A partir de la experiencia plástica de Gloria Muñoz, presentamos unas reflexiones de Raimon Arola sobre el simbolismo del templo.

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En el año 1992, Gloria Muñoz ubicó su taller de pintura en la antigua iglesia del convento de las monjas agustinas de Perelada. Fue una casualidad, como tantas otras que depara la vida. Sin embargo, esta irrupción física en un templo se convirtió en mucho más. Poco a poco se estableció una intensa relación espiritual entre la pintora y el espacio, de modo que la entrada en el templo provocó el acceso a una vía de contemplación. Una vía marcada por la práctica de su arte.

En este texto introductorio a la exposición de una obra producto de la contemplación activa, procuraremos describir algunos aspectos de este proceso. Las iglesias construidas por los hombres son imágenes exteriores de una experiencia interior, aluden a una geografía sutil que coexiste con las formas visibles, pero que no pertenece al mismo nivel de realidad. La experiencia a la que nos hemos referido sucede en el hombre, templo visible y viviente de la presencia divina en la tierra.

Las iglesias construidas por los hombres son imágenes exteriores de una experiencia interior

El templo es el símbolo más completo de la unión del cielo y la tierra. Representa el lugar que se manifiesta cuando lo superior y lo inferior se unen indisolublemente para engendrar el misterio de una sola cosa. Es el lugar de las revelaciones divinas y también, de modo complementario, el lugar donde se ilumina la realidad propia y oculta de cada ser. El templo es el espacio propio de lo sagrado, su hogar natural que se actualiza constantemente pues es también el lugar donde puede habitar la espiritualidad más profunda del hombre.

 

 

En la tradición occidental, de raíces judeocristianas, el templo por excelencia ha sido el templo de Salomón. Dictado por Dios directamente, fue construido pleno de sabiduría y belleza por el gran arquitecto Hiram. Dos veces fue destruido este templo, y ambas veces significó la desaparición del lugar de la unión entre el cielo y la tierra. Entonces, el pueblo de Israel se vio obligado a marchar hacia el exilio. Ahora bien, del exilio surgió la promesa del retorno al lugar sagrado y de la reedificación del templo, o lo que es igual, de la regeneración del hombre.

Del exilio surgió la promesa del retorno al lugar sagrado y de la reedificación del templo, o lo que es igual, de la regeneración del hombre.

Poco antes de la Revolución francesa, el teósofo Karl von Eckharthausen escribió lo siguiente: «Antes de la caída, el hombre era el templo viviente de la divinidad y cuando este templo fue destruido, el plano para reconstruirlo fue proyectado por la sabiduría de Dios. En aquella época comenzaron los santos misterios de todas las religiones que en si mismos son (bajo mil aspectos distintos según los tiempos, según las diversas circunstancias de los distintos pueblos) los símbolos repetidos y modificados de una única verdad: la regeneración o la reunión del hombre con Dios» (La nube sobre el santuario).

Así pues, en el templo, como arquetipo de cualquier símbolo, hallamos tres aspectos fundamentales: el templo primordial, el templo destruido y el templo reconstruido para siempre jamás en toda su gloria y esplendor. La tradición cabalística relaciona estos tres aspectos del templo con el sueño de Jacob, cuando Dios le mostró un lugar secreto e interior. Entonces Jacob dijo: «¡Qué terrible es este lugar!» y los maestros cabalistas lo comentan diciendo: «Eso es para enseñar que el Santo, bendito sea, le hizo ver a Jacob, al mismo tiempo, el templo construido, devastado y reconstruido» (Midrash ha-Gadol). Esta dialéctica reproduce el drama de la caída adámica. Primero el hombre fue creado a imagen de Dios, después aconteció la caída y la consiguiente expulsión del paraíso y finalmente encontramos el tercer aspecto en el Adán regenerado y reconstruido en su cuerpo glorioso, como un viviente de la eternidad.

La dialéctica del templo  reproduce el drama de la caída adámica y su regeneración

El pensamiento simbólico tradicional se fundamenta en la idea ternaria de unión-separación-reunión. Esta tríada se puede interpretar de muchas maneras; habitualmente se entiende de un modo exterior y da lugar a una sucesión de castigos y premios, leyes y obligaciones. Sin embargo, cuando es reencontrada por la vía contemplativa activa, como sucede con Gloria Muñoz, la tríada esencial se llena de un sentido nuevo que consiste en el fluir de la vida interior, donde se encuentran la experiencia particular y las tradiciones universales.

Los estudios que se han hecho sobre el desarrollo de un feto, muestran como, en su gestación embrionaria, un ser particular reproduce la evolución de la especie. Así, por ejemplo, el embrión humano primero es un individuo unicelular, después comienza a desarrollar las funciones vegetativas, más adelante actúa como un ser acuático, después anfibio, y, finalmente, se prepara para ser un mamífero. La creación artística no es del todo ajena a esta norma pues en muchas ocasiones la evolución histórica del arte se concentra en el proceso particular de un solo artista. Las contingencias personales reflejan la evolución de la cultura. Podría ser, como pretendieron los antiguos griegos, que el macrocosmos se refleje en el microcosmos y viceversa. La obra de Gloria Muñoz es un ejemplo excelente para explicarlo.

Nos centraremos en una consideración muy breve acerca de la historia de la cultura europea. A partir del Renacimiento, la sociedad occidental cayó en una desacralización progresiva. El hombre se convirtió en el centro del universo, con independencia de los dioses, y se transformó en un ser aislado de sus emociones con el fin de conocer una realidad que pretendía objetiva. Las largas y terribles guerras de los siglos XVI y XVII entre católicos y protestantes no ayudaron a invertir la tendencia en contra de lo sagrado, pues sólo manifestaron fanatismo e intolerancia allí donde hubiera sido necesaria la comunión y la comprensión. Las prácticas religiosas se centraron en la defensa de la fe, como un aspecto opuesto a la racionalidad. Las religiones oficiales dejaron de ser los vehículos para los impulsos espirituales de la humanidad y, por tanto, el referente de su interioridad.

Las religiones oficiales dejaron de ser los vehículos para los impulsos espirituales de la humanidad y, por tanto, el referente de su interioridad.

Cada vez más, la moderna sociedad occidental acepta, aplaude y se enamora del pensamiento racionalista y del dogma del progreso. El hombre actual se ha acostumbrado a buscar la realidad en el exterior en vez de adentrarse hacía sí mismo, con la ayuda de los dioses. Entre las disputas teológicas y la efectividad científica, el impulso espiritual propio del ser humano, se encuentra aplastado, desconcertado y menospreciado, como si sólo fuese algo propio de algunos individuos singulares, con poca o ninguna influencia en el devenir de la historia. Lo interior se contempla como una mera subjetividad. Hallamos en este fenómeno un cierto paralelismo con el mito de la destrucción del templo de Jerusalén.

Podría decirse que desde principios del siglo XIX, después de la Revolución francesa, la búsqueda de la pureza, de la belleza, de la intuición, de los mundos sutiles; en resumen, de las manifestaciones del espíritu, se ha refugiado en un espacio social muy específico: el de la creación artística. Ha sido así porque los artistas no pueden ser distintos a aquello que sienten, tal como los define Cattiaux: «Seres profundamente diferenciados, incapaces de ser otra cosa que lo que son, seres alucinados por el mensaje que llevan en si mismos» (Física y metafísica de la pintura).

Desde principios del siglo XIX, la búsqueda de la pureza, de la belleza, de la intuición, de los mundos sutiles, de las manifestaciones del espíritu, se ha refugiado en un espacio social muy específico: el de la creación artística.

Desde esta época, los artistas no sólo han buscado la belleza externa de la realidad, sino también lo sublime que descubrían en su interior. En un estudio sobre la cultura moderna, Larry Shiner demuestra que fue entonces cuando se inventó el arte y lo resume al escribir: «Mientras que el siglo XVIII dividió la vieja idea del arte entre bellas artes versus artesanía, el siglo XIX transformó las bellas artes en la reificación del “Arte”, un reino independiente y privilegiado del espíritu, la verdad y la creatividad» (La invención del arte).

Queremos situar las pinturas de Gloria Muñoz en el contexto de esta excelente definición. El artista se convierte en el hombre de genio, pero al revés de lo que generalmente se considera, eso sucede a pesar suyo. En la civilización occidental se ha producido un vacío, ha aparecido una tierra de nadie que no pueden ocupar ni la ciencia racionalista, ni las formas exteriores de la religión. La inquietud interior, el impulso del espíritu sólo pueden reflejarse en las actitudes personales, a veces extremas, de los pintores, poetas y músicos. Una amplia parte de la realidad propia de los seres humanos, ha quedado marginada y relegada al campo de la creatividad personal. William Blake, escribió: «La plegaria es el estudio del Arte. La alabanza es la práctica del Arte» (Laocoonte).

La inquietud interior, el impulso del espíritu sólo pueden reflejarse en las actitudes personales, a veces extremas, de los pintores, poetas y músicos.

Al considerar el fenómeno que acabamos de esbozar parece evidente que una gran parte del espacio que ocupa el arte desde el siglo XIX, pertenece a lo que los antiguos denominaron con el nombre de sagrado. Incluso en la actualidad, el mundo occidental necesita del arte para manifestar el misterio de la unidad primordial; un lugar para la simplicidad y la generosidad del espíritu. En definitiva, un templo y una vía contemplativa. A todo eso nos invita esta exposición.

Las pinturas que Gloria Muñoz ha venido realizando desde el año 1992, cuando trasladó su taller a la iglesia de Sant Bartomeu de Perelada, continúan la búsqueda del arte occidental para recuperar lo sagrado. Sus obras, que representan imágenes del templo desacralizado y vacío, se llenan de formas y colores que se armonizan, no sólo a causa de una técnica excelente y un oficio contrastado, sino también gracias a un vibrator sutil que parece emerger silenciosamente de los propios temas representados; es decir, de los fragmentos del templo devastado.

Estas afirmaciones son mucho más que un simple texto laudatorio de un amigo en la presentación de una exposición. En las telas de Gloria Muñoz, el templo primordial va reconstruyéndose. La espiritualidad interior va emergiendo de manera incipiente, pero viva y auténtica, reencontrando lo sagrado. ¿Qué es en realidad lo sagrado? Es inútil intentar definirlo racionalmente, volveríamos a cometer el mismo error que Europa ha conocido en los últimos siglos. Las imágenes de Gloria Muñoz lo explican mejor. Podría decirse que en sus pinturas lo sagrado es algo cercano, íntimo. El templo no es el edificio suntuoso y externo, sino que busca la experiencia personal, que sin lugar a dudas, responde a la genuina idea de la contemplación. La fuerza plástica de los cuadros de Gloria Muñoz hace visible lo invisible, acoge la presencia de las realidades ocultas y vivas. Su impulso espiritual interior y propio, se abraza a la vida intemporal y cósmica, para, unidos, reconstruir el templo. Dice Cattiaux: «La pintura, como las demás artes, es también un medio para descubrir los mundos ocultos que gravitan en nosotros y alrededor nuestro. Poner en circulación una obra de arte es una señal de reconocimiento destinada a reunir en una misma comunión a individuos que tienen una cultura y una sensibilidad idénticas» (Física y metafísica de la pintura). A nuestro entender, dicha comunión significa la reconstrucción del templo o el retorno al paraíso.

El templo no es el edificio suntuoso y externo, sino que busca la experiencia personal, que sin lugar a dudas, responde a la genuina idea de la contemplación.

Un cuento hasídico recogido por Martin Buber, explica que rabí Moshe Teitelbaum consiguió que los ángeles le condujeran al paraíso. Le costó muchísimo conseguirlo, pero finalmente los ángeles accedieron. Una vez allí pudo ver a uno de los grandes maestros hasídicos, tocado con su típico sombrero de piel, que estaba estudiando un tratado cabalístico. El camino finalizaba en aquel punto. Rabí Teitelbaum estaba sorprendido y exclamó: «Pero, ¡esto no puede ser el paraíso!». Los ángeles sonrieron y le dijeron: «Escucha, criatura, quizá pienses que los hombres perfectos están en el paraíso, pero eso no es así, es el paraíso el que está en el interior de los hombres perfectos».

Con tales reflexiones en ningún momento hemos pretendido justificar una estética o una calidad plástica –sinceramente lo creemos innecesario–, más bien hemos procurado trazar unas líneas de lectura que acompañen la obra de Gloria Muñoz, la pintora. Creemos que es lo más conveniente.

 

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