Texto al libreto del CD «El vuelo de Ícaro: música para el Eros barroco». Una selección y adaptación de obras poéticas y musicales realizadas por Lola Josa y Mariano Lambea, directores del grupo de investigación Aula Música Poética.

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[Fragmentos en audio] 

Amor y muerte son los dos hilos con los que se tejen todos y cada uno de nuestros días. Sin embargo, mientras buscamos la inmortalidad, del amor nadie quiere librarse. Pero además del telar, Eros y Tánatos comparten, también, el uso de múltiples máscaras con las que sorprendernos en medio de nuestros afanes, y, en no pocas ocasiones, pautan, al unísono, el destino final de una vida. Los poetas del barroco fueron quienes mejor supieron extremar su pluma para escribir los versos más conmovedores sobre ambas constantes humanas, aunque muy especialmente, sobre el amor. Y, dentro de este período, el barroco hispánico fue el que, con excepcional sutileza, convirtió, por un lado, la poesía en un juego de ingenio y de vívida pasión contenida por un arte de la dificultad con el que se aspiraba a sorprender todos los sentidos del hombre; y, por otro lado, fue el que moldeó con incuestionable belleza una de esas máscaras compartidas por Eros y Tánatos: la máscara de Ícaro. Nuestros poetas barrocos hicieron posible que la corta historia del joven hijo de Dédalo, que por no escuchar los consejos del padre, con osadía, se aproxima al sol, mudando su vuelo de libertad en muerte, se convirtiera en el mito por excelencia del inmortal argumento de amor -como lo llamó Fernando de Herrera- de la poesía áurea. Ícaro, por lo tanto, pasó a ser el mito del ascenso y la caída, la máscara de un yo lírico al que el amor lo ascendía siempre a los cielos, como lo despeñaba al dolor y al sufrimiento. En definitiva, en el reino de la poesía, Ícaro quedó transformado en el mito del eros barroco, con cuya alusión los poetas lograron referir todo el destino del hombre.

Ícaro, por lo tanto, pasó a ser el mito del ascenso y la caída, la máscara de un yo lírico al que el amor lo ascendía siempre a los cielos, como lo despeñaba al dolor y al sufrimiento.

Los protagonistas de la poesía amorosa de la Edad de Oro son la dama y el yo lírico. Ella se caracteriza por su extraordinaria belleza, cumplida en un rostro de piel blanca, cabello rubio, ojos claros (aunque en el romancero lírico empiezan a ser frecuentes las damas de cabello y ojos oscuros), labios rojos, dientes menudos y blancos, según dictaba la tópica descriptio puellae. En cambio, muy a menudo, los elementos concretos que conforman su topografía dejan lugar a los elementos preciosos y esenciales con los que son comparados: el oro, la luz, el fuego y el mar en lugar del cabello (rubio, largo y ondulado); el fuego, un incendio, el sol, las estrellas en lugar de sus ojos (por donde «salen espíritus vivos y encendidos/ y siendo por mis ojos recibidos,/ me pasan hasta donde el mal se siente», como escribió Garcilaso en su soneto VIII); el coral, la grana, la púrpura en lugar de la boca (siempre encarnada); la nieve en lugar de la piel; y el sol, la luz y el cielo en lugar de la propia dama porque todo eso es lo que significa para el yo poético, a quien, después de enamorarlo con su singular y memorable belleza, desdeña con su otro rasgo que la caracteriza: la crueldad, el perfil de su etopeya.
El yo lírico no tiene rasgo físico alguno; es un yo sintiente que sólo tiene pensamiento, alma y corazón a los que se dirige, a veces, para interrogarlos o amonestarlos, o desahogarse, pues tanto es el sufrimiento que le causa el desdén de la dama; dolor sólo mesurable con el amor que siente por ella. Pero, ¿cómo la dama, la excelsa beldad, va a condescender al amor de un sujeto humano? ¿Ella que, por hermosa, es divina? La osadía resulta ser la que ha conducido al yo lírico a pretender alcanzar lo que jamás debió, como Ícaro, que desoyó las palabras de Dédalo y se acercó tanto al sol, que la cera de sus alas se derritió y murió precipitado al mar. De este modo, una leve alusión a las alas por parte de un poeta de amor humano hacía posible que se desplegara en la mente del lector una sucesión de imágenes y recuerdos del mito, perfecta máscara lírica de un yo poético que corre igual suerte en clave metafórica: la dama es el sol; el deseo, las alas, y el yo poético, el nuevo Ícaro, que en su vuelo de amor osa llegar tan alto que se atreve a pretender el favor de la dama, quien con cruel desdén lo precipita a la desesperación y a la muerte de amor. Por este motivo, el primer apartado del CD lo hemos titulamos «Alas de cera»; quisimos que en él un romance muy sugerente de Góngora, «¿Qué me aconsejas, Amor?», planteara la posibilidad de silenciar o cantar la pena de amor del yo lírico. El poeta cordobés, con su excepcional sensibilidad, nos ofreció, por lo tanto, el guiño lúdico con el que podíamos justificar la razón de ser de todo el CD, si abríamos el argumento de este vuelo de Ícaro con sus versos. Como supondrá el lector, en este romance, como en el resto de poemas, la alusión mitológica a Ícaro no podía faltar. «Alas de cera», por lo tanto, como símbolo de la duda de callar o cantar, tal y como plantea Góngora en la segunda cuarteta: «De cualquier suerte se pierden alas de cera…» ¿Es mejor que las humedezca el mar o que las abrase el Sol?
La osadía resulta ser la que ha conducido al yo lírico a pretender alcanzar lo que jamás debió, como Ícaro, que desoyó las palabras de Dédalo y se acercó tanto al sol, que la cera de sus alas se derritió y murió precipitado al mar.
En el siguiente apartado presentamos a «Ícaro», es decir, al yo poético y los matices que caracterizan su sentimiento de amor en la lírica áurea. Para tal fin, dos romances anónimos fueron los elegidos: «Pensamiento dichoso» y «Aunque maten tristezas». A continuación mostramos a la dama bajo el epígrafe del siguiente apartado: «El Sol», metáfora de ella para el yo poético, y como el sol sólo alcanza su cenit en la ferviente hora del amor, nada mejor que la grandeza del endecasílabo, forjado al fuego de la genialidad lírica de Lope de Vega, para definir qué es el amor con el célebre soneto que finaliza con el verso: Esto es amor, quien lo probó lo sabe. Como dijimos más arriba, la dama se caracteriza por su crueldad, y para entenderla recurrimos, también, a Lope que, en unos octosílabos de El perro del hortelano, nos permite, no sólo conocerla desde el sentimiento de un yo lírico, sino desde la propia perspectiva de la dama, personaje siempre mudo. Ahí fijamos, pues, algunos de los espléndidos versos de su comedia de enredo.
«El vuelo» es el apartado que precede al último y, asimismo, es el más prolijo, pues en él teníamos que desplegar generosamente las alas míticas del eros barroco para que se nos revelara en toda su riqueza lírica. Empieza con un romance de Juan de la Carrera, «Atiende, mariposa», en el que se cantan los riesgos de los vuelos de amor; le sigue un romance anónimo, «¿Para qué quiero la vida?», cuyos versos son el espacio para la reflexión del sentido de la vida sin el vuelo del amor; otro romance anónimo, «Por hacer mudanzas», viene a ser el contrapunto jocoso para bailar al son del carácter mudable de los vientos del amor. Otro romance anónimo termina el apartado: «No me le recuerde el aire», que presenta un delicioso juego de imágenes y símbolos sobre el sueño de Amor y la placidez, por lo tanto, de los aires.
El broche al CD lo pone el apartado dedicado a «La caída». Derrita el Sol las atrevidas alas es un estremecedor soneto -de nuevo, el vuelo majestuoso del endecasílabo era imprescindible- del cantor por excelencia de Ícaro: Juan de Tassis, conde de Villamediana. Nadie con más propiedad que él -su supuesto amor secreto era la reina doña Isabel, la esposa del Rey-planeta- podía escribir: derrita el Sol las atrevidas alas, «que no podrá quitar al pensamiento / la gloria, con caer, de haber subido.*
La caída se expresa con un verso del conde de Villamediana; derrita el Sol las atrevidas alas, «que no podrá quitar al pensamiento / la gloria, con caer, de haber subido.*
La antigua Grecia no sólo aportó a la música occidental la codificación teórica del arte de los sonidos, a cuyo frío, aunque útil e imprescindible, racionalismo y empirismo se opondrían hermosos destellos poéticos como la teoría del ethos, la maravillosa metáfora de la Armonía de las Esferas o la actuación de las Musas, esas cantoras divinas, hijas de Harmonía, que, simbólicamente, vendrían a otorgar la primacía de la música en el Universo, por citar sólo las referencias más conocidas y divulgadas. La cultura helénica aportó también a nuestra música ese conjunto de historias y leyendas que ha dado en llamarse mitología clásica, y Euterpe se encargó de inspirar el talento de los compositores para que trasladaran al pentagrama las ejemplares acciones de dioses y héroes. Óperas, ballets y obras vocales e instrumentales de variada factura han cantado y glosado las hazañas de personajes legendarios; hazañas que nunca fueron verdad y personajes que tampoco existieron, pero que la tradición les otorgó presencia espiritual en las vidas y almas de las gentes, y la música les concedió su poder evocador.
Cuando tratamos de música y mitología griega el primer personaje que aparece en nuestra mente es Orfeo, el cantor por antonomasia. Su mito es muy rico y posee una historia apasionante y plena de situaciones que nos fascinan. Son muchos los compositores que han puesto música a esta leyenda. En cambio, el mito de Ícaro es una historia muy breve, aunque intensa, y en honor a la verdad hay que decir que apenas ha ofrecido inspiración a los músicos. En la presente grabación hemos puesto música barroca española al vuelo y la caída de este joven insensato que no calculó bien el alcance de su propia osadía, pero que gracias a la poesía se convirtió en metáfora de un modo de amar.
Hemos puesto música barroca española al vuelo y la caída de este joven insensato que no calculó bien el alcance de su propia osadía, pero que gracias a la poesía se convirtió en metáfora de un modo de amar.
La música de nuestro barroco posee una gran capacidad de adaptación a diferentes situaciones y contextos. Hemos comentado ya en otras ocasiones que se trata de una música que pertenece a un gran fondo común en el que melodía, armonía y ritmo presentan una extraordinaria homogeneidad. Evidentemente que en el conjunto de toda esta música tiene cabida también la inspiración personal del compositor en numerosas ocasiones. Tenemos buena prueba de ello en piezas bellísimas melódicamente, como, por ejemplo, la titulada «¿Qué me aconsejas, Amor?» de compositor anónimo y con texto de Luis de Góngora. Pero también es cierto que el carácter funcional de esta música puede llegar, de alguna manera, a enmascarar su inspiración artística. Por esta razón, la inspiración en la interpretación versus convencionalismo en la composición ha sido el lema del presente CD.
Excepto las composiciones instrumentales y el villancico «¡Vuelo de amor!,» el resto de obras incluidas en este CD pertenecen al Libro de Tono Humanos y al Cancionero Poético-Musical Hispánico de Lisboa, colecciones poético-musicales del siglo XVII que estamos editando y que están siendo patrocinadas por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Sociedad Española de Musicología (SEdeM). Muchas de estas obras son anónimas aunque la metodología musicológica empleada en su análisis musical puede hacer posible que, en un futuro no lejano, podamos atribuir algunas de ellas a sus creadores. Varias piezas de este CD fueron compuestas por Manuel Correa, Bernardo Murillo, Sebastián Durón, Mateo Romareo (Maestro Capitán) y Manuel Machado. Son compositores de los cuales la musicología ha investigado sobre su trayectoria vital y ha dado a conocer su producción musical. En su creación artística estos compositores alternaban la música litúrgica en latín, los villancicos religiosos y los tonos humanos. Y en todos estos géneros de música ponían especial énfasis en expresar musicalmente los afectos y sentimientos contenidos en los textos poéticos. Su intención era, en todo momento, realizar una exégesis musical de las poesías que motivaban su inspiración.
Varias de las composiciones de este CD traen en su origen poemas que se adaptan perfectamente al guión literario del argumento de amor. Sin embargo, a otras obras hemos tenido que adaptarles textos diferentes para ilustrar y recrear convenientemente el mito de Ícaro. El intercambio de textos poéticos en composiciones musicales diferentes se practicaba en los siglos XVI y XVII con absoluta normalidad, mediante la técnica denominada contrafactum. Con ella hemos pretendido crear a los oyentes un itinerario poético-musical ideado y aplicado al mito de Ícaro, a través del cual puedan seguir, con atención y placer, uno de los vuelos artísticos que nuestro patrimonio poético-musical es capaz de alzar.
El vuelo de Ícaro. Música para el eros barroco
Lola Josa & Mariano Lambea: Texto, selección y adaptación de obras poéticas y musicales
Intérpretes: La Grande Chapelle
Director: Ángel Recasens
Madrid, Lauda Música, LAU 003, 2005
CSIC, Música poética, 1