Mi padre, Lluís Arola (1925-1979) no fue un pintor, era sastre y trabajaba todo el día en su sastrería, pero le gustaba pintar. En 2002 el “Museu d’Art Modern de Tarragona” expuso algunos de sus trabajos. En el catálogo escribí el texto siguiente (Raimon Arola).

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Intento imaginarme qué pensaría —o que piensa— mi padre de esta presentación y de la exposición póstuma del conjunto de su obra plástica que ha dado origen estas palabras. De una cosa estoy seguro, estaría encantado de poder saludar a la gente en la inauguración y sería feliz sirviéndoles comida y un buen vino, creo que incluso insistiría para que, en esta ocasión, bebiesen alcohol los abstemios de toda la vida. Pero no tengo claro qué pensaría de esta presentación, en primer lugar porque le costaba expresar sus sentimientos y verbalizar sus reflexiones. No sabía, o no quería, desarrollar teóricamente la profunda e intensa fuerza trascendente que estaba en el origen de sus creaciones, pero que escondía tras una palabra que utilizaba a menudo para hablar de sus pinturas y también para calificar cualquier otro suceso de la vida; una palabra pronunciada en italiano, como un término musical: divertimento.

Durante los siglos XVII y XVIII, los divertimentos eran pequeñas piezas hechas para los entreactos de grandes obras, una expresión que en el siglo XX fue utilizada por los compositores para indicar una creación de estilo serio realizada de forma libre. Para mi padre todo era un divertimento en la forma y en el fondo; es decir, una forma libre, imaginativa, fantasiosa y un fondo serio, trascendente, penetrante. O un divertimento, del latín divertere, es decir: «llevar (una cosa) de un sitio a otro»; pintaba en medio de todos, de sus hijos o de los invitados que siempre llenaban su casa, sobre cualquier material y en las circunstancias más sorprendentes, como si no estuviera haciendo nada, pero una profunda emoción trágica está en el origen de sus creaciones. «Llevaba» la trascendencia del mundo de las ideas a su vida cotidiana, es decir, se «divertía».

Por eso, seguramente expresado de otra manera, es por lo que a mi padre le hubiera gustado que esta exposición fuese la más discreta, minúscula e insignificante del arte universal, y no la más importante, representativa y fundamental de la pintura local tarraconense. Evidentemente, estoy refiriéndome a un sentimiento, no a una realidad, ya que no es mi labor valorar su talento, esto sería el cometido de los críticos, en el improbable caso que hallasen digna de comentar una obra desconocida y situada en un marco apartado de las modas.

Tras sus divertimentos, como tras su oficio de sastre de la burguesía tarraconense y del padre responsable, se escondía un instinto creativo de mucho voltaje. Un instinto y, también, una intuición. Un instinto, ya que era una fuerza irreprimible, una necesidad, algo consubstancial a su temperamento y a su manera de comportarse en el mundo, pues no concebía la vida sin crear, inventar y conocer a través del juego; era, como diría Johan Huizinga, un homo ludens.

Mi padre era un hombre eminentemente creativo. No me refiero sólo a sus pinturas, sino a cualquier actividad que realizaba. Le gustaba cortar el césped del jardín creando largas diagonales que ordenasen el resto del trabajo, disfrutaba inventando nuevas recetas mientras cantaba los tangos de Gardel, cuando aún no estaban de moda, escribía poesías, novelas y montaba obras de teatro, confeccionaba disfraces para cualquier fiesta que organizaba, creó un colegio, trajo el escultismo a Tarragona… y, además, le gustaba pintar. Opinaba sobre cualquier tema con temple y coherencia, tenía iniciativas, quizá demasiadas, ya que muchas no las acababa. En este sentido era realmente un hombre nacido bajo el signo de Aries.

Nunca fue un profesional del mundo del arte ni de la creación. Me parece, y esto es solo una suposición, que al final de su vida había considerado seriamente el hecho de dedicarse profesionalmente a la pintura, los hijos ya éramos mayores (ya no nos tenía que mantener), los tapices que realizaba con regularidad le servían para marcar una línea propia (él era sastre y tenía los medios técnicos necesarios), hacía poco tiempo que había conocido a Jaume Vidal Alcover y a Maria Aurelia Capmany, que se habían instalado en Tarragona (unos contactos que podían abrirle las puertas de los expertos que decidían en Barcelona)…, pero por lo visto la profesionalidad no era su destino, una lástima, pero también una suerte. No tuvo que lidiar ni con el mercado del arte ni con la publicidad, con unas exposiciones hechas según el gusto del público o de la crítica, ni siquiera estar pendiente de la cantidad de su producción.

Lo que creó como amateur no tenía más pretensión que la propia alegría innata del acto creativo, aquello que define al ser humano. Era atrevido y sin complejos, las líneas y los colores surgían de su pincel como en una danza inspirada por algún genio, el mismo que no le permitió entrar en el circuito profesional. Fue un gran amateur, es decir, un gran amante de la creación.

Un ejemplo que puede servir para ilustrar lo que acabo de apuntar es que entre los dos grandes pintores que marcaron las tendencias figurativas de buena parte del siglo XX: Matisse y Picasso, se inclinaba íntima y decididamente por el primero; a menudo me explicaba entusiasmado como Matisse, cuando estaba enfermo, pintaba desde la cama y recortaba papeles que luego pegaba como si de un juego se tratara. No es que no le gustase Picasso, ¡al contrario!, me parece que hasta soñaba con él y con sus pinturas, que en algunos casos podía incluso copiar (sobre todo en el uso de las líneas rectas) -además de ser un símbolo antifranquista, más afín con sus ideas-, pero a pesar de su reconocimiento explícito hacia Picasso, el arte de Matisse lo conmovía más íntimamente, se sentía más próximo a su espíritu simple y generoso, que al deseo de fama que guiaba a Picasso.

Otro ejemplo serían los grupos de jóvenes con los que montó diversas obras de teatro, le gustaba el teatro del absurdo de Samuel Beckett, especialmente: “Esperando a Godot”. Su lectura de la obra de Beckett no coincidía estrictamente con el espíritu del autor, ya que donde éste veía un profundo sentimiento existencialista, impregnado del vacío nihilista, mi padre encontraba una gratuidad especial; una escena sin ninguna explicación lógica era para él un motivo para enfrentarse al misterio de la creación. Sin una teoría filosófica o religiosa, reconocía intuitivamente el sentido original de la gratuidad: lo que es dado por gracia, vacío de todo interés. Por eso, también regalaba sus pinturas al primero que pasaba por allí; solo al final de su vida entró en los circuitos profesionales y vendió alguno de sus tapices, me parece recordar que solo fue uno…, y al cabo de poco tiempo murió.

Recuerdo que, después de un viaje por las iglesias pirenaicas, le expliqué lo que estaba estudiando sobre el arte románico, insistiendo en el hecho de que las creaciones de los maestros medievales estaban muy integradas en su entorno, que su arte continuaba la realidad natural. Estábamos en el jardín de nuestra casa y la conversación se interrumpió porque vino un jardinero a ver unos árboles enfermizos. Después de observarlos, el jardinero le dijo a mi padre: «Estos árboles no morirán, ya que los gusanos parásitos que se reproducen en su interior y viven de ellos, los gusanos saben hasta donde pueden comer para que el árbol no muera». Cuando el jardinero se fue, mi padre me dijo: «Los maestros del arte románico sabían qué creación tenían que hacer, como los parásitos saben hasta dónde pueden llegar». Al cabo de los años he reflexionado sobre el arte medieval y también obre el arte popular y tradicional, y siempre he recordado la imagen que aquel día me explicó mi padre: un arte que sabe intuitivamente, la intuición de un saber que es la vida misma. Un haikú japonés puede resumir este sentimiento: «El ciruelo de mi cabaña; No pudo evitarlo, Floreció».

No creo que se pueda hablar de la obra de mi padre como de l’art pour l’art, es decir, justificar su creación por el sentimiento estético. Lo que hacía no era art pour art; en su caso, las pinturas y los tapices formaba parte de la vida misma y sus obras eran el fruto de una manera de ser y de hacer.

Hace poco volví a ver la película de Gabriel Axel, El festín de Babette (basada en la novela de Isak Dinesen), en ella alguien afirma que si un talento real no puede desarrollarse sobre la tierra, será un motivo de alegría infinita para los ángeles. Una idea brillante y muy adecuada para explicar la creatividad de mi padre, pues si bien el arte actual, y especialmente la pintura, ha descubierto la importancia de la libertad y la espontaneidad tanto a nivel expresivo como teórico, algo falla si éstas cualidades no van acompañadas de la gratuidad; no hay completa libertad sin completa gratuidad, pues como escribió Louis Cattiaux:

«´Libertad o muerte´ para el artista más que para cualquier otro hombre: esta fórmula es peligrosamente cierta durante todos los días de su vida. Mejor todavía, lo que tendría que decorar con letras capitales las paredes de su taller es la inscripción: ´gratuidad o muerte’, ya que el arte es libertad, amor, gratuidad, magia y vida.´»

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Presentación de algunos fragmentos de sus pinturas y tapices. Al final se incluyen algunas fotografías de su mundo cotidiano. Escuchar los tangos de Carlos Gardel es casi imprescindible al tiempo que se contemplan las imágenes.

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