Una reflexión sobre el simbolismo de la luz de Raimon Arola, publicada La Vanguardia, «Cultura’s».


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Presentación

En su Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Mircea Eliade explica que en todas las tradiciones: “la idea de lo divino aparece vinculada a la sacralidad celeste, es decir a la luz”, pues así como la luz no puede separarse del ser humano, ya que sin ella no existiría, tampoco puede desvincularse de lo divino, pues su primer significado simbólico es indiscernible de la idea de Dios.

Está demostrado que las etimologías de las palabras que significan dios en las lenguas indoeuropeas están relacionadas con la idea de la luz celeste, tal y como explica el mismo Eliade: “Desde que empezó a estudiarse este tema se reconoció el radical indoeuropeo deiwos, ‘cielo’, en los términos que designan al dios (latín deus, sánscrito: deva, iraní: div,…).”

El símbolo de la luz aparece siempre asociado a la idea de un Dios que está en los cielos y que continuamente ofrece la vida a todo lo viviente. Se manifiesta a todos los hombres y todos participan de ella. Sin la luz, la vida no existiría, por eso es natural que la luz del cielo -y, por extensión, el Sol-, se considere desde siempre el símbolo más excelso.

Sin la luz, la vida no existiría, por eso es natural que la luz del cielo -y, por extensión, el Sol-, se considere desde siempre el símbolo más excelso

Sin embargo, al constatar tal evidencia aparece una cuestión que no puede obviarse y es que en muchas tradiciones se explica que los grandes sabios y místicos han sido iluminados. Especialmente explicita es la tradición budista en la que se dice que Siddharta Gautama, un día al amanecer, vio el resplandor de una estrella, alcanzando entonces un estado superior de conciencia. A partir de ese momento se le conoció como Buda, que significa “aquel que ha despertado”, “aquel que se ha iluminado”.

Encontraríamos ejemplos similares en otras tradiciones espirituales, sin embargo, más que extendernos en este sentido quisiéramos afrontar una pregunta implícita en el hecho de que solamente algunos hombres, como sucede con el Buda Sakyamuni o incluso con san Pablo cuando cayó de su caballo en el viaje a Damasco, hayan “contemplado la luz”, pues, ¿acaso no vemos continuamente el común de los mortales la divina luz del cielo? Y, sin embargo, no estamos iluminados.

Se usa la expresión «iluminado» para designar a un ser que ha alcanzado un estado superior de conciencia, pero ¿acaso no vemos continuamente el común de los mortales la divina luz del cielo?

Un maestro zen llamado Tozan (807-869), escribió lo siguiente en su Hokyo Zan Mai: “La medianoche / es la luz verdadera, / el alba / no es clara”. Este aforismo sorprendente explica que existe otra luz, un sol oculto en medio de la noche, que al despertar produce la iluminación. Así, la luz celeste, que responde a la idea de un Dios que da la vida, se complementa y completa con la idea de una luz que surge del interior de la tierra, o del interior del hombre.

La tarea del pensamiento simbólico es precisamente la de buscar esta luz de medianoche que ilumina el camino del espíritu. Una luz que se incuba en el secreto de las tinieblas. Por eso, en ocasiones, se ha relacionado el pensamiento simbólico con el gnosticismo, pues en ambos casos se busca aquello que está oculto tras la nada tenebrosa. A diferencia de la segunda posibilidad, el pensamiento simbólico encuentra su sentido en la dialéctica entre lo oculto y lo manifestado.

El pensamiento simbólico encuentra su sentido en la dialéctica entre lo oculto y lo manifestado.

Al lector de cultura cristiana no debería extrañarle el aforismo de Tozan, ni tampoco la propuesta simbólica, pues ¿existe alguna diferencia entre la luz de medianoche y el misterio de la Navidad? Pocas, por no decir ninguna. El nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios, sucedió según la tradición en medio de la noche de un 25 de diciembre, en la estación del año en la que la noche es más larga, lo cual es muy indicativo a nivel simbólico. Además se dice que esta luz que iba iluminar el mundo nació en un pesebre, un lugar pobre y despreciable.

Es sabido que los romanos celebraban este mismo día la fiesta del Sol Invictus (“Sol invencible”), y que los cristianos hicieron coincidir la natividad de su Dios encarnado con la fiesta del Sol Invictus. El mismo Jesucristo fue quien dijo: “Yo soy la luz del mundo: el que me sigue, no andará en tinieblas, mas tendrá la lumbre de la vida”. (Jn 8, 12). Notemos que la “luz del mundo” se refiere al Hijo que nació de una Virgen y no al Padre que está en los cielos.

Notemos que la “luz del mundo” se refiere al Hijo que nació de una Virgen y no al Padre que está en los cielos.

Así pues, al igual que Dante, que, según se relata en la Divina Comedia, antes de alcanzar el cielo tuvo que bajar a los infiernos, los místicos de todas las tradiciones se sumergen en las tinieblas de la medianoche, el lugar secreto donde Dios está en potencia, para poderlo manifestar. Es entonces cuando puede aparecer la luz verdadera, el tesoro secreto. O como dirá el mismo Dante en el Paraíso: “Lo sé, mi decir no es más que una simple luz”.

La luz que surge de las tinieblas es la auténtica luz. Un fragmento repetido en varios Upanishad reza: “El Sol allí no brilla, ni la Luna o las estrellas. / Estos relámpagos no brillan, y mucho menos este fuego terrenal. / Cuando Él brilla, todas las cosas brillan. / Todo el mundo es iluminado con su luz”. Y un fragmento del Apocalipsis que describe a la Jerusalén Celestial dice: “La ciudad no había menester de Sol y de Luna que la iluminasen, porque la gloria de Dios la iluminaba, y su lumbrera era el Cordero”.

La luz que surge de las tinieblas es la auténtica luz.

Es apasionante la descripción que los grandes místicos y sabios hacen de su primer encuentro con la luz terrestre, después de atravesar las tinieblas de la nada. Como ejemplo sirva el famoso Zohar, el libro sagrado de la tradición judía, donde se dice: “Una chispa tenebrosa salió de en medio de lo encerrado de su encerramiento del secreto del Ein Sof (“Sin límites”)”. Sobre esta primera chispa se construye el Nuevo mundo.

Élla es el principio de toda la creación y cuando en el Génesis mosaico se afirma que: “En el principio creó Dios…”, los cabalistas leen: “La chispa tenebrosa creó el cielo y la tierra…”. Evidentemente el Génesis no describe la creación exterior sino otra nacida de la luz secreta. De ella es de la que hablan los símbolos.