Nacer o no ser
De pie. Los pies firmes en la tierra. De pie, fijo el horizonte tan lejos como mis deseos me llevan. Después, me pongo en camino otra vez, empujada mi espalda por fuerzas oscuras que me obligan a caminar hacia adelante. Avanzo lentamente hacia un destino desconocido. Si me doy la vuelta solo veo el polvo de la tierra, pero escucho un ligero murmullo del viento que juega entre las piedras del camino. El aire vibra. La naturaleza a mi alrededor tiembla y murmura en silencio, Agudizando mi oído interior, percibo a mi espalda soplos, susurros, llantos, niños que ríen para sus adentros. Es tan tenue que por un instante mi impresión de estar rodeada se desvanece. El viento barre la llanura y las risas de los niños vuelan como el polvo, Los llantos son bebidos por la tierra como si fueran rotas de lluvia. De pronto le pongo palabras a esta extraña impresión que siento…
Me doy cuenta de que formo parte de un todo. Horizontalmente, estoy religada a todo lo que me rodea, a esta naturaleza que se muestra dulce o cruel según su humor, Verticalmente, también estoy religada, pertenezco a un linaje. Sin verlo, adivino que un largo manto se extiende detrás mío, se despliega como una cola de novia real. Esta capa invisible dificulta mi marcha, pero me calienta cuando sopla el cierzo. Me ayuda a mantenerme de pie. A enraizarme. ¿Me sostendrá en la debilidad? Tejida con fibras y sangre, huesos y nervios, es la suma de mis ancestros. Así vestida, avanzo hacia la vida sin saber dónde terminará mi periplo, ¿hasta cuándo llevaré este manto? ¿cuándo se convertirá en mi mortaja? ¿regresaré algún día a su fuente? ¿remontaré hacia la cumbre de la pirámide? El lugar secreto donde reposa el Soplo de los soplos. El origen de todo,
Al final de la cadena de los ancestros, hay un punto central, primordial, soplo de vida, creador del universo, de las letras y del lenguaje. Un punto en el círculo, un núcleo que gira sobre sí mismo, inmenso y minúsculo a la vez. Está aquí y también allá abajo. Se extiende bajo la pluma de un poeta que traza sus palabras. Se desdobla. Se multiplica. Crece. Se diversifica. Germina. Se desarrolla, Se abre. Se despliega. Se fortifica. Vibra, se mueve, golpea, rompe la cáscara que lo envuelve. Aspira a la luz. La espera en las tinieblas del vientre maternal. Decide al fin que es el momento de cambiar de estado para progresar en la aventura. Nacer o no ser…
Movido por una fuerza imperiosa, un pequeño ser se mete dentro del túnel oscuro al final del cual le espera la luz, el amor, pero también el frío, el ruido, el sufrimiento y la muerte. Está desnudo. Todavía no lleva el manto detrás de sí, solo un velo diáfano que lo envuelve u su cordón que aún lo religa a su madre. Entre bastidores, las hadas astrales esperan el momento preciso del primer grito. A través del aire que penetra sus pulmones desplegados depositan, cada una de ellas, su impronta en el agua nueva de la que está constituido el nuevo ser que aparece a la vida. Son las primeras mareas de un océano de vida…
A lo largo de los días, los ancestros tejerán sobre las espaldas de pequeño el manto que guardará durante toda su vida y que le condicionará, lo quiera o no. Al final de su existencia, pasará a alimentar la trama del manto ancestral que cubrirá a las generaciones siguientes. Por herencia, a través de sus padres, los ancestros construyen el vestido visible o también el habitáculo donde su alma será encerrada. Blanco, negro, pequeño, grande, rechoncho, estilizado, rubio, pelirrojo, frágil, fuerte… Todo eso no es más que una apariencia que oculta la misma cosa. Una parte divina enterrada em la materia. Una vida sagrada.
A su llegada a este bajo mundo, el alma exilada en el cuerpo se siente molesta por su pesado compañero. El bebe no sabe qué hacer con su cuerpo, después, poco a poco, aprende a actuar con él. A fuerza de actuar, lo domina totalmente. ¡Qué formidable herramienta han puesto a su disposición! Todo le parece permitido. Acunada, el alma se duerme, olvida su origen divino, se identifica con el cuerpo y se deja llevar por él y por lo que crece a su lado: el ego. Jacqueline Kelen ha hecho una bellísima descripción de la bajada del alma al cuerpo:
“El alma no viene desnuda a este mundo, escribe. Se ha revestido de una envoltura carnal, más o menos espesa o ligera. Ha tomado cuerpo, y debe colaborar con él, ser amiga y no someterse. En el vestuario de las almas, antes de entrar en escena, ha cogido un manto, un tocado y unos zapatos, que deberá devolver después de la representación, o que cambiará a lo largo de los actos del drama. Pero, ¿quién ha escogido el tejido, la forma, el color de los vestidos? ¿Quién, entre bambalinas, hila, teje, corta y cose? ¿Quién es el sastre?”
Para quien se pregunta esta cuestión existencial, la vida pasa buscando a tientas el taller divino donde se diseña su destino. Ya sea espontáneamente desde la infancia, con esta gravedad que habita en ciertos niños que casi espanta a los adultos. O en la edad madura, cuando el azar de un encuentro o de una lectura abre una dimensión que no suponía. O incluso al final de los años, o a las puertas de la muerte, cuando el vacía abierto bajo sus pies hace que sienta la urgencia de utilizar lo que le queda de vida en buscar la casa del sastre.
El alma se despierta entonces, pero el ego, instalado en el cuerpo, muy cómodo en su piel, le dice: “Vuelve a dormir, no hay nada que temer, yo me ocupo de todo”. El ego se activa, redoblando sus esfuerzos para crearle nuevas necesidades y aportarle soluciones. Quiere continuar siendo el dueño del juego. Se ha fabricado un cuerpo sufriente que disputa al alma todo su espacio interior. El alma despierta se gira hacia un lado y hacia el otro, busca el soplo que le dirá como moverse en la partida que debe jugar. Sin escuchar al ego que la confunde. No se deja engañar.
Nacer o no ser, y jamás experimentar nada. Permanecer como un espíritu flotante entre los mundos, eternamente, ángel sin alas y sin pies, no experimentando ninguna sensación. Hace falta valentía para encarnarse y nacer. Pero hace falta aún más para conseguir salir dignamente, santamente, dejando todos los pesados equipajes en el andén de la estación para guardar solo lo esencial: el alma y el espíritu unidos en una sola cosa que se podría llamar “cuerpo de luz”.
Tres quilos, cuatrocientos gramos (R. Arola y L. Vert)
Oscuridad, brumas sin número, sonidos apenas oídos, voces inarticuladas. ¿Quién podría describir lo que fue antes de que naciera el verbo? Un mundo recién creado hecho de aguas que bullen y tierras que desean coagularse. Fuegos fríos que sin su llama desdibujan los contornos de las cosas y crean sombras y fantasmas. Atmósfera de ruidos sordos y golpes amortiguados. Los sentidos aún no sienten ni tampoco piensan los pensamientos.
A veces, a lo lejos aparece algo, como un deseo leve o acaso un antiguo recuerdo. Imagen de una estrella apenas percibida entre la oscuridad de las nubes, un olvido más que un recuerdo. Y allí, una llanura inmensa conduce irremisiblemente a un vértigo de grandes pendientes, a un descenso truncado, y a la visión de un río llamado del no recuerdo. Sus aguas diluyen miradas antiguas y dan paso a otras visiones nuevas. Y, tras el majestuoso río, un sin fin de abruptas caídas hasta que entre las brumas aparece el perfil casi sin límites de un universo virgen. Creación aún no acabada de unos dioses terrenos que olvidaron a su criatura en este caos primero.
Recuerdos confusos que viven entre paredes blandas y aguas sanguinolentas. Y con los recuerdos, un deseo, que nace y que crece con el tiempo. Un ansia de luz, de calor y de frío, de contornos nítidos, de cantos duros, de pesos.
El deseo ya es tan grande que no cabe entre las paredes. Quiere que los sentidos sientan y que piensen los pensamientos. Ya no puede vivir de recuerdos.
Y entonces todo se precipita, lo inolvidable acontece: luces, frío, voces… y el clamor del propio grito.
Al cabo de unos instantes se oye la exclamación de un hombre que con voz rota dice: «¡Es una niña y pesa tres quilos, cuatrocientos gramos!».
Humedades coaguladas (R. Arola y L. Vert)
Se estaba bien en la playa aquella mañana de julio. Un pequeño universo ordenado a partir de la sombrilla de rayas azules bajo la que se hallaba tumbado. A su lado, un cuerpo de mujer, aún joven y apetecible, se estaba tostando al sol. Los niños, un poco más lejos, jugaban a construir un castillo. Satisfecho, el hombre cerró los ojos. Quizá se quedó dormido.
No supo cuando empezó todo, pero de pronto el sol se oscureció por completo y un estrépito enorme lo sacó de su ensimismamiento. Al abrir los ojos contempló la desnudez de la tierra y la extraña inmovilidad de un mar negro, reflejo de la oscuridad del cielo. Entonces surgió el movimiento. Tierra y mar se mezclaron, unas veces buscándose con ansia y otras evitándose desesperadamente. Y entre ambos extremos, el vacío y el desorden y la confusión y el miedo.
Tendido sobre la arena, el hombre perdió la noción de sí mismo, dejó de sentir su cuerpo, hasta que una certeza imposible se adueñó de su pensamiento: era en extremo hermoso el caos que estaba viendo. Después se abrió la tierra y el mar la penetró por completo. Sólo quedó el silencio.
Cuando el sol brilló otra vez y se ordenaron los elementos, lo que era seco se apartó del agua y el mar volvió a su puesto. Algunos charcos olvidados sobre la arena recordaban lo que había sucedido. De uno de ellos surgió el hombre desnudo, una mirada asombrada llenaba sus ojos negros. Se inclinó sobre el charco del que había salido y lo miró. Vio un hombre dormido y un hermoso cuerpo de mujer a su lado y una sombrilla con rayas azules, y unos niños en la orilla y un castillo y un crepúsculo y un desorden y un sol que brilló de nuevo.
Y el hombre de los ojos negros se tumbó en la arena, y comenzó a jugar con el charco, y con todo lo que había dentro.
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