Reproducimos dos relatos extraordinarios de León Tolstói que expresan el profundo saber espiritual del escritor ruso.

 

LOS TRES STARETZI 

Y al orar, no habléis inútilmente, como los paganos, que piensan que por su parlería serán oídos.
No os hagáis, pues, semejantes a ellos, porque vuestro padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes de que vosotros le pidáis.
SAN MATEO, VI. 7 y 8.

      El arzobispo de Arcángel navegaba hacia el monasterio de Solovski. Iban en el buque varios peregrinos que se dirigían al mismo lugar para adorar las sagradas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico, y el barco se deslizaba serenamente.
Algunos peregrinos se habían recostado, otros comían; otros, sentados, conversaban en pequeños grupos. El arzobispo subió al puente y comenzó a pasearse. Al acercarse a la proa vio un grupito de pasajeros, y en el centro un mujik que hablaba señalando un punto del horizonte. Los demás le escuchaban con atención.
El arzobispo se detuvo y miró en la dirección que señalaba el mujik [campesino]; pero solo vio el mar, cuya bruñida superficie resplandecía a la luz del sol. El arzobispo se acercó al corro y prestó atención. El mujik, al verlo, se descubrió y calló. Los demás lo imitaron, descubriéndose respetuosamente.
—No os violentéis, hermanos míos —dijo el prelado—. Yo también quiero oír lo que cuenta el mujik.
—Pues bien —dijo un comerciante, que parecía menos intimidado que los demás componentes del grupo—, nos contaba la historia de los tres staretzi.
—¡Ah! —dijo el arzobispo—. ¿Y qué historia es esa? —Y acercándose a la borda, se sentó sobre un cajón—. Habla —agregó, dirigiéndose al campesino—, yo también quiero oírte. ¿Qué señalabas, hijo mío?
—Aquel islote —respondió el campesino, mostrando, a su derecha, un punto del horizonte—. Justamente en ese islote, los tres staretzi trabajan por la salvación de su alma.
—Pero ¿dónde está el islote?
—Mire usted en la dirección de mi mano. ¿Ve esa nubecilla? Pues bien, algo más bajo, a la izquierda. Esa especie de faja gris.
El arzobispo miraba con atención, pero como el agua centelleaba y él no tenía costumbre, nada alcanzaba a ver.
—Pues no veo nada —dijo—. Mas ¿quiénes son esos staretzi, y cómo viven?
—Son hombres de Dios —contestó el campesino—. Hace ya mucho que oí hablar de ellos, pero hasta el verano pasado no tuve oportunidad de verlos.
El mujik reanudó su relato. Un día que había salido a pescar, un temporal lo arrastró hasta aquel islote desconocido. Echó a caminar y descubrió una minúscula cabaña, junto a la cual estaba uno de los staretzi. Poco después aparecieron los otros dos. Al ver al campesino, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.
—¿Y cómo son? —preguntó el arzobispo.
—Uno de ellos es encorvado, pequeño y muy viejo. Viste una raída sotana, y parece tener más de cien años. Su blanca barba empieza a adquirir una tonalidad verdosa. Es sonriente y apacible como un ángel del cielo.
»El segundo, un poco más alto, lleva un andrajoso capote.
»Su luenga barba gris tiene reflejos amarillos. Es muy vigoroso: puso mi barca boca abajo como si se tratara de una cáscara de nuez, sin darme tiempo a ayudarle. Él también parece siempre contento. El tercero es muy alto: su barba es blanca como el plumaje del cisne, y le llega hasta las rodillas. Es un hombre melancólico, de hirsutas cejas, que solo cubre su desnudez con un trozo de tela hecha de fibras trenzadas, que se sujeta a la cintura.
—¿Y qué te dijeron? —preguntó el sacerdote.
—Oh, hablaban muy poco, aun entre ellos. Les bastaba una mirada para entenderse. Le pregunté al más anciano si hacía mucho tiempo que vivían allí, y él no sé qué me respondió con tono de fastidio. Pero el más pequeño le tomó la mano, sonriendo, y el alto enmudeció.
»El viejecito dijo solamente: “Haznos el favor…”.
»Y sonrió.
Mientras hablaba el campesino, el barco se había acercado a un grupo de islas.
—Ahora se divisa perfectamente el islote —observó el comerciante—. Mire usted, Ilustrísima —añadió extendiendo el brazo.
El arzobispo vio una faja gris. Era el islote. Permaneció inmóvil un largo rato, y después, pasando de proa a popa, dijo al piloto:
—¿Qué islote es aquel?
—Uno de tantos. No tiene nombre.
—¿Es cierto que allí trabajan los staretzi por la salvación de su alma?
—Eso dicen, mas no sé si es cierto. Los pescadores aseguran haberlos visto. Pero a veces se habla por hablar.
—Me gustaría desembarcar en el islote para ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Es posible?
—Con el buque, no —respondió el piloto—. Para eso hay que utilizar el bote, y solo el capitán puede autorizarnos a lanzarlo al agua.
Se dio aviso al capitán.
—Quiero ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Puede llevarme?
El capitán intentó disuadirlo.
—Es fácil —dijo—, pero perderemos mucho tiempo. Y casi me atrevería a decir a Su Ilustrísima que no vale la pena verlos. He oído decir que esos ancianos son unos necios, que no entienden lo que se les dice y casi no saben hablar.
—Sin embargo, quiero verlos. Pagaré lo que sea. Pero le ruego disponer que me lleven a verlos.
La cosa quedó resuelta. Se realizaron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y el buque enfiló hacia la isla. Colocaron a proa una silla para el arzobispo, quien sentado en ella clavó la mirada en el horizonte. Los pasajeros también se reunieron para ver el islote de los staretzi. Los que tenían buena vista divisaban ya las rocas de la isla y mostraban a los demás la diminuta choza. Bien pronto uno de ellos descubrió a los tres staretzi.
El capitán trajo un anteojo, miró, y lo pasó al arzobispo.
—Es cierto —dijo—. A la derecha, junto a un gran peñasco, se ven tres hombres.
El arzobispo enfocó el larga vista en la dirección señalada, y vio, efectivamente, tres hombres: uno muy alto, otro más bajo y el tercero muy pequeño. Estaban de pie, junto a la orilla, tomados de la mano.
—Aquí debemos anclar el buque —dijo el capitán al arzobispo—. Su Ilustrísima debe embarcar en el bote. Nosotros le esperaremos.
Echaron el ancla, recogieron las velas y el barco empezó a cabecear. Botaron la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo descendió por la escala.
Sentóse en un banco de popa y los marinos remaron en dirección al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se distinguía perfectamente a los tres staretzi: uno muy alto, casi desnudo, salvo por un trozo de tela ceñido a la cintura y hecho de fibras entrelazadas; otro más bajo, con un capote harapiento, y por último el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Estaban los tres tomados de la mano.
Llegó el bote a la orilla, saltó a tierra el arzobispo, y bendiciendo a los staretzi, que se deshacían en reverencias, les habló así:
—He sabido que trabajáis aquí por la eterna salvación de vuestra alma, amados staretzi, y que rezáis a Cristo por el prójimo. Yo, indigno servidor del Altísimo, he sido llamado por su gracia para apacentar sus ovejas. Y puesto que servís al Señor, he querido visitaros para traeros la palabra divina.
Los staretzi callaron, se miraron y sonrieron.
—Decidme cómo servís a Dios —prosiguió el arzobispo.
El staretzi que estaba en el centro suspiró y miró al viejecito.
El staretzi más alto hizo un gesto de fastidio y también se volvió hacia el anciano.
Este sonrió y dijo:
—Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
—Pues entonces —dijo el arzobispo—, ¿cómo rezáis?
—Nuestra oración es esta: «Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia».
Y no bien el viejecillo pronunció estas palabras, los tres staretzi alzaron la mirada al cielo y repitieron:
—Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia.
Sonrió el arzobispo y dijo:
—Evidentemente habéis oído hablar de la Santísima Trinidad, mas no es así como se debe rezar. Os he tomado afecto, venerables staretzi, porque advierto que queréis complacer a Dios. Pero ignoráis cual es la forma de servirlo. Esa no es la manera de rezar. Oídme, que yo os la enseñaré. Lo que os diré está en las Sagradas Escrituras de Dios, que dicen cómo debemos dirigirnos a Él.
Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a los hombres, y les explicó el misterio de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Después agregó:
—El Hijo de Dios descendió a la tierra para salvar al género humano, y a todos nos enseñó a rezar. Atended y repetid conmigo:
Y el arzobispo empezó:
—Padre nuestro…
Y el primer staretzi repitió:
—Padre nuestro…
Y el segundo dijo asimismo:
—Padre nuestro…
Y el tercero:
—Padre nuestro…
—Que estás en los Cielos… —prosiguió el arzobispo.
Y los staretzi repitieron:
—Que estás en los Cielos…
Pero el que estaba en el medio se equivocaba y decía una palabra por otra; el más alto no podía seguir por que los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito que no tenía dientes, pronunciaba muy mal.
El arzobispo recomenzó la oración, y los staretzi volvieron a repetirla. El prelado se sentó en una piedra, y los staretzi hicieron círculo alrededor de él, mirándolo fijamente y repitiendo todo lo que decía.
Todo el día, hasta la llegada de la noche, el arzobispo luchó con ellos, repitiendo la misma palabra diez, veinte, cien veces, y tras él los staretzi. Se atascaban, él los corregía y vuelta a empezar.
El arzobispo no se separó de los staretzi hasta que les hubo enseñado la divina oración. La repitieron con él, y después solos. El staretzi del medio la aprendió antes que los otros, y la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces, y sus compañeros lo imitaron.
Empezaba a oscurecer y la luna se levantaba sobre el mar cuando el arzobispo se incorporó para volver al buque. Se despidió de los staretzi, quienes lo saludaron inclinándose hasta el suelo. Él los hizo incorporarse, los besó a los tres, recomendándoles que rezaran como él les había enseñado. Después se instaló en el banco del bote, que se dirigió hacia el buque.
Mientras bogaban, seguía oyendo a los staretzi que recitaban en alta voz la plegaria del Señor. Pronto llegó el bote junto al barco. Ya no se oía la voz de los staretzi, pero aún se los veía en la orilla, los tres a la luz de la luna, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a la izquierda.
El arzobispo llegó al buque y subió al puente. Levaron anclas, el viento hinchó las velas y la nave se puso en marcha, continuando el viaje interrumpido.
El arzobispo se sentó a popa, con la mirada clavada en el islote. Aún se divisaba a los tres staretzi. Después desaparecieron y solo se vio la isla. Y por último esta también se desvaneció en lontananza, y quedó el mar solo y cintilante bajo la luna.
Se recogieron los peregrinos y el silencio envolvió el puente. Pero el arzobispo aún no quería dormir. Solo en la popa, contemplaba el mar, en dirección del islote, y pensaba en los buenos staretzi. Recordaba la dicha que habían experimentado al aprender la plegaria, y agradecía a Dios que lo hubiera señalado para ayudar a aquellos santos varones, enseñándoles la palabra divina.
Esto pensaba el arzobispo, con la mirada fija en el mar, cuando vio algo que blanqueaba y fulguraba en la estela luminosa de la luna. Sería una gaviota, o una vela blanca. Miró con más atención, y se dijo: «Sin duda es una barca de vela que nos sigue. ¡Pero cuán veloz avanza! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y ahora ya está cerca. Además, no se parece a ninguna de las barcas que yo he visto, y esa vela tampoco parece una vela».
No obstante, aquello los sigue, y el arzobispo no atina a descubrir qué es. ¿Un buque, un ave, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre. Y además, un hombre no podría caminar sobre el agua.
Levantóse el arzobispo y fue a donde estaba el piloto.
—¡Mira! —le dijo—. ¿Qué es eso?
Pero en ese instante advierte que son los staretzi que se deslizan sobre el mar y se acercan a la nave. Sus níveas barbas lanzan un intenso resplandor.
El piloto deja la barra y grita:
—¡Señor, los staretzi nos persiguen sobre el mar, y corren por las olas como por el suelo!
Al oír estos gritos, los pasajeros se levantaron y lanzáronse hacia la borda. Entonces todos vieron a los staretzi que se deslizaban por el mar, tomados de la mano, y que los de los extremos hacían señas de que el buque se detuviera.
Aún no habían tenido tiempo de detener la marcha, cuando los tres staretzi llegaron junto al barco, y levantando los ojos dijeron:
—Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos enseñaste. Mientras lo repetíamos lo recordábamos, pero una hora después olvidamos una palabra, y no podemos recitar la plegaria. Enséñanosla otra vez.
El arzobispo se persignó, y dijo inclinándose hacia los staretzi:
—Vuestra oración llegará igualmente al Señor, santos staretzi. No soy yo quien debe enseñaros. ¡Rogad por nosotros, pobres pecadores!
Y el arzobispo los saludó con veneración. Los staretzi permanecieron un instante inmóviles, después se volvieron y se alejaron sobre el mar.
Y hasta el alba se vio un gran resplandor del lado por donde habían desaparecido.

 

TRES PREGUNTAS.

Había una vez un rey al que se le ocurrió que si conociera la respuesta a las siguientes tres preguntas, nunca fallaría en ninguna cuestión. Las tres preguntas eran: ¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa? ¿Quién es la persona más necesaria? ¿Cuál es la acción más importante?
El rey publicó un edicto a través de todo su reino anunciando que cualquiera que pudiera responder a estas tres preguntas recibiría una gran recompensa, y muchos de los que leyeron el edicto emprendieron el camino al palacio; cada uno llevaba una respuesta diferente al rey.
Como respuesta a la primera pregunta, unos le aconsejaron planificar detalladamente su tiempo, dedicando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas y seguir este plan al pie de la letra. Sólo de esta manera podría esperar realizar cada cosa en el momento oportuno.
Otros le dijeron al rey que era imposible planear todo de antemano y que más bien debería desechar toda distracción inútil y permanecer atento a lo que sucedía, para saber qué hacer en cada momento. Pero alguien más insistió en que el rey, aunque estuviera atento a todo, solo nunca iba a poder saber cuándo debía hacer cada cosa, por lo que en realidad necesitaba rodearse de sabios consejeros para actuar conforme a su consejo. Pero todavía otros más plantearon que para ciertas cosas se requiere de una decisión inmediata y que no permite esperar los resultados de una consulta, así que si uno quiere decidir bien, es necesario conocer el futuro, pero sólo se puede llegar a conocer de antemano el futuro consultando a los adivinos.
En las respuestas a la segunda pregunta tampoco estuvieron de acuerdo. Unos decían que las personas más importantes para el rey eran sus administradores; otros pensaban que eran los sacerdotes; otros más, que eran los médicos y, por últimos, había quienes sostenían que eran los guerreros.
Como respuesta a la tercera pregunta de cuál era la acción más importante, decían unos que eran las ciencias, otros insistían en que era la estrategia de hacer la guerra y los últimos planteaban que era la adoración a Dios.
Y puesto que las respuestas eran todas distintas, el rey no aceptó ninguna y a nadie le dio la recompensa. Después de varias noches de reflexión, el rey resolvió visitar a un eremita que vivía en el bosque y que era famoso por su sabiduría. Este solitario no se movía de la montaña y solamente recibía a gente humilde. Así pues el rey se vistió como un simple campesino y se fue en busca del eremita.
Al llegar cerca del lugar donde el eremita habitaba, el rey se bajó de su caballo, dejó atrás a los miembros de su guardia y se fue solo a su encuentro. El rey lo halló cavando en el jardín frente a su isba. Cuando el eremita vio al extraño, movió su cabeza en señal de saludo y siguió con su labor. Estaba claro que la tarea le resultaba dura, pues se trataba de un hombre débil y flaco, y cada vez que metía la pala en la tierra para removerla, respiraba con dificultad.
El rey se le acercó y le dijo:
-Sabio eremita, he venido para pedirte que me respondas tres preguntas: ¿Cómo se puede saber cuál es el mejor momento para ocuparse de una tarea? ¿Quiénes son las personas indispensables, a las que debo prestar más atención? ¿Qué acciones son las más importantes y las que uno debe realizar primero que nada?
El eremita le escuchó atentamente pero no respondió. Solamente se escupió en la mano y siguió cavando. El rey le dijo:
– Has de estar cansado, déjame que te eche una mano.
El solitario le dio las gracias al rey, le pasó la pala y se sentó en el suelo a descansar.
Después de haber removido dos surcos, el rey se detuvo y repitió sus preguntas. El eremita tampoco esta vez contestó sino que se levantó y, tomando la pala, le dijo:
– ¿Por qué no descansas? Ahora yo puedo seguir cavando.
Pero el rey no le dio la pala y continuó cavando. Así pasó una hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas. El rey soltó la pala y dijo:
– Vine a verte, hombre sabio, para que respondieras a mis preguntas, pero si no puedes darme respuesta, dímelo abiertamente, y regresaré a mi casa.
-¡Allí viene alguien corriendo! dijo el eremita, veamos quién es.
El rey se giró y de repente ambos vieron a un hombre de barba que salía corriendo del bosque. Sus manos las presionaba sobre una herida sangrante en su estómago. El hombre corrió hacia el rey, cayó al suelo, cerró los ojos y se quedó inmóvil, gimiendo con voz débil.
Al rasgar los vestidos del hombre, el rey y el eremita vieron que éste había recibido una profunda cuchillada en el vientre. El rey le limpió la herida lo mejor que pudo y luego usó su pañuelo y un trapo del eremita para vendársela, pero la sangre seguía manando y el rey varias veces quitó la venda empapada en sangre caliente, lavó la herida y volvió a vendarla.
Cuando se detuvo la hemorragia, el herido recuperó la conciencia y pidió un poco de agua. El rey fue a traerle agua fresca y calmó la sed del herido.
Mientras tanto el sol se había puesto y el aire de la noche había comenzado a refrescar.
El rey, con la ayuda del eremita, transportó al herido hasta la celda del ermitaño y lo acostaron. El hombre cerró los ojos y se quedó inmóvil. El rey estaba tan rendido después del largo viaje y el trabajo realizado, que se acurrucó en el umbral y cayó en un sueño tan profundo que durmió toda la noche. Cuando despertó a la mañana siguiente le llevó tiempo comprender dónde estaba y quién era ese extraño hombre barbudo acostado en la cama, que lo miraba fijamente con los ojos brillantes.
-Perdóname, le dijo el hombre barbudo con voz débil, cuando se percató que el rey había despertado y lo contemplaba.
– Pero si yo no te conozco ni tengo nada que perdonarte, le respondió el rey.
-Tú no me conoces, pero yo te reconozco. Yo era un enemigo tuyo declarado y había jurado vengarme de ti, porque durante la última guerra mataste a mi hermano y confíscate mis bienes. Cuando supe que habías venido solo a la montaña, decidí matarte en el camino de regreso. Pero después de esperarte durante todo el día y ver que no volvías, salí de mi escondite para buscarte. En lugar de dar contigo, me topé con tu guardia, me reconocieron, abalanzaron sobre mí y me hirieron. Por suerte pude escapar y corrí hasta aquí. Si no me hubieras acogido y vendado mis heridas, seguramente me hubiera desangrado y ahora ya estaría muerto. Yo deseaba matarte y tú en cambio me has salvado la vida. Si vivo y tú me lo permites, yo te juro que seré un fiel servidor tuyo por el resto de mi vida y ordenaré a mis hijos y a mis nietos que hagan lo mismo. Concédeme tu perdón.
El rey se alegró muchísimo de poder reconciliarse con su enemigo tan fácilmente, y no sólo le perdonó, sino que le prometió devolverle su propiedad y enviarle a sus propios médicos y servidores para que le atendieran hasta que estuviera completamente restablecido.
El rey se despidió del herido, salió al porche y buscó con los ojos al eremita. Por última vez, antes de dejarle, quería pedirle una respuesta a sus preguntas. El eremita estaba afuera y, de rodillas, sembraba las semillas en los surcos abiertos el día anterior. El rey se dirigió a él y le dijo:
-Hombre sabio, por última vez te ruego: ¡responde a mis preguntas!
El eremita se sentó en cuclillas sobre sus piernas flacas, alzó la vista al rey y le dijo:
– Tus preguntas ya han sido contestadas.
– Pero, ¿cómo?, preguntó el rey confuso.
– ¿Es que no lo ves?, repuso el eremita. Si ayer, si no te hubieras compadecido de mi debilidad y mi edad y no me hubieras ayudado a cavar el terreno, hubieras regresado solo y ese hombre te hubiera atacado y entonces te habrías arrepentido de no haberte quedado conmigo. Por lo tanto el momento más importante para ti fue el que pasaste cavando mi terreno; y yo en ese momento era para ti la persona más importante y la acción más importante consistió en ayudarme a mí…
Más tarde, cuando llegó corriendo el herido, el momento más importante fue el tiempo que pasaste curando su herida, porque si no le hubieses cuidado habría muerto y habrías perdido la oportunidad de reconciliarte con él. Así que él se convirtió en la persona más importante para ti y lo que le hiciste fue la acción más importante… Recuerda entonces lo siguiente: sólo hay un momento importante y es el ahora, pues tan solo tenemos dominio sobre el presente. La persona más importante es siempre esa con la que estás, porque nadie puede saber si podrás tratar con otra persona en el futuro. Y la acción más importante es hacer el bien, porque para eso es por lo que se te ha concedido la vida.