El sentido espiritual del viaje. Con imágenes de Tiruvannamalai y Javidi Hills, en Tamil Nadu. Fotografías de Anton Oller, edición Raimon Arola.

 

A lo largo de la ilustración europea, en el siglo XVIII, se crearon unos espacios extraños y muy particulares que hoy conocemos como museos. Unos edificios concebidos para albergar piezas artísticas de aquí y de allá, que normalmente se ordenan en un orden cronológico, pero que se muestran separadas de su lugar de origen y, también, obviamente, de su función. Así, las piezas que se exhiben en los museos, sólo tienen valor en tanto que son objetos estéticos. Si se piensa fríamente todo ello no deja de ser un anacronismo, casi un absurdo.

No se viaja ni se conocen las culturas en los museos, antes al contrario, las colecciones que los componen se convierten en una realidad “occidental”. Las piezas hindúes del British Museum o el Louvre son magníficas, pero, descontextualizadas, pierden su sentido. Shiva danza sobre una columna, al lado de una ventana con vistas al Sena, y con un pequeño texto que lo identifica, sí, pero aparece solo, sin su templo, sin sus devotos cantando y ofreciéndole presentes, sin sus ropas, sin sus perfumes ni sus coloreadas pinturas… Lo grave de todo esto es que lo consideramos normal cuando, en realidad, se trata de una gran entelequia conceptual.

No se viaja ni se conocen las culturas en los museos, antes al contrario, las colecciones que los componen se convierten en una realidad “occidental”.

Para viajar a la India, en primer lugar es necesario entender que su realidad espiritual, la que realmente cobija a todas las obras de arte, es la manifestación del uno universal. Las imágenes que propone Anton Oller son imágenes de lo cotidiano trascendente, símbolos que conducen al Principio. Su viaje no siguió una pauta convencional, sino que fueron los textos sagrados de la India quienes lo guiaron, es decir, y al hablar de textos sagrados nos referimos a los cimientos doctrinales del vedanta que, como afirma Oller son:  los Upanishad, la Bhagavad-gîta y los Brahma-sûtras, también llamados Prasthanatraya.

Si se siguen los textos sagrados, se viaja como en un peregrinaje, venerando a los dioses, que son muchos, aunque todos ellos conduzcan la misma unidad. Como ejemplo de ello, recogemos un fragmento del Śvetāśvatara-upaniṣad [versión de Juan Arnau, Upanişad. Correspondencias ocultas, Atalanta, Vilaür 2019] que nos servirá para fijar el marco espiritual de este periplo hacia la unidad que, como se dice en el canto, reposa también en el corazón de cada hombre:

¿A quién habremos de honrar con nuestras oblaciones? Al señor de los dioses, que preside sobre los bípedos y los cuadrúpedos y en quien descansan los mundos. Quien conoce al benigno en medio del torbellino de la existencia, lo más sutil entre lo sutil, creador multiforme y omniabarcante, alcanza la paz eterna. Señor de todo, custodia el tiempo del mundo. Oculto en todos los seres, en él encuentran refugio los dioses y los seguidores de brahman: ellos cortan las cadenas de la muerte. Quien conoce al benigno, sutil como la espuma en la manteca derretida, oculto en todos los seres, principio divino omniabarcante, se libera de las ataduras. Artífice universal, gran átman, reposa eternamente en el corazón del hombre. Lo conciben el corazón, la imaginación y el intelecto, y quienes lo hacen se tornan inmortales. Cuando sólo había tinieblas, no día y noche, no lo manifiesto y lo inmanifiesto, el benigno era lo único que existía. Imperecedero, esplendor de Savitr, de él surge la sabiduría primigenia. No se puede asir por arriba, por abajo ni por en medio, no hay nada que se le parezca, lo llaman la Gloria suprema. Nadie lo ha visto, los ojos no lo alcanzan. Se lo conoce con el corazón y con la mente, pues está asentado en ellos. Quien lo hace se torna inmortal. Sobrecogidos por el Increado, las gentes se refugian en él. Rudra [2], protegednos con vuestro rostro amable. ¡Oh Rudra!, no dañéis nuestras vidas, a nuestros hijos, nuestras vacas y caballos. Que nuestros héroes estén a salvo de vuestra cólera. Con ofrendas os invocamos sin descanso.

Artífice universal, gran átman, reposa eternamente en el corazón del hombre… No se puede asir por arriba, por abajo ni por en medio, no hay nada que se le parezca, lo llaman la Gloria suprema. Nadie lo ha visto, los ojos no lo alcanzan. Se lo conoce con el corazón y con la mente, pues está asentado en ellos.

Las imágenes del viaje son muy diversas, pero seguimos la pauta que nos indica la forma de los templos hindúes. Dos espacios básicos los configuran, uno es el garbha griha, el centro del templo, el sancta sanctorum, donde reside el dios Shiva, el fuego creador y destructor en forma de falo, representado, a veces, antropomórficamente. es un espacio sin ventanas y con muy poca luz y en el que solo puede penetrar el sacerdote y oficiante; el segundo espacio es el mandapa, una sala abierta con columnas que es el lugar para la veneración de los devotos y donde  se acostumbra a situar al toro Nandi, el compañero y portador de Shiva, sobre cuya frente corre el agua celestial del Ganges. Él es quien mantiene la armonía del fuego de Shiva, esparciendo el agua para atemperarlo, una genial representación de la unión de los contrarios. Eso es lo que aparece en el siguiente vídeo que abre el proceso visual que constituye un resumen de este viaje a la unidad.