para cerrársela…

«El arte mágico» (pp.  34-41)

Es completamente natural que los medios científicos -etnólogos, sociólogos, historiadores de las religiones, incluso psicoanalistas- consideren con sumo recelo la actitud de esa categoría de espíritus para los que la magia no es en absoluto una aberración de la facultad imaginativa, algo que ya sólo tiene su sitio a lo lejos y únicamente podría valer como objeto de estudio, a fin de representar lo que pudo ser el alba de la historia humana.

Tales espíritus aseguran no sólo que exis­tió sino que todavía existe una magia en acción que dispone de poderes reales para evocarla y hablar de ella desde el interior. La mayor falta de consideración, el peor de los desprestigios son su patrimonio desde hace siglos. Tildados de iluminados, la mayoría de las veces de impostores, se les niega toda voz en la materia, lo cual se antoja el colmo de lo arbitrario. Celoso dentro de lo posi­ble de sus prerrogativas, aquí como en otras partes, el conocimiento discursivo pre­tende erigirse en el único dueño del terreno.

Tales espíritus aseguran no sólo que exis­tió sino que todavía existe una magia en acción que dispone de poderes reales para evocarla y hablar de ella desde el interior.

Si se lo escuchase en poesía y en arte, por ejemplo, hace mucho que el poder creador estaría aniquilado: es demasiado evidente que ninguna de las verdaderas virtudes del poema podría ser admitida en la explicación textual, ni las de la obra de arte en el análi­sis de sus medios. Sin embargo, eso es a lo que tiende a reducirnos una civilización de profesores que, para explicarnos la vida del árbol, sólo se siente a sus anchas cuando su savia se ha retirado.

Sin prejuzgar siquiera los títulos de tal o cual para invocar la tradición mágica y vi­virla, parece legítimo pensar que todo aquel que le dedica su vida, como otros a la poe­sía y al arte, y modela todo su ser interior sobre la realidad persistente que le presta y sobre la búsqueda de sus poderes, en los que tiene fe, siempre sabrá más acerca de la magia que quienes la abordan desde arriba, bajo el ángulo crítico, y están convencidos de su vanidad.

Cierto que, intimados por estos últimos a especificar la naturaleza del agente que materializa el proceso mágico, los prime­ros no han sabido con demasiada frecuen­cia hacer otra cosa que apelar a la noción de «fluidos» o «elementales», que, por la misma razón que la de «maná», desafía el análisis racional y a la que no dejan de apli­carse las palabras de Marcel Mauss: «Es una de esas ideas confusas de la que creemos habernos liberado y que, por consiguiente, nos cuesta concebir. Es oscura y vaga, y sin embargo de un empleo extrañamente determinado. Es abstracta y general, y sin embargo plenamente concreta». En función del riguroso marco del que hoy se dota el pensamiento, recurrir a tales no­ciones puede parecer ridículo. Observemos que a los poetas y a los artistas no les costa­ría menos trabajo si se tratara de que pusie­ran un nombre a lo que ocasionalmente se apodera de ellos y los levanta, confiriendo a sus acentos el mayor y más indiscutible al­cance. Ni siquiera la palabra inspiración da cuenta con claridad de nada: se entra en un círculo vicioso porque no se puede saber lo que inspira.

La magia es una de esas ideas confusas de la que creemos habernos liberado y que nos cuesta concebir. Es oscura y vaga, y sin embargo de un empleo extrañamente determinado. Es abstracta y general, y sin embargo plenamente concreta

Al conocimiento discursivo se opone de plano una consciencia lírica, basada en el reconocimiento de los poderes del Verbo. Es en la acepción altísima y, también, muy difícilmente comunicable que atribuyen, aunque sólo sea en su fuero interno, a esta palabra de Verbo donde los que se dedican a la poesía y el arte coinciden con los que proclaman la eficacia de las operaciones mágicas propiamente dichas. «Un campe­sino», dice Elíphas Lévi, «que se levantase todas las madrugadas a las dos o a las tres y que fuese a un lugar muy alejado de su casa a recoger todos los días una brizna de la misma hierba antes de la salida del sol, llevando consigo esa hierba podría obrar un gran número de prodigios. Esa hierba sería la señal de su voluntad y se convertiría por esa voluntad misma en todo lo que quisiera que esa hierba se tornase en interés de sus deseos» (Dogma y ritual de la alta magia). ¿Qué poeta o artista auténtico lo contradi­ría? Cierto que ésa es una opinión de la que no se preocupa la enseñanza oficial, que de entrada somete a burla y excluye sin más todo pensamiento que tienda a inscribirse en la tradición hermética. Cabía esperar que menos que a nadie salvara, en la persona de Éliphas Lévi, el autor de Dogma y ritual de la alta magia, a alguien que, a contraco­rriente como ningún otro en ese siglo XIX devorado por la ilusión del progreso, iba a entregarse con empeño a recuperar una tradición como ésa. Los poetas, en cambio, se mostraron muy atentos a esa voz  […]

Así, mientras que en los medios científicos la magia se considera un conjunto de prácticas aberrantes y remotas, limitadas a grupos étnicos cuyo nivel de consciencia sigue siendo inferior y, en cuanto objeto de estudio, no tiene mayor interés que esclarecer los primeros y vacilantes pasos del espíritu humano, en otras esferas se abre camino una concepción radicalmente distinta según la cual todo principio de superación del nivel de consciencia actual –juzgado superior en relación con el precedente- reside y sólo podría residir en la magia en el sentido de ciencia tradicional de los secretos de la naturaleza. Precisemos que aquí se trata de una magia trascendente por oposición a la brujería. «No hay más que un dogma en magia», expone Éliphas Lévi, «y es éste: lo vivible es la manifestación de lo invisible, o, en otros términos, el verbo perfecto es, en las cosas apreciables y visibles, proporcionalmente exacto a las cosas inapreciables para nuestros sentidos e invisibles para nuestros ojos»…

En algunas esferas se abre camino una concepción radicalmente distinta según la cual todo principio de superación del nivel de consciencia actual reside en la magia, en el sentido de ciencia tradicional de los secretos de la naturaleza.

  • Pinturas surrealistas seleccionadas por André Breton: Gauguin, Gustave Moreau, Rousseau, De Chirico, Tanguy, Max Ernst y Victor Brauner.

 

INFORMACIÓN LIBRO

 

 

 

 

 

 

 

 

Objetos «mágicos» que Breton tenía en su estudio y hoy se encuentran en el Centro Pompidou de París,