Fundador de la Escuela de Kyoto, Kitarô Nishida (1870 – 1945) fue un gran filósofo japonés que vivió en la encrucijada: entre Oriente y Occidente, entre la filosofía y la religión, entre el budismo zen y el cristianismo. Pinturas de Hasegawa Tōhaku. Edición, Raimon Arola y LLuïsa Vert.

Kitarô Nishida (1870 – 1945)

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Una explicación sobre la belleza

¿Qué es la belleza? Contemplada desde la emotividad, percibir la belleza no es sino una clase de placer. Así lo han destacado los psicólogos británicos, sobre todo desde que Edmund Burke escribió su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello (1735). La belleza sería algo que nos produce sensación de placer, y el sentido de la belleza se identificaría con un placer egoísta. Hasta cierto punto, algo hay de verdad en esta explicación, pero no resulta apropiada como definición de la belleza. Cier­to que percibir la belleza produce placer. Pero no siempre es verdad lo contrario. Nadie pondrá en duda que, por mucho placer que proporcionen la fama, la riqueza o el comer y be­ber, no los consideramos, en absoluto, placeres estéticos.

La belleza sería algo que nos produce sensación de placer, y el sentido de la belleza se identificaría con un placer egoísta.

En el libro Dolor, placer y estética, Henry Rutgers Marshall explica detalladamente la percepción de la belleza como una especie de placer. De acuerdo con el razonamiento de es­te autor, el placer estético no se limita exclusivamente al mo­mento en que lo percibimos, sino que se disfruta igualmente al recordarlo después. Es decir, se trata de un placer que per­dura establemente. No niego que la explicación de Marshall concuerda, en buena parte, con los hechos; pero no veo que difiera mucho de las explicaciones anteriores. No acabo de aceptar como una explicación satisfactoria la teoría de que la característica especial de la belleza se encuentre simplemen­te en lo perdurable establemente de un placer. No veo cómo tal teoría pueda explicar plenamente la índole de la belleza.

¿Cuáles son, en ese caso, las características de esa especie de placer en que consiste la percepción de la belleza? ¿Qué es lo que caracteriza específicamente al sentido de lo bello?

Hasegawa Tōhaku, «Los pinos» (panel derecho)

 

Según la interpretación del idealismo alemán desde los tiempos de Kant, la percepción de la belleza es un placer des­ligado del propio ego, tal como leemos en la Crítica del Juicio (1,1, Analítica de lo Bello, 5). Es un placer vivenciado de forma instantánea: un momento en el que uno olvida, desin­teresadamente, cuanto sea ventaja o desventaja, ganancia o pérdida para sí mismo. En japonés lo expresamos con la pa­labra mu-ga, no-yo, salir de sí, éxtasis. Esta vivencia de estar fuera de sí es elemento esencial de la percepción de la belle­za. Si falta este aspecto, no se da la percepción de lo bello, cualquiera que sea la clase de placer que se experimente.

Según la interpretación del idealismo alemán desde los tiempos de Kant, la percepción de la belleza es un placer des­ligado del propio ego

Hace siglos, el escritor clásico Minamoto Akimoto (1000-1047) acuñó en frase compendiosa su deseo de «disfrutar el placer del exiliado que contempla la luna, aun sin haber sido condenado al exilio por ningún crimen». Expresa atinada­mente lo que acabamos de decir sobre la belleza. Por muy genial que sea un artista, si su corazón es tacaño, jamás lle­gará a ser un reconocido maestro. Por contraste, cuando esta­mos liberados del más mínimo apego a pensar en nosotros mismos, no sólo el placer da lugar a que se perciba la belle­za, sino que hasta lo que era originariamente desagradable se transforma por completo y puede convertirse en placer esté­tico. Así, es posible experimentar hondamente un placer es­tético cada vez mayor al leer un poema triste, que engendra sentimientos de odio o pena ante lo horrible o la desgracia. Una persona de nobles sentimientos, no sólo alejada del mun­danal ruido, sino ajena a cualquier pensamiento de interés egoísta, alcanza una cima desde la que se divisa la vida ente­ra como fuente de belleza. Así reza el conocido poema: «El lugar por donde pasea la persona virtuosa / se disfruta siempre como un paisaje delicioso.»

«El lugar por donde pasea la persona virtuosa / se disfruta siempre como un paisaje delicioso.»

Por tanto, si deseamos alcanzar una percepción auténtica de la belleza, es preciso que afrontemos la realidad desde un estado anímico de mu-ga, es decir, fuera de sí. La percepción de la belleza mana de esta fuente, que es su condición esen­cial: lo que llamamos la «inspiración divina» del arte.

Hasegawa Tōhaku, «Los pinos» (panel dizuierdo)

 

Entendiendo la percepción de la belleza como acabamos de describir, nos preguntamos: ¿Cómo se origina? ¿A qué llamamos belleza? Todo el mundo está de acuerdo en que be­lleza y verdad coinciden: la belleza se presenta como reali­dad ideal. Mas, como escribía Baumgarten, en sus Meditationes (1735), en la línea de la escuela de Leibniz, la verdad y los ideales que constituyen el fundamento de la belleza no deberían identificarse con la verdad y los ideales lógicos. De lo contrario, un mapa de anatomía ocuparía el lugar más al­to en la escala artística, lo que resultaría ridículo.

Por tanto, si deseamos alcanzar una percepción auténtica de la belleza, es preciso que afrontemos la realidad desde un estado anímico de mu-ga, es decir, fuera de sí.

La verdad subyacente a la belleza no se alcanza median­te la facultad de pensar; es una verdad intuitiva. Como men­cioné más arriba, al hablar del mundo del éxtasis o mu-ga, se trata de una verdad que surge ante nosotros como un estí­mulo que nos impacta de repente desde el fondo del cora­zón. ¿Por qué, cuando escuchamos el soliloquio de Hamlet, sentimos como una especie de verdad y simpatizamos cada vez más con él? No es porque concuerden sus palabras con teorías psicológicas. Es porque nos toca en las fibras más hondas del corazón. Esta clase de verdad es inefable. Ahí yace lo que Goethe llama el «secreto a voces».

Se trata de una verdad que surge ante nosotros como un estí­mulo que nos impacta de repente desde el fondo del corazón.

A veces la gente aprecia superficialmente la verdad lógi­ca y rechaza la verdad intuitiva como si fuera un mero ca­pricho de poetas. Sin embargo, en mi opinión, esta verdad intuitiva se alcanza cuando nos distanciamos del apego al propio ego y nos hacemos uno con la realidad. Dicho con otras palabras, se trata de una verdad percibida con los ojos de Dios. Esta especie de verdad penetra en lo secretos más hondos del universo. Por eso, es mucho más profunda y amplia que la verdad lógica a la que se llega mediante el modo ordinario de pensar distinguiendo. Aunque llegase un día en que los estudiosos ya no prestasen la más mínima atención a las grandes filosofías de Kant y Hegel, ¿no es verdad que las obras de Goethe y Shakespeare seguirán trasmitiéndose de generación en generación como espejos en que se refle­ja el corazón humano?

La verdad intuitiva se alcanza cuando nos distanciamos del apego al propio ego y nos hacemos uno con la realidad.

Resumiendo lo dicho hasta aquí, la percepción de la be­lleza es la vivencia de mu-ga, de estar fuera de sí. La belle­za que suscita dicho sentimiento extático de mu-ga es una verdad intuitiva que trasciende las distinciones intelectuales. Por eso la belleza es sublime. Desde esta perspectiva, la be­lleza puede interpretarse como la liberación del mundo de las distinciones y las discriminaciones: identificarse con el Gran Camino de salir de sí (mu-ga). Es algo, por tanto, de la misma índole que la religiosidad. Solamente difieren en el grado de profundidad o de grandeza. El mu-ga de la belle­za es momentáneo, el de la religiosidad es eterno. En cuan­to a la moralidad, tiene también su origen en ese Gran Ca­mino de mu-ga, pero su campo es todavía el reino de las diferencias. En efecto, la idea de deber, que es condición esencial de la moralidad, se edifica sobre la distinción entre uno mismo y las otras personas, o entre el bien y el mal. Por tanto, no llega al dominio sublime del arte o la religiosidad. Sin embargo, cuando uno se dedica durante años a practicar la moralidad, acaba por alcanzar el nivel que Confucio des­cribía en los Analecta en los siguientes términos:«Ir a bañarse en el río Yi, / disfrutar de la brisa en el Altar de la Lluvia, / regresar a casa entonando poemas.»

La belleza es de la misma índole que la religiosidad. Solamente difieren en el grado de profundidad o de grandeza. El mu-ga de la belle­za es momentáneo, el de la religiosidad es eterno.

Con otras palabras, cuando la moralidad alcanza un nivel elevado y se adentra en la espiritualidad, ya no hay diferen­cia entre moralidad y religión.

 

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