Clase de RAIMON AROLA del curso de extensión universitaria de la Universitat de Barcelona titulado “SIMBOLOGÍA. Planteamientos teóricos” dirigido por Raimon Arola. La primera edición fue en 2015-2016. Ahora ARSGRAVIS lo reproduce en forma de distintas entradas en la web.

Video de la clase

Índice general del curso

El centro del mundo

En los países de cultura musulmana, ya sean de Oriente u Occidente, del Norte o del Sur,  todas las mezquitas están orientadas a la Meca. La Meca, y en especial la Kaaba, donde está la Piedra negra, es el centro del mundo, por eso se reza mirando hacia este lugar. Incluso en los cementerios, las tumbas están dispuestas de igual manera. Una geografía espiritual se sobrepone a la geografía física, de tal modo que podría decirse que es el universo físico el que gira en torno al lugar sagrado. Allí viajan cada año millones de fieles para dar vueltas en torno a la Kaaba y besar la Piedra negra. Es una peregrinación prescrita en el Corán y uno de los cinco pilares del Islam. Se dice que quien la ha realizado puede dar testimonio de la verdad de la revelación que transmitió el profeta Mahoma, por eso se añade a su nombre el tratamiento de hajj .

En esta peregrinación al centro del mundo está todo establecido, la fecha, la duración, los ritos, etcétera, sin embargo, grandes místicos musulmanes explican que esta peregrinación es, también, al corazón de uno mismo. Citaremos dos ejemplos de ello, el primero proviene de Ibn ‘Arabi que vivó entre el siglo XII y XIII dC, y el segundo de Rumi, una generación más joven. Ibn ‘Arabi escribió lo siguiente: “Mi corazón es capaz de cualquier forma: un monasterio para el monje, un templo de ídolos, un prado para las gacelas, el Kaaba votivo, las tablas de la Torá, el Corán. El Amor es mi credo; dondequiera que vayan sus camellos, el Amor sigue siendo mi credo y mi fe”, y Rumi escribió lo que sigue: “Examiné la cruz de los cristianos del principio al fin. Él no estaba en la cruz. Fui al templo hindú, a la pagoda antigua. En ninguno encontré el menor signo. Subí hasta las cumbres sagradas. Miré a mi alrededor. Él no estaba en las cumbres ni en el valle. Fui a la Kaaba. Tampoco estaba allí. Pregunté su paradero: estaba más allá de los límites del filósofo Avicena. Miré en mi propio corazón. Y en este lugar, Lo vi

Dos fragmentos apasionantes que nos muestran que en la tradición islámica un mismo objeto puede tener dos sentidos, uno externo y otro interno. El viaje a la Kaaba es una peregrinación reglada y formal pero también se refiere al encuentro interior con la revelación, con Alá. Pero vayamos por partes, pues esta dualidad es la base del pensamiento simbólico de lo que hemos llamado la revelación semítica.

 

La unidad de las tradiciones

El estudio del pensamiento simbólico debería permitir encontrar el lugar común de las distintas tradiciones, ya sean las grandes religiones o la magia secreta que practicaban las tribus arcaicas, por citar dos ejemplos extremos, pues, aun sabiendo que en el fondo son lenguajes de una misma y única realidad, es necesario recorrer el camino que conduce desde las diferencias a la unidad. Si no fuera así, caeríamos en una reducción de la riqueza intrínseca de la vida espiritual. Tal cosa es especialmente cierta en esta clase que dedicamos a las grandes religiones que provienen de Abraham: judaísmo, cristianismo e Islam. La enormidad de estas religiones, tanto a nivel cultural como social, político y económico, las ha convertido en sinónimos del hecho religioso y así se han visto involucradas en todo tipo de disputas, ya fueran entre sí, a partir de divergencias con otras tradiciones o con el laicismo actual.

En medio de la enormidad cuantitativa, el simbolismo parece un añadido de poco valor, como un apéndice, en muchas ocasiones molesto y heterodoxo, de las verdades teológicas. Estas formas espirituales son los paradigmas de lo que se entiende por “religión”. En relación al judaísmo, sobre el que se centrará buena parte de la clase, Gershon Scholem escribía lo siguiente: “…es considerado con razón en la historia de las religiones como un representante clásico de la modalidad tradicionalista de religión”. Este gran historiador de la cábala, y participante activo del Círculo de Eranos, se afanó en comprender el símbolo en el judaísmo por medio de lo que él denominó la mística judaica, pues, junto al peso de la historia, el trascendentalismo y las ideas preconcebidas de Dios, también podemos encontrar la simplicidad de la unión del hombre y Dios, que, en el fondo, es la base de la ‘alianza’ (brit en hebreo, pactum según san Jerónimo) de Dios con Abraham, tal como está escrito en el capítulo 17 del Génesis:  “Y siendo Abram de edad de noventa y nueve años, le apareció el Señor, y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí, y sé perfecto. Y yo estableceré mi alianza contigo, y te multiplicaré en gran manera. Entonces Abram cayó sobre su rostro, y Dios habló con él diciendo: He aquí mi alianza es contigo: Serás padre de muchas naciones: Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham…”.

 

La Alianza

Pero, ¿qué es esta alianza?, según explica Rashi consistiría en: “Ser Dios para ti”. A partir de Abraham, Dios se revela al hombre y ambos establecen una alianza por la que el hombre no necesita otro Dios, antes al contrario, no existe otro dios sino “el Dios” de la alianza. Los judíos lo recuerdan dos veces al día cuando recitan la plegaría conocida como Shemá, en la que repiten los siguientes fragmentos de la Torá: “Escucha, Israel, escucha: el Señor nuestro Dios, el Señor es uno. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerza” (Dt VI, 4-5).

Esta alianza es el origen de las principales religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Demasiado a menudo, la idea monoteísta se ha separado de la alianza de Abraham con Dios, de esta manera ha podido perderse el sentido de la unidad de Dios. En una alianza se juntan dos partes en un todo y no tiene ningún sentido hablar de una de ellas por sí misma. Aunque es de este modo cómo se acostumbra a comprender el monoteísmo, o el hecho de: “creer en un único Dios”. A menudo se olvida que esta unidad es fruto de una alianza, y por eso nos resultan extremadamente sugerentes las palabras de  Emmanuel d’Hooghvorst quien explicó el sentido profundo del monoteísmo al comentar el sentido de la afirmación de la unidad divina de la Shemá: “Esto no significa que [Dios] esté solo sino que viene a ser como si dijera: Deja a los demás pueblos venerar a un Dios inaccesible en el cielo o prosternarse ante un ídolo terrestre impotente. Tu Dios, el tuyo, Israel, es la unión del cielo y de la tierra, por ello es uno, porque está reunificado”.

Según lo que acabamos de ver, sin la alianza no puede existir la unidad de Dios. El simbolismo no es ajeno a esta unión, antes al contrario, los símbolos forman los nudos que ligan al hombre con Dios. Sin embargo, el peso de la enormidad de las religiones de origen semítico ha generado un sinfín de discusiones. Tantas controversias –hemos escrito en otro lugar– han creado un sutil velo que esconde el vínculo indisoluble entre el Dios de Abraham y el hombre, llegando a confundirse el Dios reunificado con un Dios solitario alejado del corazón de la humanidad; quizá sea exagerado afirmar con Nietzsche que “Dios ha muerto”, pero lo cierto es que ahora, como sucedía en la época de este filósofo, Dios ha pasado de ser una realidad viva y palpable, a ser una hipótesis que el raciocinio humano debe resolver, casi lo contrario del sentido profundo del monoteísmo. El nihilismo, que directa o indirectamente modeló las convicciones de los hombres del siglo XX, ha sido una consecuencia lógica de la confusión entre el Dios solitario, ajeno al hombre, y el Dios reunificado proclamado por los descendientes de Abraham. Al pensar qué es Dios, la incredulidad y el ateísmo se apoderaron inevitablemente del espíritu del hombre occidental pues el Dios solitario es intrínsecamente nebuloso. Por eso, la idea del Dios uno de los antiguos sabios monoteístas nada tiene que ver con el desafío intelectual actual que pretende pensar qué es Dios. Para los antiguos, el Dios uno era el propio misterio del hombre y, en consecuencia, un Dios trascendente, evidentemente, pero también inmanente. Afirma un âhâdit musulmán: “Aquél que se conoce a sí mismo, conoce a su Señor”, éste sería el Dios de las tradiciones monoteístas.

 

Religión y filosofía occidental

Desconocer al Dios de la unidad, según las revelaciones semíticas, es desconocer lo que realmente es el hombre. A principios del siglo pasado, el japonés Kitaro Nishida escribió sobre la religión y filosofía occidental desde su práctica del budismo Zen, la distancia le permitió desvelar algunas cuestiones propias y fundamentales, aunque quizá ya olvidadas, de la tradición espiritual de Occidente. “Creo que una idea fundamental de todas las religiones es la que Dios y los seres humanos tienen la misma naturaleza, que en Dios los seres humanos retornan a su origen y que sólo lo que se basa en estos dos puntos puede llamarse verdadera religión”. En otro lugar comprobaremos mediante un método cabalístico la relación entre Adán, el hombre primordial, y el Señor

Para profundizar en la alianza que selló Abraham, compararemos dos grabados que corrieron por Europa durante el siglo XVII. El primero es poco conocido por irrelevante, representa un parto normal que sucede al tiempo que dos astrólogos levantan la carta astral del recién nacido. Según el parecer de los antiguos, la situación de los planetas en el cielo determinaba el devenir del individuo. Se  trataría, sin embargo, del devenir del hombre exterior, que en la terminología bíblica es el hombre incircunciso, el que está cubierto por la piel de bestia. La astrología explica que la influencia de los astros le penetra y se mantiene en él por la respiración que trasmite a su espíritu las conjunciones en las que se encuentran los astros en cada momento.

Pero hay otro nacimiento. Lo representa el segundo grabado que hemos seleccionado y que es más conocido por representar una escena poco habitual: un hombre que sale del destino de los astros y respira la vida pura que está por encima de ellos. Así, este personaje que supera lo que podría llamarse el mundo astral, contempla y recibe las influencias del cielo sin mezcla, tal como lo describieron el profeta Ezequiel y san Juan en el Apocalipsis. Por eso, en el grabado se observan fuera de la cúpula celeste las ruedas de la visión de Ezequiel que giran en todas las direcciones. El cielo se abre y permite que se vean sus misterios, aquellos que sólo pueden ser conocidos por medio de símbolos, como la Jerusalén celeste que desciende del cielo y que describe san Juan.

El segundo nacimiento es, evidentemente, el nacimiento del hombre nuevo, su corazón ya no es de piedra sino que posee un corazón vivo, según las palabras bíblicas. El ritual que escenifica este nuevo nacimiento es, en el judaísmo, la circuncisión, a la que, por otra parte, san Pablo dio un sentido muy distinto: “la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra” (Rm II, 29). Así pues, la unión entre el hombre y Dios, la alianza, solamente existiría en los renacidos, los perfectos.

Carlos del Tilo escribió lo siguiente  a propósito de la diferencia entre Abram y Abraham: “Abraham fue creado de nuevo, a imagen del primer Adán, anterior al pecado. Fue creado hombre perfecto. Porque hay dos hombres, dos Adán: uno procede del Adán pecador y sólo engendra en la vida mortal; de éste descendemos. El otro es el Adán creado por Elohim, la generación mesiánica, que es capaz de engendrar en la vida perfecta. Abram es la imagen del primero, y no en vano el texto bíblico alude a que no podía tener hijos con Sarai. Abraham, con la [letra] he,  representa el segundo”.

 

Revelar y ocultar

Los símbolos enseñan la verdadera alianza, pero también la esconden; la revelan y la vuelven a velar. De aquí la insistencia de los sabios en vivificar los símbolos. Louis Cattiaux se refirió a este hecho con las palabras siguientes: “Los que han transformado la formidable revelación de las santas Escrituras en una moral hipócrita y fangosa, ¿cómo podrían reconocer ahora, bajo las figuras simbólicas de su fe, la verdad increíble del Único Dios y Principio?” (‘El mensaje reencontrado’ 23, 37). La alianza crea los símbolos, pero también, los símbolos ocultan la alianza. Creemos que esta fue la tesis que Gershon Scholem quiso explicar en su amplia obra. Según dicho historiador, fue después de la destrucción del segundo Templo y de la gran diáspora cuando aparecieron las bases de la mística judía que, más tarde, se convertirían en la cábala. Estamos hablando, pues, de la misma época en que apareció el cristianismo, cuando san Pablo afirmó: “la letra mata, mas el espíritu vivifica” (2 Co 3, 6). Entonces nació el cristianismo y también se desvelaron los misterios de la tradición judía. Preferimos en este breve espacio concentrarnos en ellos y dejar el cristianismo para las clases del cuarto módulo.

Quisiéramos detenernos ahora en la particular escritura de los pueblos semitas, los descendientes de Sem, el hijo mayor de Noé. Si hablamos de la escritura y de la lengua es porque a ellas va ligada una comprensión del mundo y de Dios determinada. El judaísmo y el islam fundamentan su manera de ser en la palabra revelada, aquella que Dios dictó a Moisés y a Mahoma.

Las lenguas semíticas, el hebreo, el árabe, el amárico, etcétera, expresan una forma determinada de pensar el mundo y la espiritualidad basada en la revelación divina, por eso se conocen como las religiones el Libro. En las revelaciones divinas siempre hay un aspecto exotérico y otro esotérico, lo que permite una interpretación simbólica. Y la propia escritura de estos pueblos está ligada a los dos aspectos que acabamos de mencionar, puesto que sólo escriben las consonantes y no las vocales. Así, podría decirse que el texto escrito está muerto pues sin las vocales no se puede pronunciar. Necesita imperiosamente de las vocales, o lo que es la mismo, la Torá escrita necesita la Torá oral. Leemos en el Sefer ha-Zohar: “Todas las letras son como el cuerpo sin alma [no hay más que consonantes]. Cuando vienen los puntos [son las vocales en la escritura hebrea], que son el secreto del alma viva, he aquí que el cuerpo se endereza en su consistencia, y a propósito de esto está escrito: ‘El Señor Dios formó el Adán del polvo del suelo, y sopló en sus narices un soplo de vida, y el Adán fue hecho espíritu vivo’” (Gn 2, 7).

A partir de esta premisa, los cabalistas, los maestros de la Torá, crearon un pensamiento simbólico extraordinario. Existe la Torá, la “Ley”, dada a Moisés en el Sinaí, pero está Torá está muerta y necesita ser vivificada en una, podríamos decir, nueva alianza. Dicho de otra forma, la luz de los símbolos se esconde bajo distintas cortezas, como sucede con el núcleo de un fruto. Llegar al centro es un viaje simbólico, es la aventura del Espíritu que desde el exterior de los ritos y los textos debe llegar a aquello más interior del hombre, donde reposa la verdad. Detenerse en la corteza es el exoterismo, llegar al centro es el esoterismo, uno no puede ir sin el otro, son dos caras de una moneda.

Este apartado, dedicado a la revelación semítica, revela un modo distinto de comprender el simbolismo del de otras morfologías del espíritu, quizá por eso, en las religiones que de ella surgieron se ha negado el simbolismo o se ha convertido en algo secundario ajeno a la revelación. Pero el simbolismo es más que un universo de correspondencias o un razonamiento analógico, es también un camino para penetrar las cortezas hasta alcanzar el corazón del fruto.

El fragmento del Sefer ha-Zohar conocido como “Los vestidos de la Torá” es el ejemplo más conocido para explicar cómo debería entenderse el simbolismo en las tradiciones de raíz semítica. Comienza con unas palabras de Rabí Simeón que dice: “¡Ay del hombre que pretende que la Torá no vino más que para contar simples narraciones, palabras ordinarias! Si así fuese, podríamos actualmente componer una Torá sobre temas vulgares e incluso más excelentes. La Torá contiene en cada una de sus palabras cosas elevadas, secretos supremos…”.

El pensamiento cabalista va más allá del razonamiento, podría decirse que se dirige a la intuición más que a la digresión. Se trata de un complejo sistema de exégesis que el Sefer Yetzirá, propone a partir del valor simbólico que otorga a las 22 letras del alfabeto hebreo. A partir de ello comienza la lectura simbólica de los textos sagrados, que es la cábala. La lectura cabalística (histórica) suele servirse también de tres mecanismos analíticos básicos: guematria, notaricon y temura.

 

Conclusión

  • Los símbolos y las correspondencias nacen de la interioridad del hombre nuevo y del Dios único. No se pueden confundir con las formas exteriores.
  • El Dios único se esconde en la Torá, el Corán, en los Evangelios, por eso parece ajeno, pero se manifiesta en la interioridad. A partir de un don, cuando se consuma la alianza de Dios y el hombre, surge el monoteísmo. Ambos se pertenecen. Son UNO en la eternidad.