Raimon Arola. Presentación del libro «El símbolo renovado. A propósito de la obra de Louis Cattiaux», con el texto completo del capítulo: «Cattiaux y la alquimia»

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FRAGMENTO DEL LIBRO [Información libro]

Cattiaux y la alquimia

Vamos a tratar de profundizar ahora en la disciplina que apasionó a Cattiaux y que llenó sus símbolos de contenido: la alquimia. Desde los años de la galería Gravitations, e incluso antes, hasta el final de su vida, Cattiaux se dedicó a la lectura asidua de los libros clásicos de la alquimia y vinculó su ofició de pintor a la búsqueda de las materias más nobles para sus cuadros. Pasaba mucho tiempo en la Biblioteca del Arsenal que por aquel entonces reunía una colección extraordinaria de volúmenes sobre el tema y que después han pasado a la Biblioteca Nacional. Adolphe de Fulgairolle recogió la siguiente explicación del propio Cattiaux en relación a sus visitas a la Biblioteca del Arsenal durante la ocupación alemana de París:

 «Duran­te la ocupación me alimentaba con una manzana por ágape. Pasaba todo mi tiempo en la Biblioteca de París en donde se hallaban los secretos del esoterismo y del arte medieval. Me nutría literalmente del espíritu de los antecesores creyentes y escrupulosamente artistas».

 Los secretos a los que se refiere Cattiaux se hallaban fundamentalmente en fragmentos extraídos de libros alquímicos escritos en francés o traducidos a esta lengua, pues Cattiaux no conocía el latín ni el alemán. Pero aun así, el material era ingente sobre todo si se considera que durante el siglo XVII se tradujeron al francés muchas obras medievales escritas en latín.

Con respecto a la misteriosa experiencia aludida por Cattiaux, cuando narra que se nutría literalmente del espíritu de los autores que aquellos textos, hemos imaginado muchas veces los regresos a pie desde la Biblioteca hasta su hogar, junto al ministerio de Defensa, y hemos llegado a creer que mientras paseaba junto al Sena, contemplando Notre-Dame y la fachada del Museo del Louvre o recorriendo todo el boulevard Saint Germain, Cattiaux llegó a establecer un estrechísimo vínculo con los maestros antiguos y que incluso su pensamiento vital se configuró a partir de sus enseñanzas. De este modo se consideró un continuador de la tradición de aquellos sabios. Y quizá por eso, entre otras razones, a su mensaje lo llamó «reencontrado».

Sin duda el más apreciado por él de entre todos los antiguos maestros fue Nicolas Valois y su libro Llave del secreto de los secretos. También sentía un gran amor por Nicolas Flamel, pues en 1941 y como homenaje a este autor, Cattiaux pintó La bella durmiente del bosque o la Alquimia reposando (Figura 31) y le dedicó el siguiente poema:

 «Sobre las lejanas cimas, la asamblea de los grandes sabios meditaba silenciosa, ya que toda palabra es vana en el sorprendente magisterio que, triando la sombra y la luz, nos hace testigos de su mayor misterio»[1].

 Parece evidente que Cattiaux se reencontró con una enseñanza que, desde varios siglos atrás, se había desdibujado en la historia de Occidente. Concretamente desde 1648 cuando, después de la paz del tratado de Westfalia, el pensamiento mágico y simbólico que aun perduraba en Europa fue sustituido por el pensamiento racionalista. Desgraciadamente del primero, a partir de entonces tan sólo perduró una magia supersticiosa y una alquimia vulgar.

En la literatura alquímica tradicional, aquella que Robert Halleux define como «apologista», pues sus autores insisten en que su arte alquímico es excelso y tan antiguo como la sabiduría primordial[2], el lenguaje simbólico es fundamental dado que las múltiples interpretaciones de las sentencias deben conducir hasta el encuentro de qué o quién es Dios.

En los antiguos tratados de alquimia el lenguaje de los símbolos no se basaba en una cadena de correspondencias más o menos sincrética o esotérica, sino que tenía que ver con una epistemología; es decir, con el conocimiento de cómo se une el espíritu con la materia, y, a su vez, lo divino con lo humano. En este sentido no debe extrañarnos que Carlos Gilly, al estudiar los manuscritos de Paracelso y su escuela, se diera cuenta de que todos ellos llegaron a considerar la Biblia como un libro mágico[3], incluso, y para ser más precisos: «¡un libro alquímico!». También Cattiaux participaba de esta idea, como escribe en una carta a uno de sus amigos:

 «Gracias a la luz de la santa ciencia de Hermes, penetrarás poco a poco en el misterioso y oculto significado de la vida y pasión del Señor Cristo, y aprenderás lo que es en verdad y lo que son el pan y el vino de la comunión de vida, el cuerpo y la sangre de la resurrección, pero es preciso orar para que Dios te ayude a superar los símbolos y las imágenes con los cuales la cristiandad entera parece chocar ciegamente y a las que se aferran con obstinación, sin voluntad de ir más allá, hasta la verdad sustancial y esencial» (Florilegio, §180).

 Cattiaux supo descubrir en las metamorfosis de los elementos que conocieron los alquimistas, el símbolo por excelencia: el del Dios único de la verdad esencial y sustancial; en este último aspecto reside la importancia de la alquimia, pues se trata del encuentro de Dios no simplemente como una idea, o incluso como una sensación, sino como conocimiento del misterio de la encarnación. Está escrito en El Mensaje Reencontrado: «Extraer el perfume y rechazar el veneno. Reducir la tierra en agua y rehacer el agua en tierra. Cocer el cielo y la tierra hasta el alumbramiento del sol perfectísimo» (Mensaje V, 89’).

Los misterios del «cuerpo y la sangre de la resurrección» o del «sol perfectísimo», son símbolos de realidades herméticas, pues como Cattiaux insiste una y otra vez, sólo sería posible conocerlas y penetrarlas con la ayuda de Dios; recordemos el versículo que hemos citado al principio del libro: «Cuando el símbolo es una realidad, es imposible descubrirlo sin la ayuda de Dios» (Mensaje II, 44). Pero de lo que parece no haber duda es que la alquimia auténtica enseña el misterio de la unidad de Dios en toda su completitud. Es un conocimiento catafático.

Cuando se habla del Dios único, no es porque esté solo o porque no haya otro dios, de lo que se trata con esta afirmación es del Dios unido o el Dios uno. Esta idea teológica fundamental es la que se describe al principio de la famosa Tabula smaragdina cuando se afirma: «aquello que es inferior es semejante a aquello que es superior», y ambos son uno. Lo uno no existe sino por conjunción, en la dialéctica continua de la unión de lo superior con lo inferior; es decir, en el acto simbólico. Cosa que aparece también en la Tabula cuando continúa desarrollando la misma idea: «Por éstos se adquieren y se hacen las maravillas de la obra de una única cosa, y como todas las cosas se hacen por uno y mediante uno, así todas las cosas se hacen de uno por conjunción»[4].

De entre las muchas variantes de este famoso texto alquímico atribuido a Hermes Trimegisto hemos utilizado la que aparece en un tratado apócrifo de 1599, atribuido a Basilio Valentin y conocido como El Azoth o el medio para hacer el Oro oculto de los Filósofos. Este texto, que fue traducido al francés en 1659[5], está especialmente indicado para comprender el sentido del símbolo en la literatura alquímica, que Cattiaux retrobó. La segunda parte del Azoth esta dividida en cortos apartados acompañados de pequeñas xilografías, como si se tratara de emblemas o jeroglíficos, que aparecen tan importantes como el propio texto. Para denominar la relación entre el texto y la imagen, el autor utiliza la palabra «símbolo», con la intención de resumir en él el conjunto de sus oscuras enseñanzas. Posteriormente, las imágenes del Azoth han sido reproducidas y reinterpretadas en numerosas ocasiones. Las reproducciones más interesantes quizá sean los grabados que aparecen en la Philosophia reformata de Johann Daniel Mylius, que más tarde utilizó Daniel Stolcius en el Viridarium chymicum[6].

Para adentrarnos en el sentido del símbolo en relación a la alquimia nos serviremos de esta obra y en especial de su segunda parte. Los símbolos comienzan con un grabado que representa a Atlas y en el que se reproducen las palabras que pronuncia este titán: «Llevo sobre mis espaldas al Cielo y a la Tierra y los observo exactamente» (Figura 32). Después, el autor cita el texto del principio del tratado Poimandres, perteneciente al Corpus Hermeticum, cuando Poimandres se aparece a Hermes mientras éste se encuentra en un estado de duermevela y se presta a enseñarle todo lo que quiera aprender, el texto sigue: «Mientras [Poimandres] decía estas cosas, cambió de forma, de pronto todo me fue revelado en un momento». En el siguiente, y eso es lo extraordinario, Valentin transcribe la Tabula smaragdina que comienza con: «Es verdad y sin mentira […], que aquello que es inferior es semejante a aquello que es superior…» y sigue. Lo hemos calificado de extraordinario porque el autor del Azoth, un supuesto monje medieval, reúne el Poimandres con la Tabula smaragdina con toda naturalidad. Con ello quizá quería dar a entender una idea fundamental que se repite a lo largo de la historia de la alquimia y es que la filosofía –o la luz de la gracia, explicada en el Poimandres–, es complementaria a la alquimia –o la luz de la naturaleza, trasmitida en la Tabula smaragdina–. Al final de la trascripción de la Tabula smaragdina, Basilio Valentin escribe: «Estas palabras son superiores a todas las demás que se han referido a esta materia. También Theophrastus [Paracelso], ha dejado lo que sigue hablando de este arte» y precisamente fue la escuela de Paracelso que acuñó el término de filosofía de las dos luces, la de la gracia y la de la naturaleza.

El apartado siguiente es el que más nos interesa en relación al tema de nuestro estudio pues lleva por título: Le Symbole de Fr. Bazile Valentin. En él, Basilio utiliza la voz símbolo para sintetizar su pensamiento. Para empezar, el autor construye un complicado discurso que finaliza así:

 «Al igual que el alma, el cuerpo y el espíritu consisten en dos cosas, de las cuales todas las cosas son uno, y este uno conjuga el fijo y el volátil […]. El filósofo dijo: todo eso no es otra cosa que el Mercurio doble, su nombre está oculto y debe ser buscado con diligencia y asidua labor»[7].

 Los textos de la Tabula smaragdina y Le Symbole de Fr. Bazile Valentin van acompañados de la misma imagen (Figura 33). En un detalle de la parte superior contemplamos una copa que recibe los rayos del Sol y de la Luna y que se apoya sobre el signo de Mercurio, pues, como acabamos de leer en el texto de Le Symbole de Fr. Bazile Valentin: «…todo eso no es otra cosa que el Mercurio doble». En la época, este emblema fue ampliamente reproducido y su imagen la más utilizada para mostrar la Tabula smaragdina.

Basilio Valentin presenta después otro símbolo llamado: Le symbole Nouveau, que se representa como una diosa nacida del mar (Figura 34). Según él, lo que significa el Le symbole Nouveau es: «El misterio más antiguo, que subsiste desde el comienzo del mundo, desde la creación de Adán. La ciencia de la naturaleza, inspirada de Dios bondadosísimo y muy grande, por medio de su Verbo».

La segunda parte del Azoth termina con otro símbolo: Le Symbole de Saturne, que contiene un fragmento sorprendente. En él se describe la caída de Adán y Eva y su redención mediante la muerte, puesto que: «… después de la muerte engendraron un hijo de una esencia suprema», que, a su vez morirá y resucitará para la salvación de sus hermanos imperfectos y débiles, un hijo alquímico que es imposible no identificar con el Salvador del género humano, el Verbo hecho hombre.

Tales son, muy resumidos, los símbolos propuestos por el autor del Azoth. Sin embargo, creemos que lo más destacable de todo ello es la intención del misterioso fraile Basilio Valentin de explicar los misterios de la fe mediante unas operaciones químicas, un tipo de conocimiento que algunos siglos más tarde recogerá Louis Cattiaux. A pesar de los años que los separan, ambos parecen participar del saber de una tradición, la tradición alquímica, sobre todo a partir del Renacimiento, según la cual el hecho de alcanzar la Piedra filosofal significaría reencontrar no sólo el sentido de una creencia sino un conocimiento experimental capaz de aunar el cielo con la tierra. Dicho de otro modo, la capacidad operativa de conjugar lo más bajo con lo más alto en lo uno: que, en palabras de Pico della Mirandola, sería conocer y demostrar la divinidad de Cristo: el Dios vivo y manifestado. Respecto a la identidad entre el lenguaje teológico y el alquímico, Cattiaux escribió lo siguiente en una de sus cartas: «Jesucristo es único, puesto que es la piedra, por lo tanto también tiene todos los nombres, todas las figuras, pasadas y por venir; pero yo llamo a la piedra, la Piedra, y a todos los que la han manifestado, hijos de Dios, pues el servidor no es más que el maestro.» (Florilegio, § 185).

A raíz de sus frecuentes visitas a la Biblioteca del Arsenal, Cattiaux llenó varios cuadernos copiando libros enteros dedicados a la ciencia alquímica, el de Nicolas Valois, por ejemplo, o los comentarios a la Tabula smaragdina de Hortulanus fueron objeto de su interés. También escogía fragmentos de las distintas obras que consultaba y los copiaba, creando una especie de quintaesencia del pensamiento de los antiguos sabios. En la revista belga Le Fil d’Ariane se ha publicado uno de estos cuadernos y a partir de él puede comprenderse la manera de proceder de nuestro autor, se trata de un bloc de notas denominado Hel’ouia[8]. Ordenados en forma de versículos o sentencias cortas, un modo de escritura que también utilizó para El Mensaje Reencontrado, Cattiaux escogía para cada fragmento un color diferente, alternando la tinta azul, la roja y la verde, de modo que el texto final aparece como un florilegio de sentencias alquímicas sin autor, pues jamás apuntaba las referencias de sus lecturas ya que consideraba que en alquimia toda palabra verdadera está dicha por el mismo Espíritu. En una de sus cartas, aconsejaba el modo de proceder que él mismo practicaba, pues como decía:

 «Confrontando los textos herméticos, la decantación se realizará poco a poco. Lo que encuentras está bien. Has de seguir tomando notas comparativas, pues ello hará que la luz brote cada vez más hasta encontrarte en una oscuridad sin nombre, de donde tendrás que salir absolutamente solo por simple decantación» (Florilegio, § 311).

 Cattiaux no hizo más que seguir en nuestros días una larga tradición de compilaciones de fragmentos como las contenidas en La Turba de los filósofos o el Rosario de los filósofos, con el fin de hallar la unidad de todas las enseñanzas alquímicas. Parafraseando el título de un libro que David Laigneau (o L’Agneau) escribió en el siglo XVII titulado Armonía mística o la concordancia de los filósofos[9], podríamos decir que Cattiaux también compuso para su propio uso una armonía de los filósofos.

En el París de los años 30 y 40, la alquimia estaba de moda, fue un momento de frenesí producido por el impacto que causó la publicación de las obras de Fulcanelli, el adepto desconocido, del que sólo se conocían sus publicaciones: Los misterios de las catedrales en 1926 y Las moradas filosófales en 1930. Unos textos brillantes y seductores que recogieron el legado de los ocultistas del cambio de siglo. Muchos personajes se presentaron como los continuadores de la obra de Fulcanelli, entre ellos y principalmente: René Alleau y Eugène Canseliet. Pero aunque ellos y Cattiaux posiblemente frecuentaran la misma biblioteca, en la misma época, y estudiaran los mismos autores, lo cierto es que les separaba una distancia esencial. Para Cattiaux, lo realmente importante fue encontrar en la tradición alquímica la raíz común de las tradiciones espirituales, no una especial, por muy arcana que fuera, pues según él la alquimia no podía separarse de las revelaciones que dieron pie a las grandes religiones. Siguiendo a Cattiaux, E. d’Hooghvorst escribió lo siguiente respecto a ello:

 «Muchos buscadores, ávidos de esoterismo, clasifican la alquimia, o arte de las transmutaciones, entre las ciencias ocultas, al mismo nivel que la astrología, la magia, la medicina, las artes adivinatorias, etcétera. En realidad la alquimia no es una de las ramas del esoterismo, sino su llave o piedra angular» (Hilo II, p. 265).

 El alcance de los libros de Fulcanelli y sus seguidores fue más allá de los círculos esotéricos llegando a influir en los ambientes artísticos. Urszula Szulakowska en su libro Alchemy in Contemporary Art[10], explica que desde finales de los 1940, Breton desarrolló unos vínculos muy estrechos con los círculos herméticos de París sobre todo a través de Eugène Canseliet, a quien conoció personalmente. Breton estaba interesado en Fulcanelli y, quizá debido a su influencia, leyó el libro de Nicolas Flamel depositado en la Biblioteca del Arsenal. Según Szulakowska, este libro fue la fuente de donde surgió el Segundo manifiesto surrealista. En él, Breton, siguiendo la tradición alquímica de la Tabula Smaragdina, escribe lo siguiente:

 «Todo induce a creer que existe un cierto punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente. Así, es vano buscar en la actividad surrealista otro móvil que la esperanza de determinar este punto».[11]

 Además, en el libro L’Art magique que Breton escribió en colaboración con Gérard Legrand y que publicó en 1957, se invitó a Eugène Canseliet, René Alleau, Julius Evola y a René A. Schwaller de Lubicz para que respondieran a la encuesta propuesta por Breton junto a otros pintores, etnólogos, filósofos y escritores. El mismo Jean Chevalier, en la introducción a su Diccionario de símbolos escribió lo siguiente respecto a los artistas en general y respecto a Breton en particular:

 «Rindamos justicia, ya terminando, a los verdaderos iniciadores [del estudio de los símbolos], los poetas Novalis, Jean-Paul, Holderlin, Edgar Poe, Baudelaire, Rimbaud, Nerval, Lautréamont, Jarry, los mís­ticos de Oriente y Occidente, los que han descifrado las imágenes del mundo en África, en Asia y en las Américas. Los símbolos los reúnen. Con qué fuerza André Bretón no ha fusti­gado, en el siglo de las ciencias exactas y naturales, “la intratable manía que consiste en reducir lo desconocido a lo conocido, a lo clasificable, (y que) embota los cerebros”. Recor­demos el acto de fe del Manifiesto; “Creo en la resolución futura de los dos estados, tan contradictorios en apariencia, que son el sueño y la realidad, en una suerte de realidad abso­luta, de sobrerrealidad (surréalité), si pudiera decirse”»[12].

 Cattiaux vivió en aquellos años especiales, convulsos y sabios, en los que la creación artística y la tradición alquímica (como base del pensamiento simbólico) se aproximaron. Sin embargo y de modo paradójico, sus planteamientos se situaron más cerca del tradicionalismo de René Guénon que de los surrealistas. Guénon, de formación matemática, no quiso saber nada del surrealismo a pesar de la insistencia de Breton. Para él, todo el arte contemporáneo era una degeneración del auténtico arte tradicional, puesto que el subjetivismo se imponía a la inspiración y en vez de abrirse a las revelaciones antiguas, se nutría de los mundos intermedios ajenos a Dios. Debemos recordar que Guénon atacó con argumentos muy semejantes al conjunto del movimiento ocultista y teosófico; Mircea Eliade lo comentó de la manera siguiente:

 «La crítica más informada y demoledora de todos estos grupos llamados ocultistas fue realizada, no por un ob­servador racionalista “de fuera”, sino por un autor perteneciente al círculo interno, iniciado en algunas de las órdenes secretas y muy familiarizado con sus doctrinas; además, su crítica no partía desde una perspectiva escéptica o positivista, sino de lo que él llamó el “esoterismo tradicional”. Este crítico erudito e intransigente fue René Guénon»[13].

 No es fácil comprender el vínculo y la posterior separación del pensamiento de Guénon en relación al de los ocultistas, pero, a nuestro entender, no es más que la continuación inevitable y necesaria, puesto que el ocultismo necesitaba una drástica corrección. Así vemos que la revista en la que Guénon escribió sus artículos y críticas, llamada Les Études Traditionnelles, era una continuación directa de la revista Le Voile d’Isis que fundara Papus y que se mantuvo activa de 1890 hasta 1935; en 1936 Guénon la convirtió en Les Études Traditionnelles y un nuevo punto de vista surgió en el universo de los estudios esotéricos. Las ideas de Guénon eran contundentes y sirvieron para corregir un anacronismo que llevaba décadas imponiéndose en el mundo de la búsqueda espiritual: Guénon afirmaba que no podía existir un auténtico esoterismo sin la otra cara de la moneda, es decir, sin un exoterismo. Y este exoterismo tan sólo podía encontrarse en las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, por eso se conoce su filosofía como «tradicionalista». Siendo coherente con sus principios, Guénon se convirtió al Islam y se instaló en El Cairo, pero epistolarmente continuaba atento y vigilante a lo que se publicaba en París y sus críticas acostumbraban a ser demoledoras, pues quería dejar claro que las experiencias ocultistas, por sí mismas, no tenían valor alguno y eran contra-iniciaciones, arbitrarias y subjetivas.

Cuando, en 1946, Cattiaux publicó El Mensaje Reencontrado, uno de sus amigos llamado James Chauvet le sugirió que le enviase un ejemplar a Guénon, que por aquel entonces ya vivía en El Cairo. Chauvet, muy interesado por los temas esotéricos y en especial por los misterios del santo Graal, se había desmarcado de las tendencias ocultistas que proliferaban en París y se había vuelto seguidor de la corriente tradicionalista preconizada por Guénon.

Tras recibir el ejemplar y en contra de lo que acostumbraba, Guénon escribió una reseña laudatoria a la obra de Cattiaux y a partir de este hecho se inició una intensa correspondencia entre ambos con encuentros y desencuentros. Para conocer, aunque sea superficialmente, la relación entre estos dos personajes debemos comenzar por la crítica a El Mensaje Reencontrado que publicó Guénon en 1948 y cuyo punto esencial creemos que se encuentra en la siguiente idea repetida en dos ocasiones:

 «No sabemos lo que los especialistas del hermetismo, si aún existen de realmente competentes, opinarán de este libro y cómo lo valorarán: pero lo cierto es que está lejos de ser indiferente y que merece ser estudiado cuidadosamente por todos aquellos que se interesen por este aspecto particular de la tradición»

 Guénon ya había escrito sobre alquimia y hermetismo en otras ocasiones, sobre todo cuando se interesó por el libro de Julius Evola, La tradición hermética[14]. Entonces afirmó que el hermetismo era una tradición de origen egipcio que se había transmitido a las culturas posteriores como una cosmología, pero no como una metafísica primordial. Y que la alquimia era cierta práctica de la cosmología hermética que, inevitablemente, debería comprenderse como una “alquimia espiritual”. Cuando se inició la correspondencia entre ambos, Cattiaux estuvo completamente de acuerdo con la idea de denominar hermetismo a lo que él acostumbraba a llamar alquimia, pues le pareció que eran estrictamente sinónimos. Pero sucedió de distinto modo con el resto de la argumentación. Cattiaux había estudiado en profundidad el Dictionnaire mytho-hermétique de Dom Pernety, así como otras obras clásicas en las que hermetismo y alquimia definen una misma realidad. Sin embargo y como explica Antoine Faivre[15], los ocultistas apenas utilizaron el término hermetismo y fue entonces cuando Evola lo recuperó. Aunque Evola escribió en italiano (o quizá por eso) el conjunto de estas variaciones se deben situar en el contexto parisino, pues en la cultura anglosajona nunca dejó de usarse el término hermetismo.

En la correspondencia entre Cattiaux y Guénon encontramos las siguientes reflexiones que se refieren a este tema. En primer lugar Cattiaux escribe lo siguiente:

 «La palabra alquimia, tan desviada y confundida por todos o casi por todos con “la crisopeya” puede ser un espantajo para muchos, los términos “tradición primordial”, que le pertenece, o “gnosis”, o “hermetismo” me parecen menos repelentes. La palabra alquimia me parece reservada para los “locos de Dios” que son también los “sabios de Dios” ¡y existen tan pocos en el mundo!»[16].

 A lo que contesta Guénon:

 «La palabra “alquimia” da lugar, en efecto, en la mayoría de la gente, a la confusión a la que usted alude, y he tenido que señalarlo en varias ocasiones, creo que es la de “hermetismo” que sería la más adecuada (o entonces se podría decir “alquimia espiritual” para evitar cualquier equívoco). “Gnosis” tiene un sentido mucho más amplio y, por otro lado, es fastidioso que muchos confundan “gnosis” con “gnosticismo”, lo que podría no ser la misma cosa. En cuanto a la “Tradición primordial” la expresión no sería aplicable en este caso, pues se trata en realidad de una forma de tradición derivada, como es el caso además de todas las se puedan conocer en la actualidad»[17].

 De este diálogo se desprende no sólo el hecho dilucidar una cuestión nominalista, sino que implica también una comprensión del «acto simbólico» muy distinta en ambos autores. Mientras que para Guénon la unidad de todas las tradiciones sólo se podía encontrar en lo no-manifestado, para Cattiaux esta unidad necesitaba complementarse con el proceso inverso: es decir, sería en lo manifestado donde actuaría la ciencia divina dando como resultado una unidad en la manifestación última, y esta manifestación sería, justamente, la Piedra filosofal, el Nombre, Cristo, aquello concreto e histórico que se conoce en la manifestación. Pues, si la verdad intrínseca a toda tradición espiritual solamente se pudiera encontrar en lo no-manifestado, se negaría también la tradición alquímica y con ella toda la tradición de la búsqueda del Dios manifestado como apuntaron Basilio Valentin, Nicolas Valois, Cattiaux y tantos otros.

Así, el término hermetismo sería el más correcto para expresar la unidad de todas las tradiciones, pero a condición de que no se separe del término alquímico como aparece en unas notas que Cattiaux apuntó en los márgenes de un libro de René Guénon, titulado Aperçus sur l’Initiation, posiblemente durante el mismo periodo en el que tenía lugar su relación epistolar. A continuación reproducimos algunas de estas notas:

 «Louis Cattiaux, comentando el ensayo de René Guénon, deja claras estas dos ciencias. Una, la que busca el oro, la denomina crisopeya, y dice de ella: “No se debe confundir alquimia con crisopeya, pues la alquimia, que es la práctica del hermetismo, es la Ciencia total del ser, mientras que la crisopeya sólo es la parte relacionada con los metales”. La otra ciencia, la que da la Vida, la denomina palingenesia, y de ella dice: “La palingenesia es el término más elevado de la alquimia, de la misma manera que la crisopeya es el término más bajo. Una corresponde a la ciencia sacerdotal y la otra a la ciencia real o arte real. Y aún insiste un poco más adelante: “La alquimia es la realización del arte sacerdotal y del arte real. Es la llave de oro que abre el secreto tradicional que es la regeneración de la criatura caída. Repetimos que la alquimia es una, pero lo superior es la palingenesia y lo inferior la crisopeya”»[18].

 Hemos comenzado este apartado refiriéndonos a la obra de Basilio Valentin y concretamente a su genialidad al reunir en un mismo fragmento las enseñanzas de la Tabula Smaragdina –una enseñanza propiamente alquímica– con el Poimandres –uno de los más conocidos tratados de filosofía hermética–. La ciencia divina que propone Cattiaux en El Mensaje Reencontrado sigue esta tradición y también Emmanuel d’Hooghvorst cuando utilizó el término cábala alquímica [o quymica] para referirse a los dos pasos de la Gran Obra, tal y como Paracelso ya señalara al referirse a la religión de las dos luces: la luz de la gracia y la luz de la naturaleza.

 


[1] Física y metafísica de la pintura. Obra poética, Arola, Tarragona, 1998, p. 169.

[2] Les textes alchimiques, Brepols, Turnhout, 1979, p. 50.

[3] Cf. «Theophrastia Sancta. Der Paracelsismus als Religion im Streit mit den offiziellen Kirchen», in: J. Telle (ed.), Analecta Paracelsica, cit.

[4] Cf. La Table d’Émeraude et sa tradition alchimique, las distintas versiones árabes y latinas en original y traducción, Les Belles Lettres, París, 1994.

[5] L’Azoth, ou le moyen de faire l’or caché des philosophes, Archè, Milán, 1994.

[6] Cf. Raimon Arola, Alquimia y religión. Los símbolos herméticos del s. XVII,  Siruela, Madrid, 2008, pp.173 y ss.

[7] L’Azoth, ou le moyen…, cit. pp. 150-151.

[8] www.arsgravis.com/?p=252

[9] David Laigneau (o L’Agneau): Harmonie mystique ou Accord des Philosophes, Bailly, París, 1986.

[10] Alchemy in contemporary art, pp. 35-36; cf. también: M. E. Warlick, Max Ernst and Alchemy: A Magician in Search of Myth, University of Texas Press, 2001.

[11] Manifestes du surréalisme, J.J. Pauvert, París, 1972, p. 133. Sobre la relación entre el surrealismo y el arte hermético cf. J. van Lennep, Arte y Alquimia, Editora Nacional, Madrid, 1978, p. 259-261.

[12] Op. cit., p. 37.

[13] Ocultismo, brujería y modas culturales, cit., p. 75.

[14] Formas tradicionales y ciclos cósmicos, Obelisco, Barcelona, 1984, pp. 99 y ss.

[15] Wouter J. Hanegraaff, Antoine Faivre, et al., Dictionary of Gnosis and Western Esotericism, Brill, Leiden, 2005, voz: Occult/Occultism.

[16] «Paris-Le Caire, Correspondance entre Louis Cattiaux et René Guénon de 1947 à 1950»,  en Miroir d’Isis, 2011, p. 82.

[17] Ídem, p. 88.

[18] In Raimon Arola, Los amores de los dioses, Alta Fulla, Barcelona, 1999, p. 21.

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