Lola Josa & Mariano Lambea: Texto, selección y adaptación de obras poéticas y musicales. Intérpretes: La Grande Chapelle. Director: Ángel Recasens. Madrid, Lauda Música, LAU 001, 2005

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Todo se convierte en una gran aventura desde el momento en que el lector se aproxima a Miguel de Cervantes, el más celebrado de los escritores por dos de sus criaturas de ficción: don Quijote y Sancho. Sin embargo, él, el creador, se nos pierde por momentos entre las brumas de sus trabajos y sus días. Nace en 1547 en Alcalá de Henares y muere en 1616 en Madrid. Fue soldado, cautivo y escritor. Dejó las armas y tomó la pluma para abandonarla, también, largamente durante casi veinte años. Se busca y rebusca en sus textos toda información que permita completar lo que se sabe de él. Sin duda, por el afán de conocer cómo vivió, por qué vivió como vivió…, en fin, para intentar saberlo casi todo del mortal que habitaba en el más inmortal de los escritores. Pero resulta que, cuando leemos esos fragmentos dispersos que conforman un retrato de artista, como dijo Canavaggio, y en los que Cervantes se reconoce a sí mismo, nos deslumbra más el modo con el que su rostro surge de entre las páginas que lo que nos dice. Lo cierto es que aquel hombre “más versado en desdichas que en versos” -según el mismo dice, por boca del cura del Quijote– ha llegado a alcanzar un reconocimiento universal que ni Lope, ni Góngora, ni Calderón, ni ningún otro de los afamados ingenios de su siglo lograron con sus (también) excepcionales creaciones.

Heredero de todos los logros literarios del siglo XVI, Cervantes convierte su obra en puerto de llegada y de salida por un esfuerzo consciente con el que ganó terreno a la ficción en aras de la realidad y de sus leyes. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (Madrid, 1605 – segunda parte: Madrid, 1615) es la cumbre del arte narrativo que el Lazarillo de Tormes y Mateo Alemán con su Guzmán de Alfarache habían asentado. En este caso, el protagonista es un hidalgo manchego al que se le ha secado el cerebro de tanto leer libros de caballerías, y que sale a recorrer el mundo en busca de aventuras porque quiere resucitar la caballería andante. Un protagonista que decide su propia identidad y que, a modo de un nuevo génesis, se da nombre al tiempo que se lo da a todas sus realidades: Rocinante, Dulcinea. Pero Cervantes, magistralmente, creó un interlocutor para don Quijote: Sancho Panza, personaje tan importante como su señor, al que vemos aquijotarse y ganar hondura conforme avanza la novela y más son sus andanzas. Ambos conviven, comparten, discuten, dialogan y se nos van descubriendo en su maravillosa humanidad. Van (y tras ellos, el lector) de aventura en aventura que, de hecho, siempre es la misma: la que lleva de la ilusión a la realidad y viceversa. Por el camino van encontrándose con toda suerte de personajes episódicos que son narradores de sus propias vidas. Y, precisamente, con esta polifonía narrativa, la novela se va enriqueciendo. Junto a la pluralidad de voces, de puntos de vista, y junto a ese héroe que escoge su propia identidad y que va acompañado de su buen amigo y escudero, Cervantes suma la genialidad de hacernos creer a nosotros, los lectores, que cede su responsabilidad a otro autor, Cide Hamete Benengeli.
En cambio, Cervantes es mucho más que el autor del Quijote. Se nos descubre como maestro en humanidad, en cuanto es el creador de ficciones que se sustentan sobre las leyes humanas, tan dolorosamente humanas, que mueven el mundo, la realidad. Los personajes cervantinos son inolvidables, profundos en cuanto a que se aproximan a nosotros y no a modelos estereotipados por la tradición poética. Detrás del creador, Cervantes hombre se escapa de cualquier esquema académico: “impenetrable, su misterio nos fascina, porque es la clave de una experiencia que se ofrece a nosotros sólo a través de la escritura y que sin cesar encuentra nuestra propia experiencia de lector. Así lo había comprendido Cide Hamete, quien también quiso dejar a su pluma la palabra final: Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar, y yo escribir; solos los dos somos para en uno” (Canavaggio).
En cuanto a la dicotomía que Cervantes fija espléndidamente entre el “hidalgo sosegado” Alonso Quijano y el “caballero andante” don Quijote, hemos de decir que puede extrapolarse sin excesivo desacierto a la sensibilidad musical de la época. Recién comenzado nuestro barroco musical, el magma sonoro que envuelve la actividad del compositor y el gusto de quien escucha ofrece un campo de experimentación y deleite musical en el que todo se amalgama: lo culto con lo popular; la inspiración propia con la cita intertextual o el préstamo ajeno; y el tópico o lugar común con el recurso expresivo original. Esta especie de coiné musical se asemeja a la nebulosa mente de Quijano/Quijote, ahora cuerdo, ahora loco; ahora preocupado por su tiempo, ahora “enderezando tuertos y desfaciendo agravios” en tiempos pasados; ahora caballero furioso e indómito, ahora fiel enamorado y poeta melancólico; ahora real y tangible, ahora encantado y etéreo; y, en definitiva, ahora escuchando romances antiguos, ahora conociendo y gustando las novedades musicales del siglo.
Desde este planteamiento dual hemos realizado la selección de composiciones para el presente CD. Hemos buscado “música para Don Quijote”, antes que recurrir a la “música en el Quijote”. Hemos intentado recrear el ambiente musical de la época, más que volver a reproducir los romances antiguos de todos conocidos. Se ha conservado la música de varios romances antiguos incorporados por Cervantes en el transcurso de su relato, y también la de algunas canciones de corte tradicional. Por esta razón hemos incluido algunos de esos romances, para no perder el referente caballeresco que animó a nuestro valeroso hidalgo. Hemos querido pensar más en un Quijote aventurero, encantado y, sobre todo, platónica y literariamente enamorado. Por todos estos motivos nuestra selección es libre y más lírica. Hemos musicado, echando mano de la coiné musical que hemos mencionado, algunos poemas del propio Cervantes que jalonan el discurso de su novela y que nunca fueron puestos en música. Nosotros se la hemos buscado y adaptado, y lo hemos hecho amparados en la vieja costumbre de la época, en la que algunas poesías se cantaban sistemáticamente “al tono de” canciones conocidas y gustadas de todos. En este sentido nos hemos limitado a aplicar la antigua técnica del contrafactum, ese trueque semántico entre músicas y poesías que atempera la expresividad y encauza la aprehensión del concepto poético y la memoria del referente melódico. Simbiosis poético-musical que siempre alcanza las cotas más preciadas de refinamiento estético y valor artístico.
En nuestra selección hemos incluido un párrafo de la novela antecediendo al poema escogido. Quizá esto nos haya condicionado de alguna manera la elección del poema, pero en cualquier caso ha sido un condicionamiento consciente, intencionado y hallado. Nos hemos visto obligados a retocar algunas poesías para introducir los nombres propios del argumento cervantino; y, de la misma manera, hemos modificado estructuras musicales y adaptado fragmentos y repeticiones a tal o cual verso. Por ello nuestro trabajo ha consistido en recrear estas músicas para don Quijote.
La música que hizo escuchar Cervantes a don Quijote en sus ratos de locura era la de los romances antiguos, una música de raíces tardomedievales y renacentistas; y la que le hizo escuchar en sus momentos de lucidez era la música del primer barroco. Nuestro escritor escuchó todo tipo de música: instrumental, profana y religiosa. Y la escuchó con la fruición y el embeleso característicos de su espíritu sensible. Por eso le otorgó a la música, además del poder evocador, aquel poder lenitivo que quiso transmitir con la celebérrima frase que puso en boca de Sancho: “Señora, donde hay música no puede haber cosa mala” (Quijote, II, 34). Como si el genial escritor quisiera que la música se asemejara a las andanzas de su ideal caballero y fiel escudero, para paliar en algo los errores y desastres de la edad de hierro, y las horas de maldad y perversión, que recorren, cual pesadilla maldita y continua, los siglos y las generaciones de toda la historia.