Prólogo
«La Imaginación como elemento mágico y mediador entre el pensamiento y el ser, encarnación del pensamiento en la imagen y presencia de la imagen en el ser, es una concepción de extraordinaria importancia que juega un destacado papel en la filosofía del Renacimiento y que volvemos a encontrar en el Romanticismo.» Esta observación, tomada de uno de los más destacados exegetas de Boehme y Paracelso, nos proporciona la mejor introducción a la segunda parte de este libro. Retendremos de ella, en primer lugar, la idea de Imaginación como producción mágica de una imagen, el tipo mismo de la acción mágica, incluso de toda acción como tal, pero especialmente de toda acción creadora; y, en segundo lugar, la idea de imagen como cuerpo (cuerpo mágico, cuerpo mental), en el que se encarnan el pensamiento y la voluntad del alma. La Imaginación como potencia mágica creadora que, dando nacimiento al mundo sensible, produce el Espíritu en formas y en colores, y el mundo como magia divina «imaginada», por la divinidad «imágica»: éste es el contenido de una antigua doctrina, tipificada en la yuxtaposición de las palabras Imago-Magia, que Novalis reencontraba a través de Fichte. Pero se impone una advertencia previa: esta Imaginatio no debe en modo alguno confundirse con la fantasía. Como ya observaba Paracelso, a diferencia de la Imaginatio vera, la fantasía es un juego del pensamiento, sin fundamento en la Naturaleza; nada más que «la piedra angular de los locos».
La Imaginación como elemento mágico y mediador entre el pensamiento y el ser, encarnación del pensamiento en la imagen y presencia de la imagen en el ser
Esta advertencia debe prevenirnos del peligro de una confusión habitual, generada por una concepción del mundo que no permite hablar de la función creadora de la Imaginación sino en sentido metafórico. Tantos esfuerzos invertidos en teorías del conocimiento, tantas «explicaciones» (procedentes de un modo u otro del psicologismo, del historicismo o del sociologismo) han acabado por anular la significación objetiva del objeto, en contraste con la concepción gnóstica de la Imaginación, que la plantea como algo real en el ser, y hemos llegado así a un agnosticismo puro y simple. En este nivel, perdido todo rigor terminológico, la imaginación se confunde con la fantasía. Que tenga un valor noético, que sea órgano de conocimiento porque «crea» ser, es algo difícilmente compatible con nuestros hábitos mentales.
Se nos plantea aquí una cuestión preliminar: ¿Qué es, en el fondo, la creatividad atribuida al hombre? Ahora bien, ¿podemos responder a esta pregunta sin haber presupuesto de antemano el sentido y la validez de sus creaciones? ¿Cómo reflexionar sobre la necesidad de superar la realidad en su estado de hecho, así como la soledad de mi yo entregado a sí mismo (el nada-más-que-yo, cuya obsesión puede hacer bordear la locura) en este mundo que nos viene impuesto, si no hemos presentido de antemano, en el fondo de uno mismo, la posibilidad y el sentido de esa superación? Ciertamente, las expresiones «creador» y «actividad creadora» forman parte de nuestro lenguaje corriente. Pero ya sea una obra de arte o una institución la finalidad a la que esa actividad se dirige, no es en estos objetos –que no son más que expresión y síntoma– donde encontraremos respuesta a la pregunta sobre el sentido de la necesidad creadora del hombre. Estos objetos aparecen en un determinado mundo, pero su génesis y su significado hay que buscarlos antes de nada en el mundo interior en que fueron concebidos; es sólo ese mundo, o, más bien, la creación de ese mundo interior, lo que puede estar a la altura de la actividad creadora del hombre, y lo que puede proporcionarle alguna indicación en cuanto al sentido de su creatividad y en cuanto al órgano creador que es la Imaginación.
La creación del mundo interior, puede estar a la altura de la actividad creadora del hombre, y puede proporcionar alguna indicación en cuanto al sentido de su creatividad y en cuanto al órgano creador que es la Imaginación.
En consecuencia, todo va a depender del grado de realidad que se conceda a ese universo imaginado y, por tanto, del poder real reconocido a la Imaginación que lo imagina; pero ambas cuestiones estarán en función de la idea que nos formemos de la creación y del acto creador.
En cuanto al grado de realidad del universo imaginado, nuestra respuesta podrá parecer quizá un deseo o una provocación, pues no disponemos de un esquema de la realidad que admita un mundo intermedio entre el mundo de los elementos sensibles, con los conceptos que expresan sus leyes empíricamente verificables, y el mundo espiritual, el reino de los espíritus, al que sólo la fe tiene todavía acceso. La degradación de la Imaginación en fantasía es ya un hecho consumado. Se opondrá entonces la fragilidad y la gratuidad de las creaciones del arte a la consistencia de las realizaciones «sociales», que serán propuestas como justificación, e incluso como explicación, de aquéllas. Finalmente, entre lo real empíricamente comprobable y lo real sin más, no habrá ya grados intermedios. Todo lo indemostrable, lo invisible, lo inaudible, será catalogado como creación de la imaginación, es decir, como producto de la facultad que segrega lo imaginario, lo irreal. En este contexto de agnosticismo, se entenderá que la divinidad y todas sus formas son creaciones de la imaginación, lo que equivale a decir, algo irreal. ¿Qué puede significar el orar a esa divinidad, sino que se es presa de una ilusión desesperada? Creo que ahora podemos calibrar con una sola mirada el abismo que separa esta idea totalmente negativa de la imaginación y la que vamos a tratar, y, anticipándonos a los textos que vendrán a continuación, podemos responder ya que, precisamente porque esa divinidad es una creación de la Imaginación, es real y existe, y por eso mismo la oración que a ella se dirige tiene un sentido.
Profundizar en ese concepto de Imaginación a que nos ha introducido la alusión inicial a nuestros teósofos del Renacimiento, exigiría un detallado estudio de sus obras. Sería necesario, además, leer o releer, sin perder de vista el objetivo propuesto, todos los testimonios de la experiencia mística visionaria. Pero es forzoso limitar nuestra investigación a un área determinada, la del sufismo y el esoterismo en el Islam, y en particular a la escuela de Ibn ‘Arabi, conforme al propósito de este libro. Por lo demás, entre la teosofía de Ibn ‘Arabi y la de los teósofos del Renacimiento o de la escuela de Jacob Boehme, existen correspondencias lo suficientemente sorprendentes como para justificar los estudios comparativos que ya hemos sugerido en la Introducción, al apuntar las situaciones respectivas del esoterismo en el Islam y en el Cristianismo. En una y otra parte encontramos ideas comunes: la idea de que la divinidad tiene poder de imaginar y de que fue imaginándolo como Dios creó el mundo; la idea de que sacó el universo de sí mismo, de las virtualidades y potencias eternas de su propio ser; de que existe entre el universo del espíritu puro y el mundo sensible un mundo intermedio que es el mundo de las Ideas-Imágenes, mundus imaginalis (mundo de la «sensibilidad suprasensible», del cuerpo mágico sutil, «el mundo en el que se corporifican los espíritus y se espiritualizan los cuerpos», como se dirá en el sufismo); de que ése es el mundo sobre el que tiene poder la Imaginación, que produce sobre él efectos tan reales que pueden «modelar» al sujeto que imagina, y que la Imaginación «vierte» al hombre en la forma (el cuerpo mental) imaginada por él. En términos generales, observamos que la aceptación de la realidad de la Imagen y de la creatividad de la Imaginación se corresponde con una idea de la creación ajena a la doctrina teológica oficial, la doctrina de la creatio ex nihilo, tan introducida en nuestros hábitos, que se tiende a considerar como la única idea válida de creación. Podríamos incluso preguntarnos si no hay una correlación necesaria entre esta idea de la creación ex nihilo y la degradación de la Imaginación ontológicamente creadora, de tal modo que la decadencia de ésta en fantasía segregadora sólo de lo imaginario y lo irreal, que caracterizaría a nuestro mundo laicizado, encontraría sus fundamentos en el mundo religioso que le precedió, en el que imperaba esa particular idea de la creación.
El mundus imaginalis, el mundo de la «sensibilidad suprasensible», del cuerpo mágico sutil, «el mundo en el que se corporifican los espíritus y se espiritualizan los cuerpos», como se dirá en el sufismo.
Sea como fuere, la idea inicial de la teosofía mística de Ibn ‘Arabi y de todos aquellos que le son próximos, es que la creación es esencialmente una teofanía; como tal, es un acto del poder imaginativo divino: la Imaginación divina creadora es esencialmente Imaginación teofánica. La Imaginación activa en el gnóstico es a su vez, igualmente, Imaginación teofánica; los seres que ella «crea» subsisten con una existencia independiente, sui generis, en el mundo intermedio que le es propio. El Dios que ella «crea», lejos de ser un producto irreal de nuestra fantasía, es también una teofanía, pues la Imaginación activa del ser humano no es sino el órgano de la Imaginación teofánica absoluta. La oración es una teofanía por excelencia; en este sentido, es «creadora»; pero precisamente el Dios al que ora porque lo «crea», es el Dios que se revela a ella en esta Creación, y esta Creación, en este instante, es una de las teofanías cuyo sujeto real es la divinidad revelándose a sí misma. Se encadenan aquí, de manera rigurosa, toda una serie de ideas y paradojas. Debemos rememorar algunas, esenciales, antes de considerar el órgano de esta Imaginación teofánica en el ser humano, que es el corazón, y la creatividad del corazón.