Cuento de Raimon Arola y Luisa Vert incluido en el libro «Pequeñas alegrías» dedicado a los buscadores solitarios.

blanc.eEn primer lugar quisiera disculparme por presentarme yo mismo pero las circunstancias me obligan a ello: soy el león verde y lo que más me gusta es devorar al ardiente Sol.

Si me he decidido a dar este paso es porque desde hace mucho tiempo no tengo amigos y, lo que es más terrible, en la actualidad apenas me quedan conocidos. La indiferencia de los filósofos, la ignorancia de los artistas, la arrogancia de los científicos, la mediocridad de los difusores de las ciencias ocultas y el fanatismo de los religiosos me han encerrado en una jaula apartada del devenir del mundo.

Desesperado y solo, he decidido aprovechar estas páginas para dar fe de mi existencia. Aquí concluye mi pretensión, no quiero reivindicar mi utilidad, ni siquiera reanimar la búsqueda de que la era objeto en la antigüedad, pues aunque mi naturaleza sea profundamente orgullosa e iracunda, el olvido en el que he caído me obliga a ser humilde. Pero no puedo dejar pasar la ocasión que me brinda este cuento mágico para presentarme a quien tenga a bien leerlo.

Procedo de un antiguo linaje pues la primera constancia de mi existencia la dio un eremita cristiano conocido como Morieno, que vivió en Siria a finales del siglo séptimo. En la soledad de su retiro alcanzó a conocer la raíz del cielo y la tierra y logró realizar la Piedra filosofal. A nadie explicó su saber salvo a un rey omeya, Jâlid ibn Mu’awiyya era su nombre, aunque en Occidente lo llamaron Calid. Precisamente nací durante el diálogo entre el eremita y el rey. El sabio solitario enseñaba al rey la manera de hacer la Piedra filosofal por medio de extrañas imágenes que, a modo de alegorías, describían las operaciones del arte. Fue en una de ellas cuando apareció mi nombre: “Toma el humo blanco y el león verde, la almagra roja y la inmundicia. Disuelve todas estas cosas y sublímalas, y después únelas de tal manera que en cada parte del león verde haya tres partes de la inmundicia del muerto…”.

Ante la extraña explicación que dio lugar a mi nacimiento, la mayoría de los humanos han creído que no existo, que sólo soy un símbolo, pero, ¿cómo no voy a existir, si formo parte del hombre?

Debo decir que hubo un tiempo en el que las mentes más privilegiadas creían en mi existencia y emprendían mi búsqueda con el deseo de conocerme. Los que lo lograron, hablaron de mí, e incluso me hicieron retratos, el primero fue en blanco y negro y se grabó en el siglo dieciséis para ilustrar un célebre libro de alquimia atribuido a Arnau de Villanova. Se llamaba El Rosario de los filósofos. Junto al dibujo se podía leer el lema siguiente: “Soy aquel que fue el león verde y dorado: en mí está encerrado todo el secreto del arte”. Al darse a conocer mi imagen empezó mi fama. Filósofos, médicos, matemáticos, pastores, místicos, poetas, políticos me reconocieron y solicitaron… Durante casi un siglo se habló de mí, y aunque pudiera parecer extraño, todos me alababan y buscaban mi compañía. Pero con el tiempo, los hombres cultos comenzaron a no ponerse de acuerdo sobre mi identidad. Algunos me defendieron, otros me atacaron maliciosamente, y al final me olvidaron, o como mucho utilizaron mi nombre para designar un ideal, una metáfora de algo imposible.

Cuando conocí el éxito, me deje querer. Mi vanidad se sentía recompensada. Pero cuando pasó, rugí desaforadamente y procuré demostrar mi existencia, pero ¿cómo se puede mostrar lo que es evidente? Lo que está más cerca de la mirada es lo que menos se ve. Mis intentos se contaron por fracasos y mi nombre se utilizó fraudulentamente para designar no sé que tipo de sal química.

Desesperado, intenté hacerme notar a los místicos y más de uno llegó a contemplarme, pero me negaron, quizá porque les di miedo. Todos ellos siguieron buscando a su Dios en el cielo sin considerar el Sol terrestre que brillaba en mis entrañas.

Más tarde, fueron los artistas quienes intuyeron mi presencia, a alguno me manifesté abiertamente, pero, como ya nadie sabía cómo debía ser tratado ni recordaban mis modos de mostrarme al mundo, no me reconocieron, confundiéndome con un trance creativo.

Lo he dicho al comienzo, no pretendo reivindicar mi fama, ni que nadie conozca mi naturaleza, pero… ¡admitir que no existo y que soy un mero símbolo, me parece excesivo! Soy el león verde, el metal de Hermes Trismegisto, el mercurio filosófico, la sangre de la Piedra filosofal, el viento que sopla en el corazón de los elegidos.