Lola Josa explica el contenido de la Antología «Música poética». El gran Burlador
Otra ed. : selección y adaptación (texto y música), Lola Josa y Mariano Lambea, El gran Burlador. Música para el mito de don Juan, Madrid, Lauda Música, 2007.

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Cuando el tiempo se acaba, allí donde las fronteras se difuminan y el hombre queda despojado de toda coordenada, ése es el preciso instante en el que nace don Juan como sempiterno mito de la rebeldía frente a Dios. Y más allá de creencias que le conduzcan a la muerte o a la salvación sobre los escenarios, don Juan seguirá fiando su esencia mítica a los pies voladores de su buena estrella por los siglos de los siglos, puesto que su génesis es, por encima de todo, maravilloso y excepcional testimonio de cómo la creación artística, el gozo por el arte y la cultura son la guía segura (¿la única?) para la humanidad. ¿Quién no conoce a don Juan? ¿Qué sociedad o qué época no ha recreado el mito bajo sus propias máscaras?

Hacia 1615 vio la luz el fecundo drama de don Juan Tenorio; es decir, en el barroco nació el mito. Salió de la pluma de Tirso de Molina, seudónimo de fray Gabriel Téllez, fraile de la Orden de la Merced que, incluso, llegó a ser procesado por la Junta de Reformación de las Costumbres, creada por el gobierno del conde-duque de Olivares, por el supuesto escándalo que el fraile causaba con sus comedias profanas “y de malos incentivos y ejemplos”. Como dramaturgo, Tirso de Molina cultivó todos los géneros dramáticos bajo las directrices técnicas y temáticas del magisterio de Lope de Vega. Sin embargo, sólo él fue capaz de asimilar, combinar y superar los parámetros dramáticos de la Comedia Nueva y los que le brindaba la mitología clásica para lograr la escritura del Burlador de Sevilla y convidado de piedra.         
Es cierto, asimismo, que fundió materiales provenientes de la leyenda popular -el joven burlador de mujeres y el convite a los muertos-, pero Tirso hizo posible que don Juan, el burlador de honras, no fuese, simplemente, un libertino o un hombre que cena con un muerto, puesto que la existencia que el genial dramaturgo trazó para don Juan es tan vertiginosa que va más allá de todo límite que la tradición pudiera fijarle. La vida de este paradigmático protagonista es, como diría Ruiz Ramón, un relámpago ente el amor y la muerte, entre el placer y su castigo. Don Juan inicia sus aventuras en el dormitorio de la duquesa Isabela, en Nápoles, y las termina en manos de la dama más esquiva que imaginarse pueda: la muerte, ante el sepulcro de don Gonzalo de Ulloa, en una iglesia sevillana. Y a lo largo de todo el drama, don Juan correrá de una burla a otra fiado a los pies voladores de su caballo. Por ello, la acción dramática de la obra presenta un frenético dinamismo, porque el protagonista no tiene tiempo que perder: ha de gozar y huir en busca de nueva deshonra que halla en toda mujer que, por azar, le sale al paso. Sus trazas de burlador nacen de las propias circunstancias de cada encuentro que nada tiene de premeditado: muda su identidad (si de damas nobles se trata), jura lo que no piensa cumplir (si son plebeyas), viola toda ley del decoro, bien con la palabra, bien con el disfraz, y, después, recién burlada la mujer, la deja, se va, dando rienda a esa eterna huida en la que vive. Y es que don Juan no tiene conciencia ni de pasado ni de futuro; ni teme a justicia alguna, ni a la humana ni a la divina, ni, por eso, puede tampoco arrepentirse; su tiempo mítico es un eterno presente, latente, siempre, en su leitmotiv: “¡Qué largo me lo fiáis!”. Razón por la que, a su vez, la muerte le llega de la misma manera que ha ido encontrando el amor: súbitamente, sin tiempo para nada más que morir. Todo ello justifica que El burlador de Sevilla… sea un drama teológico, porque la propia concepción vital de don Juan atenta contra la concepción lineal del tiempo cristiano. La muerte supone para el mito el castigo de los castigos, la doma de un rebelde que, finalmente, tal y como era imperativo en siglos de Inquisición, debía sucumbir ante la justicia de Dios y caer condenado al infierno. Don Juan, el burlador de las leyes humanas, no pudo con la divina. Los rasgos de ángel caído con que Tirso lo va perfilando, verso tras verso, son todo un preludio de su final.
Lo humano y lo divino: dualidad que está presente en el título mismo de la obra, pautada por una conjunción que define la frontera de lo profano (el Burlador) y de lo sacro (el convidado) que se corresponde, además, con los dos modos dramáticos con que se despliega la acción: la primera parte, a modo de comedia de enredo, en la que el amor y la burla son tema y motivo de todo lo que ocurre, y que, por ello, tiene a Fortuna y a Amor como dioses omnipotentes; la segunda se desarrolla y concluye como drama, en el que el orden se reconstruye, cobrándose la Muerte a quien había sembrado el caos. El tiempo del drama empieza, precisamente, en la mitad de la tercera jornada, en el momento álgido de la acción dramática -el clímax-, cuando don Juan invita a la estatua del comendador a cenar. Esta dimensión trascendente, sacra, irrumpe y empieza a disipar las intrigas que las trazas del Burlador han ido sembrando por la ancha geografía que, como un vendaval erótico, ha recorrido: ha gozado y burlado tanto a nobles (Isabela y doña Ana) como a plebeyas (Tisbea y Aminta), a extranjeras (Isabela) como españolas (el resto); él, que como un catalizador lo activaba y dislocaba todo, porque hemos de tener presente que los cuatro elementos de la cosmología simbólica de la Edad de Oro forman parte de los fundamentos míticos de la obra (don Juan es aire por cómo huye, y es fuego por su pasión erótica; Tisbea, quien lo descubre como mito, es pescadora y, por consiguiente, relacionada con el agua, así como Aminta, por ser villana, con la tierra), él, como decíamos, a partir de esa escena del convite a la estatua del comendador, pasa a enfrentarse con lo sobrenatural cuyo código desconoce y, por lo tanto, no puede burlar. Atrás han quedado, pues, los hombres y sus ridículos códigos de honor y honra.
Pero aún hay una última clave que nos permite disfrutar de todo este universo dramático sin precedentes y que, en sí, es el genoma -si se nos permite- de don Juan. No olvidemos que la originalidad creativa en la Edad de Oro -¡y en cualquier edad del arte!- no se entiende si no hay detrás un modelo que imitar o con el que crear una relación dialéctica desde los tejidos más profundos del texto. En este caso, hemos de remontarnos a la mitología clásica, porque don Juan es un nuevo Eneas. Y quien lo descubre es, como no podía ser de otra forma, la mirada de una mujer: la pescadora Tisbea que, versos antes de verlo, se declaraba, cual protagonista de égloga piscatoria, feliz desamorada por no estar sujeta al yugo de Amor. Sin embargo, en cuanto ve a don Juan, queda prendida en sus redes.
Pero recordemos su modelo mítico: Virgilio, en la Eneida, hace que Eneas sea arrojado por una tempestad a la costa de África y que sea recogido por los habitantes de Cartago, ciudad fundada por la reina Dido. Mientras reparan las naves, ella lo acoge con hospitalidad al tiempo que se enamora de él. Durante una cacería, empezó a llover, lo que les obligó a refugiarse en una cueva; allí se amaron por voluntad de Venus (madre de Eneas). Pero Yarbas, rey indígena africano, celoso de Eneas y enamorado de Dido, pidió a Júpiter que alejara a Eneas como venganza de la reina que había sido mujer desdeñosa al amor hasta la llegada del forastero. Júpiter le escuchó, y dio órdenes de partir al héroe quien obedeció. Eneas se fue sin volver a ver a la reina. Y Dido, al verse abandonada, levantó una gran pira para entregarse a las llamas.
Por su parte, don Juan, antes de ser arrojado por el mar Mediterráneo a las playas de Tarragona, es un “hombre sin nombre”. La obra se abre con una voz de mujer -la duquesa Isabela- que, desde su aposento, enseña el camino de salida a un caballero. La duquesa, en cambio, cae en la sospecha de que ese hombre al que se ha entregado no es su prometido, el duque Octavio (según la convención teatral de la época, la voz no era identificativa de los personajes), y le pide luz, pero el hombre sin nombre se la niega… Don Juan, con esta escena, se presenta, no como caballero con nombre y linaje, sino como Burlador a quien el placer del instante le hace violar la ley del decoro a la que, sin embargo, como noble, está obligado; por lo tanto, empieza condenándose ya desde la ladera dramática. Pero nos interesa insistir en que don Juan no tiene rostro ni nombre para esta primera dama burlada. Huirá de Nápoles sin dejar más que esa estela de burla que su tío e Isabela ocultan porque conviene a la honra y a la posición social. Como Burlador, por lo tanto, se embarca hacia España, y naufraga frente a las costas de Tarragona, para que una nueva Dido, ahora humilde, lo socorra y acoja. Es ella la que describe al lector-espectador el naufragio bajo referencias virgilianas; es ella la que, con sus palabras, deja cifrada la clave mítica de don Juan. Luego, ya, al ver al apuesto galán inconsciente sobre la arena, le pregunta al criado, Catalinón, que cómo se llama su señor, y en ese instante don Juan Tenorio nace para siempre jamás, escupido por la espuma del mar a los brazos de una bella mujer, y bajo la protección de Venus, Fortuna y Amor. La nueva Dido era necesaria para la génesis del mito. También Tisbea, tras ser burlada, intentará suicidarse en el mar, mientras aclama al fuego inmolador de su modelo, la reina de Cartago. Pero, a pesar de que con los gritos desesperados de la pescadora Tirso enlaza la reminiscencia del mito antiguo con el moderno, la nueva Dido se salva por la ayuda de otros pescadores que, en lugar de pedir venganza a los dioses por estar enamorados de ella y jamás ser correspondidos, se prestan a socorrerla con estremecedor sentimiento. A su vez, el extranjero seductor vuelve a huir como hizo muchos siglos atrás en Cartago. No obstante, algo sumamente decisivo los diferencia: Eneas obedeció a los dioses; don Juan, no. Y esta diferencia es la clave, ya no sólo de la trágica muerte con la que el nuevo Eneas desaparece del escenario de la mano vengadora de la estatua de don Gonzalo de Ulloa, sino que, asimismo, se trata del atributo más sutil del mítico don Juan: es atractivo y repulsivo al mismo tiempo, y esta dualidad, pese a su complejidad, es, en el fondo, dramáticamente humana. Por ello, don Juan es un mito universal y Tirso de Molina, un maestro.
Con el presente CD, ha sido nuestra voluntad crear un repertorio que fuera fiel reflejo de todo lo que acabamos de comentar a propósito de la esencia del ente de ficción que, quizá, mayor interés haya despertado en escritores, músicos, dramaturgos, artistas y personas de toda condición e inquietud. Por este motivo, para rendirle homenaje a Tirso de Molina, hemos seleccionado versos del propio drama y les hemos puesto música de la época; otros los hemos recreado para incrustarlos, como piedra preciosa, en el oro de otros versos anónimos del barroco poético hispánico que son representantes de iguales motivos y sensibilidad lírica; en otras ocasiones, hemos escogido poemas de otras plumas que cantan, también, las excelencias de algunos de los pilares que sostienen al mito. En cuanto al orden de las piezas, hemos de decir que está pautado según una estrategia musical, pretendidamente efectista, con la que hemos querido presentar y recrear a don Juan, e indicar, poética y musicalmente, los puntos cardinales de su acción dramática: sus cuatro conquistas, qué es el amor tanto para él como para ellas, su arrogancia como Burlador, su nacimiento como nuevo Eneas… Y, precisamente, como tal, hemos considerado que tenía que irrumpir en la pieza «El mar está hecho Troya», a modo de nacimiento o resurgimiento; es decir, como inicio trascendente de nueva andadura tanto para el mito como para nuestro trabajo. Al ser la nueva Dido quien lo presenta, la pieza «Dulce ruiseñor» está pensada, al igual que «Flores, ¡a escuchar los dos ruiseñores!» para Tisbea, en cuyo regazo despertará don Juan para volar y abandonarla tras haberle entonado bellas palabras, tal y como recoge la pieza «Acentos de un nuevo Eneas». Sin más dilación, en la pieza «El gran Burlador» se presenta a don Juan en su condición amenazadora como burlador de honras y honores, y en «Un hombre sin nombre» prolongamos la recreación de su atributo con el matiz, en este caso, que escogió Tirso para presentarlo como burlador sin nombre. En «¡Sevilla a voces me llama…!», el protagonista hace explícitas sus intenciones con una soberbia sobrenatural.
La pieza «Aminta sale más bella» presenta la burla a la villana, y «Quedito, pasito» y «¡Qué dulcemente hiere!» la burla que sufre doña Ana de Ulloa. «No gima nadie» está dedicada, como colofón a toda burla, al dios de la comedia de enredo: Amor, que es el que rige la primera etapa del mito, y «¡Qué largo me lo fiáis!» fija el leitmotiv de toda la obra, en el que queda cifrado el dramático existir de don Juan. Por último, antes de la obligada secuencia Dies irae que debe cerrar el repertorio, hemos tenido querencia por el contrapunto de un baile como rememoración, por un lado, del ambiente festivo que don Juan se encuentra al cruzarse en su camino Aminta, pero, por otro, como jocoso triunfo que deliberadamente hemos querido otorgar a la mujer para que la burlada burlase.