Fragmento de uno de los estudios de Emmanuel d’Hooghvorst sobre la «Odisea» en el que se analiza el simbolismo de sus personajes principales. Dichos estudios se encuentran recogidos en su obra «El Hilo de Penélope», (Tarragona, 2000).

blanc.culisesLos personajes de esta obra son héroes o dioses quymicos (1); sin embargo, algunos representan a los adeptos o discípulos del Arte. Comentemos, uno a uno, los principales.

Ulises es el personaje central del poema. En griego, Odiseo, signi­fica ‘el irritado’. Este término conviene perfectamente al oro, cuyo dolor se irrita con los sufrimientos de la Gran Obra, que son para él como la pasión necesaria para su resurrección. Pero, para su esposa Penélope será, al final, el dulce esposo que ha regresado en paz. Aparece por primera vez en el canto V, donde es llamado polutlas, ‘que ha sufrido mucho’; polumetis, ‘de numerosos inventos’; y polumekanos, ‘muy astuto, lleno de artificios, muy inventivo’ (V, 203-214), porque inventa innumerables ficciones bajo las que esconde sus prácticas. Entre éstas hay que tener en cuenta los famosos relatos hechos a Alcínoo, en cuya casa este oro, bajo el aspecto de un miserable náu­frago, desnudo y repulsivo, es recogido y lavado por la virgen Nausícaa, que lo presenta después al rey Alcínoo, su padre. Nausícaa, como indica su nombre, es ‘la que prende fuego al navío’ (2).

Estos relatos son como las confidencias del oro al alquimista. Enseña su arte real, que un rey protege y guarda en sí mismo: confi­dencias de un rey a otro rey, secreto guardado bajo el sello de la ficción. El término ‘artificioso’ le corresponde perfectamente: enseña con pala­bras que son como dados trucados, un sentido que engaña a los astu­tos, quienes toman sus palabras sin el Alma fina. ¡Oh, sagrado mentiroso en su santa cábala! Alcínoo, cuyo nombre significa ‘el de la inteligencia vigorosa’, posee el sentido de las palabras y lo protege de los ignorantes. A pesar de que, a menudo, los sabios han hablado de forma inge­nua, nunca han revelado al exterior lo que cuecen en su interior. Sus tratados sólo ins­truyen a los que están dentro; para los que están fuera, sólo son protrépticos, como dicen los griegos, exhortaciones a la filosofía.

Estos relatos son como las confidencias del oro al alquimista.

Al principio, este oro se presenta humilde y despreciable. En el canto VI, Ulises llega como náufrago a la isla de los feacios. Es misera­ble y está desnudo, sucio y su aspecto es horrible. Las muchachas huyen al verle. A su regreso a Ítaca, nadie le reconoce al principio, ni siquiera su fiel servidor, el porquero Eumeo, ‘el buen partero’ (3), que le introduce, no obstante, en su propia morada. Allí es recibido como un extranjero necesitado y es objeto de burla por parte de los pretendientes. Gracias a la cicatriz de una elocuente herida es reconocido, en pri­mer lugar, por los criados de su casa. La primera en reconocerle es su nodriza Euriclea, ‘la de gran renombre’, cuando le lavaba los pies: “Al palparlo con la palma de sus manos, reconocióle la herida la anciana” (XIX, 467-468) (4).

La larga desaparición de Ulises y sus humildes disfraces no son nada sorprendentes, pues aquí se trata del oro que vegeta en la confec­ción de la Piedra en su primer grado. Es entonces cuando el fermento áurico desaparece completamente, como tragado por esta tierra que parece haberlo engullido para siempre; pero no es más que una pequeña isla donde reina la ninfa Calipso, cuyo nombre signi­fica ‘la que esconde’, ‘la que cubre’ o ‘la que envuelve’. Llega entonces el tiempo de aquella lenta y dulce cocción o fermen­tación, sobre la que los maestros dicen: “¡Que no te canses de cocer!”, pues esta labor parece no tener fin. Es una larga prueba para el discí­pulo que vela junto a su atanor; no tendrá otro consuelo que la espe­ranza y la fe, la fe del carbonero, por supuesto. Le convendrá, como a Telémaco, ser consolado por el adepto Menelao, el esposo de la bella Helena, antes de acudir a Eumeo, ‘el buen partero’, y ver, por fin, como resplandece su oro sobre la tierra.

La larga desaparición de Ulises y sus humildes disfraces no son nada sorprendentes, pues se trata del oro que vegeta en la confec­ción de la Piedra en su primer grado.

Pero primero debemos hablar de Penélope. Es la esposa fiel que espera en casa, ‘la que ve la trama’; dicho nombre es muy apropiado para esta tejedora que desteje. Se ve ase­diada por la asiduidad de los pretendientes, esos químicos sin genealo­gía instalados en su casa, cuyas riquezas disipan en continuos banquetes; esos químicos vulgares saquean la casa de Naturaleza con su ciega codicia. Penélope no se entrega a patanes como ésos y de su arte exquisito sólo hereda un marido. Al no poder librarse de estos importunos, burla su espera: “Tomaré un marido”, les dice, “cuando haya terminado de tejer el sudario del anciano Laertes, mi suegro”. Laertes, cuyo nombre significa ‘el que reúne los pueblos’ es, ciertamente, este Arte antiguo, perdido y olvidado. Pero de noche, a la luz de las hachas, Penélope deshacía el trabajo del día: “Ella, en tanto, tejía su gran tela en las horas del día y la destejía de noche a la luz de las hachas”. (II, 104-105) La tejedora nos da aquí la clave de su arte: “De noche”, dice, “des­hago el trabajo del día”. ¿Qué representa el día? El tiempo que devora toda savia y agota la vida. En nocturna quymica de Penélope, se des­cose el sudario fatal del Arte sepultado, reanimando entonces su sol, y he aquí la espera de un dulce marido que ha vuelto en paz. La noche, dicen los cabalistas, es el secreto del Señor.

En cuanto a Telémaco, es el hijo de Ulises y Penélope. Es, pues, el discípulo del Arte, el heredero. ¿Acaso no se dice de los discípulos de nuestra filosofía que son hijos de Hermes? Se trata, sin duda alguna, de una filiación legítima y patriarcal y no de una mera forma de hablar. Su nombre, Telémaco, significa ‘combate lejano’, no porque esté destinado a combatir a lo lejos, sino por la perspectiva de una meta lejana. Telémaco es un discípulo aún no realizado. En su edad iniciá­tica inmadura, busca su oro perdido. Así pues, su fe es la del carbonero que calienta su horno con carbón de leña. Dice: “Mi fe me es desafío. Los necios ignoran mi dura labor. ¡Cuán lejana está en el tiempo mi esperanza de salir de eso! El camino que conduce a la meta se alarga cada vez más. Mis cuidados y mi tan lento estudio en esta pista muda ya me habrían desesperado si no fuera hijo de ciencia. ¡Qué oro lejano de paciente estudio!”.

palas

Palas Atenea está siempre presente; unas veces al lado de Ulises expuesto a mil peligros, otras al lado de Telémaco para aconsejarle e instruirle. También está presente siempre en la obra. Ya desde este comienzo, del que los filósofos han hablado tan poco porque es el fundamento del Arte, Palas nace totalmente armada, de la cabeza de Zeus. Su nombre, Palas, la define como una diosa virgen. A esta protectora de las artes se la representa con casco, lanza y escudo, la égida de Atenea. Nadie podría ser introducido en la escuela quymica sin su protec­ción, sin estar bajo su égida. Su ayuda es todopoderosa. Ella es quien conduce la obra desde el comienzo hasta el fin. Aconseja, instruye y reconforta al discípulo. Al principio, la vemos bajar del Olimpo a Ítaca para aconsejar y reconfortar a Telémaco en su búsqueda del oro perdido: […] la diosa ligóse a los pies sus más hermosas sandalias […] y, lanzándose de las cumbres del Olimpo, posóse en la tierra de Ítaca, bajo el porche de Ulises. Y en el umbral, empuñando la lanza de bronce parecía un huésped, cual Mentes (5),señor de los tafios.” (I, 96-105)

Nadie podría ser introducido en la escuela quymica sin la protec­ción de Atenea. Su ayuda es todopoderosa. Ella es quien conduce la obra desde el comienzo hasta el fin.

Se presenta con el aspecto de un noble viajero y encuentra a los fogosos pretendientes bajo el porche jugando a las fichas en espera del banquete. Estos patanes no reparan en los visitantes y no disciernen a Palas. Telémaco, por el contrario, se dirige hacia ella y le ofrece hospita­lidad. La hace entrar en casa y la invita al banquete preparado. Tam­bién se lamenta del estado de su casa expuesta al saqueo de los pretendientes durante la ausencia de su Ulises, de quien ignora si está vivo o muerto. Palas le da un consejo tan valioso como el oro: “Equipa la mejor de tus naves […] sal e intenta saber de tu padre […]. Inte­rroga a la gente o escucha la fama que, venida de Zeus, se esparce por el mundo”. (I, 280-283) Donde primero debe ir es a casa del divino Néstor, antepasado de los príncipes aqueos, en Pilos; luego a Esparta, a casa del rubio Mene­lao, el feliz esposo de la bella Helena (6), por cuya causa tantos héroes y dioses han guerreado en el país troyano. Después de instruir y consolar al hijo de la filosofía y engañar a los necios sometidos a la apariencia, Palas regresa a su Olimpo: “Tal diciendo, la ojizarca Atenea alejóse como un ave de mar, desapareció en el espacio. Despertó en el corazón de Telémaco energía y audacia, y un recuerdo, más vivo que antes, de su padre. En su alma, comprendió y, con el corazón sorprendido, reconoció al dios”. (I, 319-323) Así pues, Telémaco equipa un bajel, el bajel de la esperanza bendita.

Los necios pretendientes, cerciorándose de la partida del hijo de la casa, meditan su pérdida. Leen en esta mar la muerte de Telémaco: “¿Por qué sale a esta mar en búsqueda del oro pesado?”, dirán aquellos envidiosos. “¡Que su sueño le sea fatal destino!” Pero no hay riesgo en la escuela de filosofía. Palas, con aspecto de Mentor, acompaña a su discípulo: “Un tal compañero me garantiza el éxito”, piensa el elegido de los filósofos. “Con seguridad, seguiré mi pista de oro.” Evitando todas las trabas, Telémaco regresará sano y salvo a Ítaca, donde reencontrará a aquel padre tan esperado. Encontrar a ese oro-padre en cuerpo vivo y palpable, como entonces hizo Telémaco, no está al alcance de todo el mundo. Dejemos ahora a Telémaco en su vía. Encontrará al Adepto Mene­lao cuando éste regrese de Egipto con la hermosa Helena, su esposa reconquistada, cargado de oro y de riquezas. El asombroso relato de Menelao será objeto de un próximo estudio.

Encontrar a ese oro-padre en cuerpo vivo y palpable, como entonces hizo Telémaco, no está al alcance de todo el mundo

Pero habrá quienes digan que es fácil dar a las palabras tal o cual sentido, según el deseo o los sueños de cada cual. Soñar con alquymia a propósito de la Odisea no es comentar. Asimismo, podrían darse explicaciones totalmente distintas, quizá más convincentes: conforme a las ideas de moda, podría imaginarse en estos poemas, por ejemplo, una presciencia general de la psicología de lo profundo y explicar Ulises o Penélope por medio de la libido. En ciertos círculos muy brillantes es de buen tono explicar incluso los Evangelios desde esa óptica, ¿por qué no Homero? No hay que hacer decir a los textos lo que no dicen, añadirán cier­tos críticos: la Odisea cuenta, simplemente, las maravillosas aventuras de Ulises, producto de la fértil imaginación de un poeta genial, extraí­das, tal vez, de las leyendas de la época.

Sin embargo, ¿se ignora acaso que la Ilíada y la Odisea eran la Biblia de los griegos? ¿El código de su saber y de su verdad? ¿Acaso esta Biblia contenía sólo historias sin fundamento? ¿A quién se conse­guiría convencer de ello? ¿Habrían atravesado milenios estos poemas sólo para venir a contarnos historias infantiles? Contemporáneo de aquellos egipcios hieráticos, cuya civilización entera tendía hacia el misterio de la regeneración, cien años después de Hiram y Salomón, ¿el autor de la Odisea no tenía que decir más que futilidades? Nos parece que creer esto sería pasar al lado de la realidad sin verla, como los rústicos pretendientes en presencia del dux Mentes. La poesía homérica es un himno a esta radiante humanidad, cuyos hombres formaban con los dioses una comunidad de vida y pensa­miento que se encaminaba hacia la apoteosis del héroe divinizado. ¿Acaso no es éste el objeto de la tradición que nos viene de nuestro padre antiguo? En este siglo, volcado en lo técnico, el progreso económico y la pro­ducción, muchas luces se han apagado. ¿Ya no hay entre nosotros más que rumiantes y bestias salvajes? ¿Quién encenderá, pues, su linterna con el espíritu del sol para ir al encuentro del Hombre?

(Traducción J. Lohest-Hooghvorst)

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NOTAS

1. La letra Y era para los pitagóricos el signo de la discriminación y de la elección. Era el símbolo de Hércules en la encrucijada de los caminos. Las dos astas de la Y evocan dos enseñanzas posibles contenidas en la misma letra: la vía de la izquierda o sentido siniestro, es la vía ancha por la que muchos se pierden. La otra, la de la derecha, es siniestra y espinosa, por ella unos pocos se salvan: es la de la gnosis, tan desacreditada, y con razón.

2.Nausícaa, de naus, ‘nave’, y kaio, ‘quemar’. (N. del T.: En francés, vaisseau, es decir, ‘nave’, tiene además el sentido de ‘vaso, matraz’.)

3. De eu, ‘bien, noblemente’ y maieuo, ‘dar a luz’. De aquí proviene la mayéutica socrática o arte de dar a luz a los espíritus de la verdad en el transcurso de una conversación.

4. Después es reconocido por el porquero y por el vaquero (XXI, 217-221) y, finalmente, por su padre Laertes (XXIV, 331 y sigs.). Sobre el origen de esta herida ocasionada durante una cacería en el Parnaso, el monte de la Poesía, véase Odisea XIX, 440 y sigs.

5. Mentes, jefe de los cícones. Apolo tomó su apariencia para arengar a Héctor. Véase Ilíada XVII, 73.

6. Hija de Zeus y Leda. La raíz de su nombre no es evidente. Nos parece ver en ella una alusión al griego als, ‘sal’.

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