Cinco relatos alquímicos que bajo su forma ligera de “cuento” apuntan a unas realidades que están más allá de la que se puede percibir con los ojos mortales. Edición, Lluïsa Vert.

Comentario introductorio

Los cuentos y leyendas alquímicos no son desconocidos en Arsgravis, hemos presentado las Trece fábulas alquímicas, de Lluïsa Vert. Un compendio que seguía la estela de Alchimie, contes et legendes publicado en francés por Jacques Rebotier y Jean Michel Agasse. Recientemente, Catherine Laveleye ha recogido algunas de las leyendas de este último libro para el Miroir d’Isis, una prestigiosa revista belga dedicada a las Escrituras y a la Tradición. Son las que presentamos aquí.

Se trata de unos textos difíciles bajo la forma ligera de “leyenda” que como indica su etimología son cosas que se deben leer, y que, también, se deben saber leer, pues nos hablan de una realidad otra, que nada tiene que ver con lo que llamamos cotidianamente realidad, por lo que su lectura no es fácil. Además, los alquimistas han sido especialmente cuidadosos a la hora de proteger esta realidad bajo los símbolos, las alegorías y las fábulas que la velan al tiempo que la revelan a quien tiene la llave de estos tesoros.

Estas leyenda o fábulas evidentemente tratan de cosas fabulosas, desconocidas para el ser humano nacido en este mundo, pero que, sin embargo, puede llegar a conocer, siempre que tenga deseo de ello, pues cómo escriben en su introducción los autores de Alchimie, contes et legendes: “En el camino peligroso que lleva de las tinieblas de la ignorancia a la realización gloriosa del adeptado, el Libro es una primera y necesaria etapa”. El Libro representa a todos los libros santos y sabios, por eso lo escriben con mayúscula. El Libro es también, el comienzo obligado de la búsqueda alquímica, pues para eso fue escrito, para recordar a sus lectores cuál es su verdadero deseo y señalarles el camino hacia él, por eso se dice que estos libros son exhortaciones a la búsqueda más que respuestas a los misterios que nunca ningún adepto pondría por escrito. Lee, lee, lee, relee, trabaja y encontrarás, reza la divisa alquímica. Primero lee, lee, lee con el corazón y enamórate de las palabras, y aún más, enamórate del perfume luminoso que desprenden estas palabras, aunque en una primera lectura no las entiendas. Debes leerlas, releerlas y después, de nuevo, volverlas a leer, quizás entonces este perfume que has percibido en las diversas lecturas acabará coagulándose en una luz pura que te iluminará para siempre.

Leyenda de Mercurio

Un día, Shiva y Parvati hicieron el amor con tanta violencia, que los dioses, aterrorizados, le pidieron a Agni que interviniera. Éste se transformó en paloma y llegó hasta ellos. En cuanto vio a la paloma, Shiva se sintió muy avergonzado y se retiró de Parvati. Pero entonces eyaculó sobre Agni, quien incapaz de soportar la virulencia de aquella simiente se sumergió en el Ganges. El mismo Ganges tampoco pudo soportar la virulencia de aquella carga seminal y, con la ayuda de sus olas, pudo eliminarla. Cuando por fin cayó sobre la tierra, nacieron cinco clases distintas de mercurio.

 

Leyenda del Azufre

Un día, en la costa que bordea el Mar de Leche, en medio de un juego con el que se estaba divirtiendo a Parvati le vino la regla y sus vestidos se volvieron rojos. Se los quitó y los lanzó al mar. Más tarde, cuando el Mar de Leche fue batido por los dioses para extraer el elixir, la sangre de Parvati se convirtió en azufre. El olor que desprendía les gustó a los dioses y por eso lo denominaron gandak, es decir, lo que huele.

Los dioses fueron del parecer que este azufre sería muy útil para las operaciones que consistían en matar el mercurio.

El monje Cabra-toro

(Un héroe legendario de la alquimia birmana)

Hace mucho tiempo, cuando los habitantes de Pagan eran pobres, vivía un monje que practicaba la alquimia y buscaba descubrir la Piedra de los filósofos. Pero sus experiencias eran costosas y debía solicitar el apoyo financiero del rey que sostenía sus trabajos. El monje seguía paso a paso las instrucciones dadas en un viejo libro de pergamino. Eran numerosas y variadas y las semanas y los meses iban pasando. Cuando el tesoro real estuvo vacío, la gente se negó a seguir pagando impuestos diciendo que el rey malgastaba su oro por culpa de un impostor. El monje llegó entonces a la última instrucción: “Poned entonces el pedazo de metal en el ácido y obtendréis por fin la Piedra de los filósofos”. Entonces tranquilizó a la gente prometiéndoles que después de esta última experiencia, la Piedra estaría lista, y ellos pagaron sus impuestos al rey. El monje sumergió el trozo de metal, obtenido gracias a sus experiencias precedentes, en el ácido. Pasaron siete días, pero la masa de metal permaneció inalterable. El monje fue a ver al rey para informarle que la experiencia había fracasado. La gente lo supo y pensaron que había ido a ver al rey para pedir más oro; entonces rodearon el palacio pidiendo que el monje fuera castigado como un impostor y un tramposo. El rey se encontró en una situación delicada, pues sabía que no era un impostor, pero no sabía cómo apaciguar a la multitud. El monje resolvió el problema arrancándose los ojos. Después se dirigió hacia la gente y les dijo: “Mis órbitas están vacías ahora. ¿No creéis que ya estoy suficientemente castigado?” La gente se fue satisfecha de que se hubiera hecho justicia y cesaron sus protestas.

Durante varios días el monje permaneció sentado en su laboratorio, desesperado por haber fallado. Finalmente, se sintió tan furioso contra la alquimia que se levantó y rompió todas sus retortas e instrumentos. Después le pidió al joven novicio que lo había ayudado en todas sus experiencias que tirara el trozo de metal inútil en las letrinas. El novicio obedeció, pero cuando cayó la noche, se dio cuenta de que parecía que había fuego en las letrinas y corrió hacia el monje gritando: “¡Maestro, maestro, mire, las letrinas deben estar llenas de hadas o de fantasmas!”

“Sabes perfectamente que soy ciego” replicó el monje, “Descríbeme el fenómeno”. Al escuchar al novicio comprendió que el trozo de metal se había convertido por fin en la Piedra de los filósofos, comprendió también que el copista del libro de pergamino había escrito por error “ácido” en vez de “estiércol” (en birmano, chin en vez de chee).

El novicio recuperó la Piedra de los filósofos y se la dio a su maestro, quien le ordenó entonces ir a un matadero y procurarse dos ojos de vaca o de cabra. Pero cómo ya era tarde, la carne ya se había vendido y solo quedaban un ojo de cabra y uno de toro. El novicio los compró y regresó al monasterio. El monje puso los dos ojos encima de sus órbitas vacías y los tocó con la Piedra de los filósofos, inmediatamente los ojos se colocaron en las órbitas y recobró completamente la vista, si bien un ojo era grande y el otro pequeño. “A partir de ahora, le dijo el monje al novicio riendo, se me conocerá bajo el nombre de monje Cabra-toro”.

Inmediatamente se personó en el palacio del rey y le comunicó su feliz descubrimiento. Expresó también su intención de dejar este mundo a la mañana siguiente y rogó al rey que hiciera fundir todo el plomo y el cobre que estuviera en su poder en grandes marmitas que debía colocar delante de su palacio antes de la salida del sol. “Diréis a vuestros súbditos que os imiten” dijo el monje mientras dejaba el palacio para volver a su monasterio.

Aunque ya fuera pasada la medianoche, el rey envió a sus hombres a que despertaran la ciudad haciendo sonar los gongs y anunciando a la gente que debían fundir todo el plomo y cobre que poseyeran y colocarlo ante sus casas antes de la salida del sol. Cuando le levantó el sol, el monje Cabra-toro salió de su monasterio acompañado del novicio, se dirigió primero al palacio y después a todas las demás casas y sumergió su piedra en cada marmita. Cada vez, la piedra volvía por si misma a la mano del monje, pero en las marmitas, el plomo y el cobre que no había hecho más que tocar, se habían transmutado en plata y oro. Así nació la fortuna de los habitantes de Pagan, y con tanta plata y oro a su disposición construyeron las innumerables pagodas que todavía se levantan en la Pagan actual.

El monje Cabra-toro, siempre acompañado por su novicio se fue hasta el monte Popa. Mientras permanecían al pie de la colina, las plantas trepadoras que pendían por el flanco de la montaña se inclinaron y levantaron dulcemente al maestro y al discípulo hasta la cima de la montaña. El monje desenterró algunas raíces mágicas y las trituró con la ayuda de la Piedra de los filósofos. El polvo se transformó espontáneamente en seis bolitas y el monje tomó tres. Las otras tres se las dio al novicio, pero esto no las pudo poner en su boca, pues las raíces parecían carne humana y el líquido que el monje había extraído de ellas, parecía sangre humana. “¿Qué te detiene, discípulo?” Preguntó el monje. “Es carne humana y sangre humana” replicó el discípulo sollozando. “No”, dijo el monje Cabra-toro, “¿Alguna vez te he mentido?” Pero al intentar tomar aquellas bolitas el discípulo vomitó. “Está claro que tu destino no es participar de mi éxito en la alquimia” dijo el monje tristemente, “debemos separarnos aquí”. El discípulo se despidió de su maestro llorando y como regalo de despedida recibió una moneda de oro. Las enredaderas se enrollaron dulcemente alrededor del novicio y lo transportaron hasta el pie de la colina.

El novicio se sintió perdido en el mundo sin su maestro y en lugar de volver al monasterio, fue al encuentro de su madre que era viuda, y le rogó “Madre, prepárame comida”. Ella le respondió “Hijo, sabes muy bien que soy pobre y que no tengo dinero para comprar arroz”. El novicio se acordó de la moneda de oro que su maestro le había dado como regalo de despedida, la sacó de su bolsillo y se la dio a su madre. Su madre estaba a punto de salir de la casa cuando sintió la moneda de oro de nuevo en su bolsillo. Entonces gritó “Madre, madre, ¿te he dado la moneda de oro?” “Aquí está, hijo” respondió la madre mientras se la mostraba. El novicio sacó la otra moneda de oro y se la dio también. Pero cuando tocó de nuevo su bolsillo encontró una nueva moneda de oro. La tomó y se la dio a su madre, pero continuaba habiendo otra moneda de oro en su bolsillo. Esto se repitió hasta que la madre tuvo diez monedas de oro en su mano y otra en el bolsillo del novicio. Solo entonces comprendió que su amado maestro, el monje Cabra-toro, le había concedido el don de una fuente de riqueza inextinguible.

 

Comentario

Quisiéramos añadir la traducción de dos otras historias alquímicas del mismo libro, en la primera se advierte acerca del uso del agua de vida y de la inmortalidad sin tener el consentimiento del cielo. Procede del Kathā-saritsāgara (“Océano de ríos de historias”) de Somadeva (siglo XI). Este autor fue un brahman de Cachemira de la secta Śaiva y poeta sánscrito de la corte del rey Ananta que conservó gran parte del folclore antiguo de la India en forma de una serie de cuentos en verso. La segunda es una historia de un antiguo tratado chino de alquimia, titulado Ts’an T’ung Ch’i escrito por Wei Po Yang un siglo antes de la era cristiana, padre de la alquimia, en su libro identifica el Yang y el Yin con el sol y la luna. La leyenda que a él se refiere advierte sobre lo equívoca que puede ser la vía alquímica.

La historia del rey Chirayus 

En la ciudad de Chirayus, en otros tiempos vivía un rey llamado Chirayus (el que tiene una larga vida) y que, enm efecto, disfrutaba de una longevidad extraordinaria y del que dependía toda la prosperidad. Por ministro tenía a un hombre generoso, llenos de compasión y de talento, llamado Nagarjuna, que pertenecía a la posteridad de un Bodhisattva. Éste conocía cómo usar todas las medicinas y gracias a un elixir que había fabricado tanto él como el rey se habían liberado de la vejez y disfrutaban de una gran longevidad.

Un día, uno de los más jóvenes hijos de Nagarjuna, a quien amaba más que a todos los demás, murió. Estaba tan abrumado por la pena que emprendió, sirviéndose de su saber y del poder que había adquirido gracias a sus prácticas ascéticas, la preparación a partir de ciertos ingredientes del Agua de la Inmortalidad, a fin de impedir que los mortales murieran. Pero mientras esperaba el momento favorable para para preparar una cierta droga, Indra se dio cuenta de lo que estaba pasando.

Indra, después de haber consultado a los dioses, les dijo a los dos Ashvins: “Id a la tierra y llevad este mensaje de mi parte a Nagarjuna: ¿Por qué tu que solo eres un ministro, has emprendido una obra tan sumamente revolucionaria como es la de fabricar el agua de Vida? ¿Es que has decido ir en contra del mismo Creador, que ha creado a los hombres sometidos a la muerte, puesto que te propones volverlos inmortales al preparar el Agua de Vida? ¿Si eso se produjera, qué diferencia habría entre los hombres y los dioses? El orden del universo sería destruido, pues no habría nadie para sacrificar ni nadie para recibir el sacrificio. Créeme, interrumpe la preparación del Agua de Vida, si no, los dioses se encolerizarán y ciertamente te maldecirán. En cuanto a tu hijo (ya que es por la tristeza de haberlo perdido por lo que te has lanzado a esta empresa) ahora está en svarga (el cielo)”. Indra, de haber confiado este mensaje a los dos Ashvins, les hizo partir. Llegaron a la residencia de Nagarjuna que se alegró de su visita. Después de recibir el argha (la ofrenda a los huéspedes) le transmitieron el mensaje de
Indra y le informaron que su hijo estaba en los cielos en compañía de los dioses.

Entonces Nagarjuna descorazonado se dijo “Me importan poco los dioses, pero si no obedezco la orden de Indra, los Ashvins me maldecirán. Es mejor renunciar al Agua de Vida. No puedo cumplir mi deseo; pero mi hijo, a causa de las buenas acciones que cumplí en vidas pasadas, está ahora en un estado de felicidad”.

Después de estas reflexiones, Nagarjuna se dirigió a los dos Ashvines y les dijo: “Obedezco la orden de Indra. Renuncio a fabricar el Agua de Vida. Si no hubieseis venido, habría acabado su preparación en cinco días y habría liberado a toda la tierra de la vejez y la muerte” Después de estas palabras y siguiendo su advertencia, Nagarjuna enterró el Agua de Vida casi terminada. Entonces, los Ashvines se fueron y volvieron a los cielos para contarle a Indra el éxito de su misión y el rey de los dioses se alegró.

Wei Po-Yang

Wei Po-Yang fue hacia la montaña para preparar unas medicinas eficaces. Se llevó a tres de sus discípulos, aunque creía que dos de ellos no tenían una fe completa en él. Una vez hecha la medicina, les puso a prueba. Les dijo: “La medicina del oro ya está hecha, pero hay que probarla en un perro. Si el perro la soporta sin ningún daño, entonces podremos tomarla; pero si muere, entonces tendremos que renunciar a ella”. Po-Yang había traído con él un perro blanco. Tan solo con que la medicina no hubiera estado tratada el número de veces requeridas o que la mezcla harmoniosa de sus elementos no hubiera alcanzado el nivel necesario, contendría un poco de veneno y provocaría una muerte temporal. Po-Yang dio la medicina al perro, que murió allí mismo. Entonces dijo: “La medicina no está lista aún. El perro ha muerto. ¿Nos muestra esto que la luz divina no ha sido alcanzada? Si la tomamos, me temo que nos ocurrirá lo mismo que al perro. ¿Qué hacemos?” Sus discípulos le preguntaron: “¿La tomareis vos mismo, señor?” Po-Yang replicó: “He abandonado las vías de este mundo y he abandonado mi casa para venir hasta aquí. Me avergonzaría el volver sin haber alcanzado el hsien (la inmortalidad). Vivir sin tomar la medicina sería exactamente como morir al tomarla. Tengo que tomarla” Después de estas palabras, puso la medicina en su boca y murió allí mismo.

Al ver esto, uno de sus discípulos dijo: “Nuestro maestro no era una persona ordinaria. Ha tomado la medicina y ha muerto. Tiene que haber obrado así con una intención secreta”. Este discípulo tomó también la medicina y murió. Entonces los dos otros discípulos se dijeron: “Si se hace la medicina es para tratar de obtener la longevidad. He aquí que la medicina provoca la muerte. Vale más no tomarla y vivir algunas décadas más”. Los dos juntos se alejaron de la montaña sin tomar la medicina, con la intención de procurarse lo necesario para enterrar a su maestro y a su condiscípulo. Cuando los dos discípulos se hubieron marchado, Po-Yang resucitó. Puso en la boca de su discípulo y en la del perro un poco de medicina bien preparada. Y en pocos instantes los dos volvieron a la vida. Después, con su discípulo, llamado Yu, y el perro, siguió el camino de los inmortales. Por medio de un carnicero que encontraron, enviaron una carta de agradecimiento a los dos discípulos, que se llenaron de remordimientos al leerla.

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