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Libro
El fruto de la nada y otros escritos. Edición y traducción Amador Vega, ed. Siruela, Madrid, 2008
Presentación
El Maestro Eckhart (1260-1328), fue un dominico alemán, predicador, teólogo, enseñante en la universidad de París y director del studium generale en Estrasburgo y Colonia. Se considera también una de las figuras claves de la mística renana, una corriente espiritual que floreció a orillas del Rin, caracterizada por la búsqueda de la experiencia directa de Dios, más allá de los ritos o las fórmulas dogmáticas. Escribió algunos tratados de los que solo se conservan fragmentos, y se le conocen 113 sermones, aunque la autenticidad de algunos aún se debate.
Estos sermones, que fueron pensados y predicados no en latín, sino en alemán, contribuyeron a formular una lengua propia para tratar temas filosóficos o teológicos, cosa que le granjeó el título de «creador de la prosa alemana».
Mientras que muchos místicos describían la unión con Dios como un sentimiento inefable, él lo puso en palabras, si bien: “Sus expresiones arriesgadas―escribe Vega en el prólogo― sobre el nacimiento del Hijo de Dios en el alma, la experiencia nihilista de Dios a quien llama «pura Nada», el vacío interior que el espíritu comprende como una muerte necesaria o al exilio del alma noble, todo ello condujo a sus acusadores a ver en su obra tesis heréticas”[1].
En el tratado sobre “Los pobres de espíritu” que presentamos a continuación se burla de quienes entienden esta pobreza como algo exterior referido a los bienes de este mundo, y describe precisamente esta experiencia de unidad del creador con su criatura:
…cuando por libre decisión de mi voluntad salí y recibí mi ser creado, entonces tuve un Dios; pues antes de que las criaturas fueran, Dios no era Dios: pero era lo que era. Y cuando las criaturas llegaron a ser y recibieron su ser creado, entonces Dios no era Dios en sí mismo, sino que era Dios en las criaturas.
Parece evidente que la unión con Dios no era para él un estado de éxtasis místico, sino una transformación profunda, una regeneración o nueva creación que alcanzaba tanto a Dios como al ser humano. Eckhart llamó a esta experiencia el «nacimiento de Dios en el fondo del alma». El fondo del alma, o chispa del alma, sería la parte más auténtica y pura de cada ser, el misterio supremo pues es allí donde se puede experimentar su presencia de manera directa. Se produce entonces una unidad esencial entre Dios y la criatura.
En el segundo sermón, titulado “La montaña verde”, trata del alma que debe ascender a la montaña, apartada y separada de la multitud, una montaña de hierba verde porque “en lo alto todas las cosas son verdes y nuevas” y añade “quien quiera comprender la doctrina de Dios tiene que ascender a esa montaña”, seguramente refiriéndose a la montaña a la que ascendieron todos los profetas a partir de Abraham, a la antigua montaña de Moriá, o de la visión, en la que todas las cosas verdean y se renuevan en Dios.
Propuesta aparentemente increíble que no solo interpelaba al mundo medieval, sino que también lo hace al ser humano actual.
Lluïsa Vert
Maestro Eckhart
Los pobres de espíritu
Beati pauperes spiritu, quoniam ipsorum est regnum caelorum (Mt 5, 3)
La bienaventuranza abrió su boca de sabiduría y dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3).
Todos los ángeles y los santos y todo cuanto jamás ha nacido debe callar cuando habla la sabiduría del Padre, pues toda la sabiduría de los ángeles y de las criaturas es pura locura ante la sabiduría insondable de Dios. Ella ha dicho que los pobres son bienaventurados.
Ahora bien, hay dos tipos de pobreza: una pobreza exterior, que es buena y digna de elogio en la persona que la toma consigo por amor de Nuestro Señor Jesucristo, porque él mismo la asumió en la tierra. De esa pobreza no quiero decir nada más, pero hay todavía otra pobreza, una pobreza interior, es la que hay que entender en la palabra de nuestro Señor, cuando dice: «Bienaventurados son los pobres de espíritu».
Ahora os pido que seáis de la misma manera, para que entendáis estas palabras: pues, por la verdad eterna, os digo que, si no os hacéis semejantes a esa verdad de la que ahora vamos a hablar aquí, no podréis comprenderme.
Algunas personas me han preguntado qué es la pobreza en sí misma y qué es un hombre pobre. Vamos a responder.
El obispo Alberto dice que un hombre pobre es aquel que no encuentra satisfacción en las cosas que Dios ha creado, lo cual está bien dicho. Pero nosotros lo vamos a decir todavía mejor y consideramos la pobreza en un sentido superior: un hombre pobre es el que nada quiere, nada sabe y nada tiene. Queremos hablar de esos tres puntos y os ruego, por el amor de Dios, que comprendáis esa verdad si podéis; pero si no la comprendéis, no os preocupéis por ello, pues la verdad de la que voy a hablar es tan genuina que sólo poca gente buena la comprenderá.
En primer lugar, decimos que un hombre pobre es aquel que no quiere nada. Alguna gente malinterpreta este sentido; son aquellos que se apegan a la penitencia y al ejercicio exterior, que ellos tienen en gran consideración. Que Dios se apiade de ellos por conocer tan mal la verdad divina. Se les llama santos en razón de las apariencias, pero en el interior son asnos, pues no saben discernir la verdad divina. Ellos dicen que un hombre pobre es aquel que no quiere nada y lo demuestran como sigue: el hombre debe vivir de forma que no cumpla jamás su propia voluntad en nada y que deba esforzarse por cumplir la deliciosa voluntad de Dios. Esos hombres están bien encaminados y su opinión es correcta, por eso queremos alabarlos. Dios quiera en su misericordia darles el reino de los cielos. Pero yo digo, por la verdad divina, que esa gente no es exactamente gente pobre, ni se parece a los pobres. Son vistos con grandeza a los ojos de la gente que no sabe nada mejor. Y sin embargo digo que son asnos, que no entienden nada de la verdad divina. Que alcancen el reino de los cielos por sus buenas intenciones, pero de la pobreza de la que ahora hablamos no saben nada.
Si alguien me pregunta, ahora, qué es un hombre pobre que nada quiere, contesto y digo: mientras el hombre tenga la voluntad de cumplir la preciosa voluntad de Dios, no posee la pobreza de la que hablamos; pues en él todavía hay una voluntad que quiere satisfacer a Dios y eso no es la pobreza correcta. Pues si el hombre quiere ser verdaderamente pobre debe mantenerse tan vacío de su voluntad creada como hacía cuando él todavía no era. Pues, por la verdad eterna, os digo que mientras queráis cumplir con la voluntad de Dios y tengáis deseo de Dios, no seréis pobres, ya que sólo es un hombre pobre el que nada quiere y nada desea.
Cuando estaba en mi primera causa no tenía ningún Dios y yo era causa de mí mismo; allí nada quise ni nada deseé, ya que era un ser vacío y me conocía a mí mismo gozando de la verdad. Me quería a mí mismo y no quería otra cosa; lo que yo quise es lo que fui y lo que fui es lo que quise, quedando aquí vacío de Dios y de todas las cosas. Pero cuando por libre decisión de mi voluntad salí y recibí mi ser creado, entonces tuve un Dios; pues antes de que las criaturas fueran, Dios no era [todavía] Dios: pero era lo que era. Y cuando las criaturas llegaron a ser y recibieron su ser creado, entonces Dios no era Dios en sí mismo, sino que era Dios en las criaturas.
Ahora decimos que Dios, en tanto que es Dios, no es fin último de las criaturas; pues tan alto grado en el ser (también) tiene la criatura más baja. Y si una mosca tuviera intelecto y quisiera dirigirse intelectualmente al abismo eterno del ser divino, del que ha provenido, entonces diríamos que Dios, con todo lo que es en tanto que Dios, no podría (una sola vez) dar a esa mosca plenitud ni satisfacción. Por eso rogamos a Dios que nos vacíe de Dios y que alcancemos la verdad y la disfrutemos eternamente, allí donde los ángeles supremos y las moscas y las almas son iguales, allí, donde yo estaba y quise lo que fui y fui lo que yo quise. Por eso decimos: si el hombre quiere ser pobre en voluntad, debe poder querer y desear tan poco como quiso y deseó cuando no era. Así es el hombre pobre que no quiere nada.
Por otro lado, es pobre el hombre que no sabe nada. Hemos dicho a menudo que el hombre debería vivir de tal manera que no viviera ni para sí mismo, ni para la verdad, ni para Dios. Pero ahora esto lo vamos a decir de otra manera, y vamos a ir más lejos si decimos que el hombre que quiera tener esa pobreza debe vivir de tal manera que ignore que no vive ni para sí mismo, ni para la verdad, ni para Dios; es más, debe estar tan vacío de todo saber que no sepa ni conozca ni encuentre que Dios vive en él; es más: debe estar vacío de todo conocimiento que habite en él. Pues cuando el hombre estaba en el ser eterno de Dios, no vivía en él nada más; es más, lo que allí vivía era él mismo. Por eso decimos que el hombre debe estar vacío de sí mismo, tal como lo era cuando (todavía) no era, y dejar actuar a Dios como él quiera, para que el hombre se mantenga vacío.
Todo lo que siempre proviene de Dios tiene por fin una acción pura. El obrar apropiado al hombre es, sin embargo, amar y conocer. Ahora bien, la cuestión es en qué consiste, esencialmente, la bienaventuranza. Algunos maestros han dicho que reside en el conocer, otros dicen que en el amor, otros incluso dicen que en el conocimiento y en el amor y éstos lo encuentran mejor. Nosotros, sin embargo, decimos que ni en el conocimiento ni en el amor; hay un algo en el alma de donde fluyen el conocer y el amar, que ni conoce ni ama como lo hacen las potencias del alma. Quien lo conoce (ese algo), conoce en qué consiste la bienaventuranza. Ese algo no tiene ni un antes ni un después y no espera nada por venir, pues no puede ni ganar ni perder nada. Por eso (ese algo) ignora que Dios actúa en él; es más, ese algo goza de sí mismo a la manera en que lo hace Dios. Tan quieto y vacío debe hallarse el hombre, decimos, que no sepa nada ni conozca que Dios actúa en él, y así el hombre puede poseer la pobreza. Los maestros dicen que Dios es un ser y un ser inteligible que conoce todas las cosas, pero nosotros decimos que Dios ni es un ser ni es inteligible, ni conoce esto ni lo otro. Por eso Dios está vacío de todas las cosas y (por ello) es todas las cosas. Quien, por tanto, quiera ser pobre de espíritu debe serlo en todo su saber propio, de forma que no sepa de nada, ni de Dios ni de las criaturas ni de sí mismo. Por eso es necesario que el hombre desee no saber nada de las obras de Dios ni las quiera conocer. En ese sentido el hombre consigue ser pobre en su propio saber.
En tercer lugar, un hombre pobre es quien no tiene nada. Mucha gente ha dicho que la perfección consiste en no poseer ninguna cosa material de la tierra, y es ciertamente verdad en la medida en que se hace a propósito. Pero éste no es el sentido que yo le doy.
Antes he dicho que un hombre pobre es aquel que no quiere cumplir la voluntad de Dios y que vive de tal forma que está vacío de su propia voluntad y de la de Dios, tal como lo era cuando (todavía) no era. De esta pobreza decimos que es la pobreza sublime. En segundo lugar, hemos dicho que un hombre pobre es aquel que no sabe nada de la acción de Dios en sí mismo. Quien se halla tan libre de ese saber y conocer posee la pobreza más clara. La tercera pobreza, sin embargo, de la que ahora quiero hablar, es la más extrema, es aquella en la que el hombre no tiene nada.
¡Ahora atiende aquí con aplicación y seriedad! He dicho frecuentemente, y grandes maestros también lo dicen, que el hombre debería estar vacío de todas las cosas y obras, exteriores e interiores, de forma que pudiera ser un auténtico lugar de Dios, en donde Dios pudiera actuar. Ahora, sin embargo, decimos otra cosa. Si el hombre se mantiene libre de todas las criaturas y de Dios y de sí mismo, pero se halla tan en sí mismo, todavía, que Dios encuentra en él un lugar para actuar, entonces decimos que ese hombre no es pobre según la pobreza más extrema. Pues Dios no busca para sus obras que el hombre tenga un lugar en sí mismo, en donde Dios pueda actuar: la pobreza de espíritu es cuando el hombre permanece tan libre de Dios y de todas sus obras que, si Dios quiere actuar en el alma, sea él mismo el lugar en donde quiera actuar, y eso lo hace con agrado. Pues cuando Dios encuentra al hombre tan pobre, [entonces] actúa y el hombre sufre a Dios en sí mismo; Dios es un lugar propio para sus obras gracias al hecho de que Dios es alguien que obra en sí mismo. En esta pobreza reencuentra el hombre el ser eterno que él ya había sido y que ahora es y que será para siempre.
Hay una palabra de san Pablo que dice: «Todo lo que soy, lo soy por la gracia de Dios» (1 Cor 15, 10). Pero ahora mi discurso parece mantenerse por encima de la gracia, del ser, del entendimiento y del querer; ¿cómo puede, entonces, ser verdad la palabra de san Pablo? A lo que habría que contestar que las palabras de san Pablo son verdad. Fue necesario que la gracia de Dios estuviera con él: pues la gracia de Dios actuó en él para que la accidentalidad fuera consumada en la esencialidad. Cuando la gracia concluyó y completó su obra, entonces Pablo permaneció como había sido.
Por eso decimos que el hombre debería permanecer tan pobre que ni él mismo fuera un lugar, ni lo tuviera, en donde Dios pudiera actuar. En la medida en que el hombre conserva un lugar en sí mismo, entonces conserva (todavía) diferencia. Por eso ruego a Dios que me vacíe de Dios, pues mi ser esencial está por encima de Dios, en la medida en que comprendemos a Dios como origen de las criaturas. En aquel ser de Dios en donde Dios está por encima del ser y de toda diferencia, allí era yo mismo, allí me quise a mí mismo y me conocí a mí mismo en la voluntad de crear a este hombre (que soy yo). Por eso soy la causa de mí mismo según mi ser, que es eterno, no según mi devenir, que es temporal. Y por eso soy no nacido y en el modo de mi no haber nacido no puedo morir jamás. Según el modo de mi no haber nacido he sido eterno y lo soy ahora y lo seré siempre. Lo que soy según mi nacimiento debe morir y aniquilarse, pues es mortal; por eso debe desaparecer con el tiempo. En mi nacimiento (eterno) nacieron todas las cosas y yo fui causa de mí mismo y de todas las cosas, y si (yo) hubiera querido no habría sido ni yo ni todas las cosas; pero si yo no hubiera sido, tampoco habría sido Dios: que Dios sea Dios, de eso soy yo una causa; si yo no fuera, Dios no sería Dios. Esto no es preciso saberlo.
Un gran maestro dice que su atravesar es más noble que su fluir, y esto es cierto. Cuando fluí de Dios todas las cosas dijeron: Dios es; pero eso no me puede hacer bienaventurado, pues en eso me reconozco criatura. En el atravesar, sin embargo, en donde permanezco libre de mi propia voluntad y de la voluntad de Dios y de todas sus obras y de Dios mismo, entonces estoy por encima de todas las criaturas y no soy ni Dios ni criatura, soy más bien lo que fui y lo que seguiré siendo ahora y siempre. Entonces siento un impulso que me debe lanzar por encima de todos los ángeles. En dicho impulso siento una riqueza tan grande que Dios no me puede bastar con todo lo que Dios es, en cuanto Dios, con todas sus obras divinas; pues en ese atravesar me doy cuenta de que yo y Dios somos uno. Entonces soy lo que fui y allí ni decrezco ni crezco, pues soy una causa inamovible, que mueve todas las cosas. En todo eso Dios no encuentra ningún lugar (más) en el hombre, pues el hombre consigue con esa pobreza lo que él es eternamente y lo que siempre será. En todo eso Dios es uno con el espíritu y ésa es la extrema pobreza que se puede encontrar.
Quien no comprenda este discurso no debe afligirse en su corazón. Pues mientras el hombre no se haga semejante a esa verdad, no lo entenderá; es una verdad desvelada que ha surgido directamente del corazón de Dios.
Que Dios nos ayude a vivir de tal modo que lo experimentemos eternamente. Amen
Miniatura del Beato de Girona
La montaña verde
Videns Jesus turbas, ascendit in montem, etc. (Mt 5,1)
Leemos en el Evangelio que «Nuestro Señor dejó a la muchedumbre y subió a la montaña. Allí despegó sus labios y enseñó acerca del reino de Dios».
«Y enseñó.» San Agustín dice: «quien enseñe ha establecido su silla en el cielo». Quien quiera comprender la doctrina de Dios debe superarse y elevarse por encima de todas las cosas que tienen extensión: debe separarse de ellas. Quien quiera entender la doctrina de Dios debe recogerse y encerrarse en sí mismo y separarse de toda preocupación y fracaso y de la agitación de las cosas inferiores. Debe superar las potencias del alma, tan numerosas y tan ampliamente divididas, tanto si se hallan en el pensamiento como si el pensamiento, cuando actúa en sí mismo, obra maravillas. Incluso debe superar este pensamiento, para que Dios hable en todas las potencias sin división.
En segundo lugar: «subió a la montaña», lo cual quiere decir que Dios mostró la altura y dulzura de su naturaleza, en la que necesariamente sobra todo lo que es criatura. Allí, el hombre no sabe de nada que no sea Dios y él mismo, en la medida en que él es una imagen de Dios.
En tercer lugar: «subió a la montaña» muestra su altura —lo que está alto es cercano a Dios— y señala las potencias que son tan próximas a Dios. Nuestro Señor tomó consigo en una ocasión a tres de sus discípulos y los condujo sobre una montaña y resplandeció en su presencia en la misma claridad del cuerpo que tendremos en la vida eterna (cf. Mt 17, 1-2). Nuestro Señor dijo: «Acordaos cuando os hablé, no visteis ni imagen ni semejanza». Cuando el hombre abandona «la muchedumbre», Dios se da al alma sin imagen ni semejanza. Todas las cosas (por el contrario) son conocidas por imagen y semejanza.
San Agustín enseña sobre tres tipos de conocimiento. Uno es corporal: recibe las imágenes, como el ojo; ve y toma las imágenes. El segundo es espiritual, pero recibe imágenes de las cosas corporales. El tercero es interior en el espíritu, y conoce sin imágenes ni semejanzas, y dicho conocimiento es semejante al de los ángeles.
El dominio superior de los ángeles se divide en tres partes. Un maestro dice: el alma no se conoce sin semejanzas; el ángel, sin embargo, se conoce a sí mismo y a Dios sin semejanzas. Quiere decir: Dios se da, en lo alto, en el alma, sin imagen y sin semejanza.
«Él subió a la montaña y se transfiguró en presencia de ellos» (Mt 17, 1-2). El alma debe ser transfigurada e impresa en la imagen, y retornar a la imagen que es el Hijo de Dios. El alma es formada según Dios; pero los maestros dicen que el Hijo es una imagen de Dios y el alma es formada según la imagen (cf. Sab 2, 23). Digo todavía más: el Hijo es una imagen de Dios por encima de la imagen; él es una imagen de su deidad oculta. El alma es formada según la imagen que el Hijo es de Dios y en la cual el Hijo es imaginado. De lo mismo que recibe el Hijo recibe también el alma. Incluso cuando el Hijo fluye del Padre, el alma no queda suspendida; está por encima de toda imagen. El fuego y el madero son uno y, sin embargo, están lejos de la unidad. Sabor y color se hallan unidos en una manzana y están lejos de la unidad. La boca percibe el gusto y a ello el ojo no puede contribuir; el ojo percibe el color, de lo que la boca no sabe nada. El ojo quiere luz, pero el gusto permanece en la oscuridad. El alma no sabe más que de lo uno, está por encima de la imagen.
El profeta dice: «Dios quiere conducir a su rebaño a un prado verde» (cf. Ez 34, 11-ss.). La oveja es simple; así de simples son aquellas gentes que están sumidas en lo uno. Un maestro dice que no se puede conocer la revolución de los cielos tan bien como en los animales simples, que experimentan de forma simple el influjo del cielo, y como los niños, que no tienen un sentido propio. La gente sabía y con sentido es constantemente llevada a las cosas exteriores en su multiplicidad. «Nuestro Señor ha prometido pacer a su rebaño sobre la montaña en una hierba verde» (Ez 34, 13-14). Todas las criaturas verdean en Dios. Todas las criaturas fluyen en primer lugar de Dios, y después a través de los ángeles. Aquello que no tiene la naturaleza de ninguna criatura, tiene en sí mismo la impresión de todas las criaturas. El ángel tiene en su naturaleza la impresión de todas las criaturas. Lo que la naturaleza del ángel puede recibir ya lo tiene él en sí mismo plenamente. Lo que Dios puede crear lo llevan los ángeles en sí mismos, porque no han sido desposeídos de la perfección que poseen otras criaturas. Pero ¿dónde le viene esto al ángel? De que está cerca de Dios.
San Agustín dice: lo que Dios crea fluye a través de los ángeles. En lo alto todas las cosas son verdes. En lo alto de la montaña todas las cosas son verdes y nuevas; pero si caen en la temporalidad, entonces empalidecen y pierden el color. En el nuevo verde de todas las criaturas, allí quiere Nuestro Señor apacentar a sus ovejas. Todas las criaturas que están en aquel verde y en aquella altura, como lo están en los ángeles, son más agradables al alma que todo lo que está en este mundo. Tan desigual como el sol frente a la noche, lo es la más ínfima criatura, tal como está allí, frente a todo el mundo.
Por eso, quien quiera comprender la doctrina de Dios tiene que ascender a esa montaña, allí Dios completará la doctrina en los días de la eternidad, en los que hay una luz perfecta. Lo que yo conozco en Dios es la luz; pero lo que afecta a la criatura es la noche. Sólo hay verdadera luz allí donde la luz no toca a las criaturas. Lo que se conoce tiene que ser luz. San Juan dice: «Dios es una luz verdadera, que brilla en las tinieblas» (cf. Jn 1, 5 y 9). ¿Qué son las tinieblas? En primer lugar, que el hombre no participe o dependa de nada y sea ciego y no sepa nada de las criaturas. También he dicho muchas veces: quien quiera ver a Dios tiene que ser ciego. En segundo lugar: Dios es una luz que brilla en las tinieblas. Él es una luz que ciega. Eso significa una luz de tal tipo que es incomprensible; es infinita, es decir, que no tiene fin, nada sabe de un final. Esto quiere decir que ciega el alma, para que no sepa nada y no conozca nada. Las terceras tinieblas son las mejores de todas y significan que en ellas no hay ninguna luz. Un maestro dice: el cielo no tiene ninguna luz, es demasiado alto para ello: no ilumina, ni es frío ni caliente en sí mismo. Así también pierde el alma, en dichas tinieblas, toda luz; escapa a todo lo que pueda llamarse calor o color.
Un maestro dice: lo mejor con lo cual Dios quiere dar su promesa es la luz. Un maestro dice: el buen gusto de todo lo que se desea debe ser llevado al alma por la luz. Un maestro dice: nada es tan puro que pueda alcanzar el fondo del alma sino sólo Dios. Quiere decir: Dios brilla en las tinieblas, en donde el alma escapa a toda luz; en sus potencias recibe luz, dulzura y gracia, pero en el fondo del alma no puede penetrar más que el Dios puro. Que de Dios fluye el Hijo y el Espíritu Santo es algo que recibe el alma en Dios; pero lo que por otro lado fluye en luz y dulzura, eso lo recibe sólo en sus potencias.
Los mejores maestros dicen que las potencias del alma y el alma misma son totalmente uno. El fuego y la luz (del fuego) son uno, pero cuando penetra (el fuego) en el intelecto, penetra en una naturaleza distinta (de la luz). Cuando el intelecto emerge fuera del alma, penetra como en otra naturaleza. En tercer lugar: hay una luz sobre las luces en donde el alma escapa a todas las luces «en las montañas de lo alto», en donde ya no hay más luz. En donde Dios irrumpe en su Hijo, allí el alma no permanece suspendida. Se tome a Dios en cualquier lugar en donde irrumpa, allí el alma no permanece suspendida; está muy por encima de toda luz y (todo) conocimiento. Por eso dice (Ezequiel): «Quiero librarlas y reunirlas y conducirlas a su país y allí quiero llevarlas a un prado verde». «En la montaña despego sus labios.» Un maestro dice: aquí Nuestro Señor despega sus labios; nos enseña con la Escritura y las criaturas. San Pablo insiste: Dios nos ha hablado en su Hijo unigénito, en él debo conocer todo en Dios, desde el menor hasta el mayor (cf. Heb 1, 2 y 8, 11).
Que Dios nos ayude a permanecer apartados de lo que no es Dios. Amén.

















