Aquel hombre extraño era amigo de todos los monjes, que le recibían por turnos durante sus peregrinaciones secretas.
Un día, siendo el huésped de una gran comunidad, observó que entre los monjes se hallaba un abad condecorado con la Legión de Honor. Acercándose rápidamente hacia él, se arrodilló y rogó a los demás hermanos que hicieran lo mismo.
Seguidamente, después de haberlo adorado tres veces, habló así:
“¡Oh, poderoso Señor!, ¡oh, generoso!, ¡oh, valiente!, ¡oh, santo!, reconocemos gracias a tu señal, tu fuerza, tu amor, tu valentía y tu fe. Dios sea loado por habernos dado un maestro como tú. De buen grado nos reconocemos cobardes e idiotas, todos nosotros que no llevamos la Legión de Honor y nos humillamos ante ti. ¡Oh, valiente entre los valientes! Únicamente perdona nuestra nada, ¡oh, héroe!, y acepta nuestro humilde homenaje.”
Después de decir esto, se volvió hacia los monjes estupefactos y continuó:
“Hermanos propongo que cada uno haga y ofrezca una medalla al gran maestro virtuoso que consiente habitar entre nosotros. Así aumentaremos ciertamente su valor y su gloria. Por lo que a mi respecta, le ofreceré una cruz negra con una cinta negra… una cruz negra con un hombre crucificado en ella… un hombre blanco por fuera y rojo por dentro… un hombre rojo coronado con una corona de espinas.”
Cuando se volvió, vio sólo un montoncito de polvo inmóvil, que recogió con mucho cuidado y que se llevó a su celda sin decir palabra. Lloró sobre la ceniza y empezó a moldear el limo así obtenido con la forma de un hombre, después sopló sobre ella mientras simplemente decía “ve” y el abad desnudo huyó asustado de la habitación del hombre extraño, cuyo verdadero nombre nadie conoció jamás.