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La isla de los muertos
Pintura de Arnold Böcklin, tercera versión (1883).
Espíritu y materia
Podría decirse que la poesía reúne dos mundos: el de la muerte y el de la vida. Dos mundos separados, pero intrínsecos. En la poesía dialogan los dos estados del ser: el manifestado en la vida y el no manifestado cubierto por la inacción de la muerte. No hay vida sin muerte, la muerte delimita los contornos de la vida. La ignoramos ya que la tememos, esto es absurdo, es malintencionado y es perverso, porque supone ignorar que hemos nacido. Queremos olvidar el tiempo, pero solo podemos hacerlo si no estamos en él.
El poeta recuerda su muerte. El poeta no solo vive en su existencia particular, conoce lo heredado en los distintos estados del devenir humano. También penetra el futuro, en la no existencia o la existencia sin tiempo. Respecto a ello, José Ángel Valente escribió este maravilloso poema:
Debo morir. Y, sin embargo, nada
muere, porque nada
tiene fe suficiente
para poder morir.
No muere el día,
pasa;
ni una rosa,
se apaga;
resbala el sol, no muere.
Sólo yo que he tocado
el sol, la rosa, el día.
y he creído,
soy capaz de morir.
La poesía no debería ser solo un término que clasifica una de las formas del arte o de la cultura. En el mundo occidental la cultura está sobrevalorada, usurpa la vida del espíritu y se fracciona en formalidades, quizá bellas, quizá necesarias para muchas cosas, pero la cultura no puede substituir a la vida del espíritu, en ningún caso. Hubo un tiempo en el que las religiones acompañaron la vida del espíritu, pero, en la actualidad, la religión ha dejado el espacio libre a la llamada cultura. La supuesta felicidad en este mundo anula las pretensiones de la vida después de la muerte, entonces, el edificio de la espiritualidad religiosa se desmorona y la fe pierde su sentido. En algunos casos, la propia ciencia pretende explicar la fe como si se tratara de una conciencia más allá de la vida cotidiana y empleando para ello métodos demostrativos que parecen científicos. No es a lo que nos referimos aquí.
En la poesía auténtica nos parece que es donde convergen la vida y la muerte, donde empieza y finaliza la vida del espíritu, donde se reúnen el ser humano y los dioses, el Dios con la tierra, como escribió Marius Torres:
Que sigui la meva ànima la corda d’un llaüt
per sempre igual i tensa
i que el destí no em pugui arrencar, decebut,
sinó una sola nota, invariable, immensa.
Una nota molt greu i molt constant…
[Que pueda ser mi alma la cuerda de un laúd, / siempre igual y tan tensa / que el destino no pueda, decepcionado, arrancar / más que una sola nota, invariable, inmensa, / una nota muy grave y muy constante… Traducción, J, Corredor-Matheos]
El poeta ruega que su alma sea la cuerda de un laúd, que se aúne con el querer del cielo y que, destensada, no se pierda en el destino vulgar de este mundo. Demanda ser el lugar de las correspondencias entre el espíritu y la materia; el alma es precisamente el encuentro de la vida y la muerte.
Suele confundirse el alma con el espíritu y es lógico puesto que su significado se alterna según autores y tradiciones. El alma, representada por la cuerda del laúd, es el lugar que alberga el encuentro del cuerpo inferior con el espíritu superior, como si de un monocorde se tratara, su extremo inferior estaría situado en el corazón del hombre y el superior, en la mano creadora de la vida universal.
En este monocorde del alma se engendra el dialogo entre la vida y la muerte. Cuando el sentido asciende, su final es la disolución, la muerte; en cambio, cuando este sentido desciende, es la vida fijada en el cuerpo. En el lenguaje alquímico, el intercambio de lo de arriba con lo de abajo es llamado la primera materia, la unión del cuerpo-espíritu, tan querida por Louis Cattiaux y sobre la que afirmaba lo siguiente:
El cuerpo-espíritu no tiene principio ni fin. Cuando se desdobla, los universos nacen en el amor; es el tiempo del movimiento. Cuando se reúne, los mundos desaparecen en el conocimiento; es el tiempo del reposo (§ 4,90).
El cuerpo-espíritu todo lo realiza fácilmente, porque ya está en todo desde el comienzo (§ 2, 74’).
El espíritu está oculto en el cuerpo, y el alma se manifiesta por la separación y por la unión de ambos en la eternidad del Único (§ 9, 61)
El que está en Dios gobierna incluso a los astros, porque posee el cuerpo y el espíritu puros unidos en el alma perfecta (§ 2, 63’).
La esencia del alma
Cuando los antiguos hablaban de la inmortalidad ―o no-muerte― se referían al encuentro del cuerpo y el espíritu, es decir, al alma. Vicente Aleixandre se refiere a ella en un largo poema que comienza como sigue:
El día ha amanecido.
Anoche te he tenido en mis brazos.
Qué misterioso es el color de la carne.
Anoche, más suave que nunca:
Carne casi soñada.
Lo mismo que si el alma al fin fuera tangible.
Alma mía, tus bordes,
tu casi luz, tu tibieza conforme…
Después, el poeta describe la sensualidad de la noche cuando poseyó a su alma. Ser inexistente en ser existente. La poesía desvela el alma del mundo y del hombre, la parte más esencial de ambos, María Zambrano lo explica claramente:
Y la «poesía pura» fue a establecer… que la poesía lo es todo. Todo, entendamos, en relación con la metafísica; todo, en cuanto al conocimiento, todo en cuanto a la realización esencial del hombre. El poeta se basta con hacer poesía para existir; es la forma más pura de realización de la esencia humana.
Zambrano se refiere a la esencia humana, al alma, al dios inmanente y, en consecuencia, a Dios, pero, ¿qué es Dios? Ante la imposibilidad de definirlo, solo podemos afirmar con Louis Cattiaux: ¡Ah, cuán cerca de Dios están los poetas, los pobres y los sencillos, y cuánto ignoran su proximidad! (§ 15, 22). De poco sirven las ideas sobre lo que es o no es Dios. Diríamos que es una búsqueda. Un sentimiento. Un deseo. Un temor. Un nombre. Una presencia. Un alejamiento. Amor e inmortalidad
La poesía está en el misterio de la noche que necesita de la solemnidad del día. Diálogo entre la vida y la muerte: poesía. Acercarse a lo que está cerca. Aspirar a la trascendencia en la inmanencia.
La inmortalidad del alma no puede tratarse desde el pensamiento reflexivo, pues entonces parece inexistente, casi absurda. Hoy en día en Occidente se ha eliminado esta idea y no se ha sustituido por ninguna otra. La muerte y la vida se han desvinculado de cualquier encuentro. Sin la inmortalidad del alma después de la muerte física no hay “nada”, no hace falta pensar en esta nada, que, por otra parte, nada tiene que ver con la “nada” de los místicos. La vida se borra y con ella la esencia humana, de la esencia humana tan solo queda lo humano sin ninguna esencia. La esencia humana en su completitud debe atravesar la muerte física para ser esencial. Quizá los linajes podrían subsanar la vida borrada, ya que ellos conllevan también cierta inmortalidad del alma.
Es paradójico que sean las culturas primitivas las que no duden de la vida del más-allá ya que no es un tema conceptualmente simple. Hizo falta algo más que una invención para que los humanos comenzaran a inhumar a sus muertos con la esperanza de la inmortalidad. Los antropólogos consideran que las primeras sepulturas fueron realizadas en los albores de la humanidad, es decir, el devenir del ser humano está estrechamente relacionado con la otra realidad, la inmortal.
Se trata de un saber experimentado que se transmite y revive a través de los siglos. En el canto espiritual que escribió Joan Maragall en 1911, poco antes de morir, se contrasta el mundo que contempla exteriormente, su “patria terrenal”, con la esperada “patria celestial”, y se da cuenta de que con su cuerpo mortal solamente puede percibir una parte de la creación que es tan bella que parece increíble que el mundo por venir pueda superarla:
Si el món ja és tan formós, Senyor, si es mira
amb la pau vostra a dintre de l’ull nostre,
què més ens podeu da’ en una altra vida?…
[Si el mundo es tan hermoso, si se mira con vuestra paz, Señor, en nuestros ojos, ¿qué más nos podéis dar en otra vida? Trad. Corredor-Matheos]
Maragall canta las alabanzas del mundo que percibe, pero sabe que hay otro mundo, que no es imaginación ni dogma. Él quiere alabar la creación divina, pero para ello necesita unos sentidos que le permitan contemplarla. La experiencia del más-allá. Los ojos humanos no pueden aprehender la belleza de la otra realidad, por eso termina el poema pidiendo que su muerte sirva para un nacimiento con sentidos nuevos que le permitan contemplar la eternidad:
I quan vinga aquella hora de temença
en què s’acluquin aquests ulls humans,
obriu-me’n, Senyó’, uns altres de més grans
per contemplar la vostra faç immensa.
Sia’m la mort una major naixença!
[Y al llegar el momento tan temido en que estos ojos se hayan de cerrar, abridme otros, Señor, otros más grandes, para gozar de vuestra inmensa faz. iSea la muerte en mí un mayor nacimiento! Trad. Corredor-Matheos]
La belleza que contempla este mundo es poca cosa con el anhelo de ver Su inmenso rostro. Entonces su alabanza se convertirá, y la etimología lo avala, en una adoración. Lo que ahora es una plegaria o una súplica se convertirá en el dialogo final entre el creador y la creación. Por eso, la inmoralidad es inherente a una percepción distinta: la poética.
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