Vasili Vasílievich Kandinsky (Moscú, 1866 – Neuilly-sur-Seine, 1944). Capítulo VIII del libro «De lo espiritual en el arte».
Vídeo de 1926 donde el artista realiza un dibujo.

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La verdadera obra de arte nace misteriosamente del artista por vía mística. Separada de él, adquiere vida propia, se convierte en una per­sonalidad, un “sujeto” independiente que respira individualmente y que tiene una vida material real. No es pues un fenómeno indiferente y ca­sual que permanece indiferente en el mundo espiritual, sino que posee, como todo ente, fuerzas activas y creativas. La obra de arte vive y actúa, colabora en la creación de la atmósfera espiritual. Desde este punto de vista interior, únicamente puede discutirse si la obra es buena o mala. Cuando su forma es «mala» o demasiado débil, es que la forma es mala o débil para producir vibraciones anímicas puras. Por otro lado, un cuadro no es «bueno» porque sea exacto en sus valores o porque esté casi científicamente dividido en frío y calor, «sino porque tiene una vida interior total. El buen dibujo es aquel que no puede alterarse en absoluto sin que se destruya su vida interior», independientemente de que el dibujo contradiga a la ana­tomía, a la botánica o a cualquier otra ciencia. No se trata de que el ar­tista contravenga una forma externa, y por lo tanto casual, sino de que el artista necesite o no esa forma tal como existe exteriormente. Del mismo modo se han de emplear los colores, no porque existan o no con ese matiz en la naturaleza sino porque «sean o no necesarios en ese tono para el cuadro». En pocas palabras: «el artista no sólo puede sino debe utilizar las formas según sea necesario para sus fines». No son necesarias ni la anato­mía u otras ciencias, ni la negación del principio de éstas, sino la libertad sin trabas del artista para escoger sus medios. Esta necesidad es el de­recho a la libertad absoluta, que es un delito en el momento en que no descansa sobre la necesidad. Artísticamente, el derecho a ella es el cita­do plano interior moral. En toda la vida, por lo tanto también en el arte, un objetivo puro. Someterse sin objeto a los hechos científicos nunca es tan nocivo como negarlos sin sentido. En el primer caso surge la imitación, material, útil para algunos fines específicos. En el segun­do resulta una mentira artística que, como pecado que es, tiene muchas y malas consecuencias. El primer caso deja vacía la atmósfera moral, la petrifica. El segundo la envenena.

La pintura es un arte, y el arte, en su aspecto global, no es una «crea­ción inútil de objetos» que se deshacen en el vacío sino una fuerza útil que sirve al desarrollo y a la sensibilización del alma humana –que apoya el movimiento del triángulo–. El arte es el lenguaje que habla al alma de cosas que son para ella el pan cotidiano, que sólo puede recibir en esta forma.

Cuando el arte se sustrae a esta obligación queda un hueco vacío, ya que no existe ningún poder que sustituya al arte. En todo momento en que el alma humana viva una vida más fuerte, el arte revivirá, ya que alma y arte están en relación de efecto y de perfección recíprocos. En los períodos en los que las ideas materialistas, el ateísmo y los afanes pura­mente prácticos que se derivan de ellos, atontan al alma abandonada, se opina que el arte «puro» no ha sido dado al hombre para fines especia­les, sino que es «gratuito»; que el arte existe sólo para el arte. El lazo que une el arte y el alma se queda medio anestesiado. Pronto, sin embargo, esta situación se venga: el artista y el espectador, que dialogan en el lenguaje del alma, ya no se entienden, y el último vuelve la espalda al primero o le mira como a un ilusionista cuya habili­dad y capacidad de invención admira.

En primer lugar, el artista ha de intentar transformar la situación re­conociendo su deber frente al arte y frente a sí mismo, y considerarse no como señor de la situación sino como servidor de designios más altos cuyos deberes son precisos, grandes y sagrados. El artista se debe «edu­car» y ahondar en su propia alma, cuidarla y desarrollarla para qué su talento externo tenga algo que vestir y no sea como el guante perdido de una mano desconocida, un simulacro de mano, sin sentido y vacía. «El artista debe tener algo que decir porque su deber no es dominar la forma sino adecuarla a un contenido».

El artista no es un privilegiado de la vida, no tiene derecho a vivir sin deberes, está obligado a un trabajo pesado que a veces se convierte en su cruz. Ha de saber que cualquiera de sus actos, sentimientos y pensamientos constituyen el frágil, intocable, pero fuerte material de sus obras, y que, por lo tanto no es libre en la vida sino sólo en el arte.
El artista, comparado con el que no lo es, tiene tres responsabilidades: a) ha de restituir el talento que le ha sido dado; b) sus actos, pensamientos y sentimientos, como los de todos los hombres, forman la atmósfera espi­ritual que aclaran o envenenan; c) sus actos, pensamientos y sentimientos son el material de sus creaciones que contribuyen a su vez a la atmósfera espiritual. No es «rey», como le llamó Sar Peladán, en el sentido de que posee gran poder, sino de que su obligación también es muy grande.

Si el artista es sacerdote de la belleza, ésta se debe buscar según el principio del «valor interior» que ya vimos. La belleza sólo se puede me­dir por el rasero de la grandeza y de la «necesidad interior», que hasta aquí tan buenos servicios nos ha prestado. «Bello es lo que brota de la necesidad anímica interior. Bello es lo que es interiormente bello».

Maeterlinck, uno de los paladines, y uno de los primeros composi­tores anímicos del arte moderno que producirá el arte de mañana, dice: «No hay nada sobre la tierra que tienda con tanta fuerza a la belleza y se embellezca con mayor facilidad que el alma… Por eso muy pocas almas resisten en la tierra a un alma que se entrega a la belleza».

Esta característica del alma es el aceite con el que se hace posible el movimiento ascendente y progresivo del triángulo espiritual: movimien­to lento, apenas perceptible, a veces aparentemente estancado, pero siempre constante e imposible de interrumpir.

Kandinsky

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