Josephin Peladan (Lyon, 1858 – Neuilly sur Seine, 1918) Capítulo del libro «La voluptuosidad estética».

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Pertenece a quienes encuadran la Cruz redentora con las volutas de la Rosa, anunciar un alegre método de salvación, paralelo a la vía de las lágrimas, abrir un camino de sonrisas que también conduzca a Dios.

Los mundanos han deshonrado la alegría y la belleza; su alegría se inspira en boberías y su belleza no se eleva ni a lo bonito; pero no olvidemos que existe todo un clan de santos felices, de bienaventurados sonrientes, de venerables con una dulce alegría. Las lágrimas son bellas y lavan nuestra indignidad, pero pueden brotar tanto en el arrobamiento como en la pena: ¡y quién nos prohibirá la plenitud y la alegría del corazón a la vista de Dios! La obra maestra, es Dios visible, Dios tangible, Dios aparecido, Dios presente.

La obra maestra, es Dios visible, Dios tangible, Dios aparecido, Dios presente.

He aquí porque los Terburg, los Metzu, los Dow y los Ostade, son mamarrachadas sin ningún significado, que hay que relegar lejos de los muros donde el ojo humano deba conmoverse. He aquí porque la escultura de un Puget no merece una admiración completa; he aquí porque la música francesa, tomada en su conjunto, de pena; son espejos que en lugar de reflejar el más allá, reflejan la bajeza terrena. La religión ha podido contra las alegrías del instinto, gula, libertinaje, pero no aspira a las alegrías puras del espíritu. Quien sublima su gusto por el placer en clave intelectual, si no se vuelve santo, al menos permanece puro, elevado y listo para un camino de Damasco.

¿Qué hombre viviría sin pasiones? Pero las puede escoger y satisfacer de modo distinto. Conozco a un gran fornicador que vuelve de Bayreuth, con continencia durante varios meses. El idealismo verdadero no miente sobre la naturaleza humana. No pocas apetencias ruines se debaten en nosotros; satisfacerlas nos envilece, negarlas provoca otros desórdenes, sublimarlas nos salva al tiempo que las realizamos.

¿El Arte no sería, en el providencial deseo divino, la forma pura de la voluptuosidad? Evidente para la música, esta aserción se verifica en la sexualidad; la contemplación de las cabezas de Leonardo impide mirar a las de las paseantes. He creído ver en la emoción estética un equivalente luminoso y elevado de las emociones pasionales y en una cierta altitud de impresión, el arte aparta del pecado. Si uno crea en sí mismo la percepción armónica, no soporta fácilmente el desorden que la vida nos aporta bajo las formas pasionales, y uno arroja ávidamente hacia la emoción noble y tranquila de un libro, un dibujo, la estatua, o la sonata.

¿El Arte no sería, en el providencial deseo divino, la forma pura de la voluptuosidad?

Las teorías de la perfección elaboradas por naturalezas en el más alto grado de religiosidad debían, excesivas en sus radiantes esferas, ordenar el ideal más alto y sobretodo el más general. Pero siendo las necesidades guías seguras del deber, sea que flaquee al rechazarlas, sea que se ceda a satisfacerlas, nos enseñan a no negar la propensión reiterativa, aunque la detestemos. ¡Pues bien! El arte corresponde a una sofisticación noble del instinto, estetizar es también purificar, y aquí la salvación se opera al mismo tiempo que el ser queda satisfecho.

Un escollo terrible se levanta en el que encallan muchos de los que tomaron la vía artística; al primer placer se detuvieron, y el primer placer se llama la obra inferior. ¡Ah! Creemos sentir la noble voluptuosidad al contemplar la Torre Eiffel, el Sacré-Coeur de Montmatre, la Madeleine, o bien los panoramas, los samblajes, los crespones, los Cheret. La primera ley de esta ascesis quiere que nos forcemos a disfrutar de Bach, de Rafael, de Racine. Estas obras son piedras de toque, aguas probáticas; incluso en el arte todo placer comienza por un deber; es decir, toda aproximación a la Belleza necesita de un acto de voluntad.

La mayoría van a lo atractivo; los unos maravillados por un tono suave de tela oriental; otros divertidos por las deformaciones correspondientes a su deformación moral. Si la Joconda y el Precursor, estas figuras cumbres de la teoría que propongo, pudieran explicarse y mostrar la vida que contienen, hablarían así:

“Lo sé todo”, diría Mona-Lisa “serena y sin deseos, no obstante mi misión consiste en distribuir el deseo, pues mi enigma fomenta y desarrolla el todos aquellos que me contemplan, soy el gracioso pentáculo de Vinci, manifiesto su alma, que nunca se fijó porque veía demasiado alto y demasiado profundo. Soy la que no ama porque soy la que piensa; la única mujer del arte que, aunque bella, no atrae el beso, no tengo nada que darle a la pasión; pero si se me acerca la inteligencia, se reflejará en el prisma de mi expresión como en un espejo multicolor, ayudaré a algunos a tomar conciencia de si mismos; y los que reciban de mi el beso del espíritu podrán decir que los he amado según la voluntad de Vinci, que me creó para mostrar que existe una  concupiscencia de espíritu, pues es mi expresión que me hace amar, ella que niega amar, sino es por el pensamiento”

El verbo del Precursor, aún más misterioso, se expresaría parcialmente de este modo: “Mi gesto incita y mi sonrisa desafía, y ¡soy Juan! No te asombres; mi gesto dice la verdad a todos, y mi sonrisa se la dice a algunos. Actúo para la masa y sonrío para pocos; como soy andrógino de formas, soy de pensamiento doble: positivo e imperativo, exotéricamente; pasivo y dulce para los elegidos. Mi dedo se levanta hacia el cielo; anuncio la necesidad de la salvación. El pliegue de mi boca revela que la salvación no siempre es dolor. Lo que ves en mis ojos, es la voluptuosidad de los espíritus, sé que el mal es transitorio, como el dolor, y que el bien y la alegría son eternos. Los imbéciles traducirán mi mueca singular por el escepticismo, esta ignorancia, y yo sé. Soy el más sabio de los santos; mi mano ordena creer y mis labios incitan a comprender. Quien se deje seducir por mi gracia poseerá un día la sonrisa de los querubines, eternamente arrebatados por el conocimiento divino. Los hombres tienen necesidad de temer; pero yo, junto a Dios, sonrío de este temor, porque amo, amo indefectiblemente , y este amor me une a Él. El cielo sonríe, el cielo es alegre, el cielo es la voluptuosidad santa; revelo la salvación por la belleza, tal y como lo concibió Leonardo da Vinci, arcángel, dueño de las formas, en la morad eterna. Soy el Anunciador de la Mística de la belleza, de la Mística del arte”.

«Los imbéciles traducirán mi mueca singular por el escepticismo, esta ignorancia, y yo sé. Soy el más sabio de los santos; mi mano ordena creer y mis labios incitan a comprender.»

¡Sí, es una mística de la admiración constante, del rito entusiasta del esteta! Pero al principio hay que presentarla de una manera atenuada y perceptible, y no volverla de pronto inaccesible.