Presentación del libro de Lluïsa Vert, «L’anell misteriós» que versa sobre las fiestas tradicionales y el simbolismo natural del año (en catalán). Imágenes: Àngels Figerola y Lluïsa Vert.

L’anell misteriós

(El anillo misterioso)

 Planteamiento

El orden natural de las estaciones, poco a poco e inevitablemente se va borrando de nuestro recuerdo colectivo. Ya no nos fijamos en el cielo para saber cuándo se debe sembrar o cuándo recoger lo que hemos sembrado, pero antiguamente las estaciones y las fiestas regían el calendario cotidiano: “Por san Juan…” o “por Navidad…”. La sabiduría popular fue trenzando el orden de las fiestas de cada estación a partir de la agricultura, pero también a partir de la religión, las leyes, etc., un universo en el que cada cosa estaba en su lugar y en el que cada lugar estaba en relación con los demás.

La naturaleza exterior y la interior, esa fuerza que genera y rige a la primera, siguen los mismos ritmos que resuenan en todo el cosmos: lo que está arriba es igual como lo que está abajo, decía Hermes, y esa es la base del simbolismo. La música de las esferas suena con los mismos acordes en el macrocosmos como en el microcosmos, y no podría ser de otro modo pues el hombre, hecho a imagen y semejanza de su Creador, es el símbolo por excelencia, el lugar donde lo más alto y lo más inferior se reconocen y se conocen.

 
O deberían conocerse, pues ya sea por culpa de la falta de Adán y Eva que provocó su expulsión del Paraíso, o, según nos cuentan otras tradiciones, porque al bajar a la encarnación el ser humano bebe el agua del Leteo que le hace olvidar todo lo que sabía mientras era un espíritu libre, el hombre ya no recuerda quién es, de dónde proviene y qué es lo que ha venido a buscar en este mundo. En las fiestas tradicionales, como si de lugares de la memoria se tratara, se han depositando desde el principio de los tiempos la sabiduría de las cosas visibles, pero también de las invisibles que tienen relación con aquello más interior que es la posesión inalienable del hombre y que le procura las respuestas a las preguntas que se plantea.

El tiempo no es siempre igual, existe el tiempo festivo y el natural, que conecta con lo sagrado, y el natural, desposeído de significado trascendente. Participar en las fiestas significa salir del tiempo natural para introducirse en un tiempo mítico, recuperar algo que sucedió hace mucho tiempo para hacerlo actual. Al primero los antiguos lo llamaban cronos, como el titán que devoraba sus producciones, al segundo kairos, la oportunidad, un momento fugitivo para quien no le presta atención, pero para quien consigue aprenderlo, siempre presente y eterno. Podría decirse también que el tiempo se ordena entre dos soles, uno que viaja por el cielo y origina el día y la noche o las estaciones, y otro sol, oculto e interior, cuya actividad se refleja mediante las fiestas.

La festividad que inicia el circulus anni en el Occidente cristiano es la Navidad, cuando la simiente divina que está oculta y dormida en el interior de la tierra adámica y que debe seguir las mismas metamorfosis que una simiente natural, empieza a germinar y la luz inicia su dominio sobre las tinieblas. La Navidad coincide con el solsticio de invierno, el momento en el que en la Antigüedad se celebraba la fiesta del Sol Invictus, para festejar que el sol, después de haber decrecido durante todo el otoño, comenzaba a ganar la batalla a la oscuridad. Así, también el nacimiento de Jesucristo, llamado el Sol de justicia, originó el Gran Año, en el sentido que la vida de Jesucristo es en su totalidad y en cada una de sus “estaciones” un ejemplo de lo que tendría que ser la auténtica vida de cada hombre. Un padre de la Iglesia llamado Nicolas Cabasilas, escribió que toda la sabiduría contenida en los misterios, de los que las fiestas son manifestaciones más o menos populares, serían como la representación de un único cuerpo, que era la vida del Salvador. Lo mismo podría decirse del ciclo natural con sus cambios estaciónales, ya que como si de un libro vivo se tratara, los sabios leen en él el camino de su regeneración.

En Otoño, cuando el día se acorta y el mundo se prepara para disfrutar del reposo invernal, se celebra en la tradición judía el Día del Perdón, en el que todas las faltas son perdonadas para empezar el nuevo ciclo sin cargas antiguas. En nuestra tradición se celebra y también se invoca la venida del Espíritu Santo bajo la imagen de los Ángeles custodios y las Vírgenes halladas. También es una época en la que se honra a los muertos, tanto a los santos mártires confirmados en su fe, como a los de la saga familiar. La gracia celestial, representada por los ángeles desciende sobre la tierra virginal y fecunda la simiente adámica en ella enterrada, representada por los ancestros o por el ancestro primordial.

 En el solsticio de Invierno, la luz empieza a ganar su batalla sobre las sombras y las influencias celestes se corporifican sobre la tierra en forma de nieve. Las simientes comienzan a vegetar en el interior de la tierra, mientras que la liturgia cristiana celebra el nacimiento del Niño Dios en una cueva de Belén, un lugar, la cueva, donde en la Antigüedad se acostumbraban a celebrar los misterios del dios que moría para renacer cíclicamente. La cueva representa el lugar misterioso y oculto desde donde la luz se levanta para iluminar al mundo.

El equinoccio de Primavera anuncia el comienzo del buen tiempo y las lluvias coagulantes de primavera, tan distintas de las del otoño, darán cuerpo a las producciones de la naturaleza, que en esta época se manifiesta en todo su esplendor. También el misterio de la naturaleza interior se muestra de modo evidente con el sacrificio, muerte y resurrección del Salvador en cuerpo de gloria. El fruto más excelente.

El solsticio de Verano  inicia el periodo estival, la época más seca y cálida del año, cuando la fuerza del sol alcanza su punto álgido. Es el momento de la recogida de los frutos y de las Fiestas Mayores. También es cuando la liturgia celebra la culminación de la obra crística: la ascensión del Señor y la fiesta de Pentecostés, la bajada del Espíritu para que multiplique la simiente plantada en el corazón de los hombres. Por último la fiesta del Corpus Christi muestra la importancia del cuerpo glorioso como final de todo el proceso de regeneración.

Así se acaba un ciclo que recomienza inmediatamente en otoño, como si de un misterioso anillo se tratara, y que nos recuerda el camino de un sol que, al igual que el exterior, debería brillar en el corazón de cada ser humano.

En un mundo tan globalizado como el actual, parece necesario profundizar en el sentido de las fiestas tradicionales y en sus relaciones simbólicas, llenas de magia y misterio, pues son el recuerdo de una sabiduría ancestral y propia que ha conformado no sólo lo que ahora somos sino que también nos recuerdan lo que tendríamos que ser en el futuro.