Fragmento de la novela filosófica de Saulo Ruiz Moreno en la que sus protagonistas son llevados, en un sugerente viaje simbólico, hasta las propuestas de la alquimia.


Fragmento del capítulo II. El gran ciclo

-Así es, el edén no es algo que tengamos seguro, hay que ganarlo. De esta manera, ganar el Cielo no es más que la consecuencia del refinamiento de nuestro ser hacia otro estado, un estado puro de verdad, sin mácula, puro entre los puros, como el manto púrpura del que se revistió a Jesús.

-Pero ese paraíso no deja de ser un concepto cristiano -respondí creyendo encarrilar el tema.

-¿De verdad lo cree?, indague en otras religiones y verá que siempre el fundamento es el mismo. Ya antes le mencioné el hinduismo o el budismo y la rueda de las reencarnaciones. Observe que lo principal es el alma, que navega de reencarnación en reencarnación en un ciclo vital eterno, pero sólo puede llegar al descanso cuando, siendo humana, logre alcanzar la perfección. Es aquí donde está el pecado original, una simple prevaricación que condena al alma a perpetuar el ciclo hasta que en su devenir vuelva a formar parte de una entidad capaz que consiga liberarla.

El hombre se incorporó señalando hacia el dintel de la entrada de la casa, donde tenía colgado un bajorrelieve con una hierática efigie de Cristo en majestad en el centro de la almendra mística, alzando la mano izquierda en acto de bendición y portando en la derecha el libro de los siete sellos del Apocalipsis. A su alrededor, los cuatro animales simbólicos de los evangelistas, según su orden clásico, el orden establecido por las reglas de la naturaleza.

-Este ciclo del que le hablo es la viva imagen del demonio, del dragón, del ouroboros, serpens qui caudam devorabit, un solve et coagula estéril; mas tras las reiteraciones eternas del proceso hay una esperanza de vencer a la muerte, el Cristo que se representa en los pórticos de las catedrales. El Pantocrátor, rodeado por los cuatro elementos, no es más que la quintaesencia inmutable que se eleva hacia los Cielos, que se sale del ciclo venciendo a la Parca. El círculo se transformó en espiral.

El profesor volvió a entrar un momento en la casa. Mientras tanto, giraba en mi cabeza la imagen de la serpiente engulléndose a sí misma, la reiteración del ciclo, la masa madre que volvía a introducirse en la harina fresca para fermentarla.

-Un dato curioso -comenzó a decirme desde el interior, a la vez que buscaba un papel donde plasmar lo que iba a dictarme-. Escriba Satán con caracteres griegos, asígnele a cada letra el valor numérico que le corresponde y obtendrá 21315. Continúe la serie y resultará 2131516, leyéndose entonces Satanás, cuyo valor total es 19, raíz de la progresión áurea. Siga avanzando con la serie y verá como aparece una rueda en rotación eterna: 21315161 (11)1(12)1(23)1(24)1(47)1(48)1(95)1(96)… pues recuerde que el valor real del número es el de un solo dígito, resultante de la suma de las cifras del guarismo.

-Aunque esto puede indicar que quien le dio por primera vez nombre al demonio ya tenía esa idea -respondí sin comprender bien lo que argüía aquella teoría numérica.

-Puede ser, pero entonces todas las culturas compartieron una idea similar, porque Satán en hebreo, por sustitución directa de las letras por números, proporciona 31415, bastante próximo a nuestro Pi, ¿algo más circular?

Me encontraba confuso, desorientado, sin acertar los motivos que me hacían permanecer en aquel lugar ni las pretensiones del profesor. Esta vez fui yo quien se levantó. El arriate lucía su vigor rebosante de romero, donde una araña se afanaba por terminar de confeccionar su tela. Santiago no decía nada, me esperaba. El cielo volvía a estar limpio y el sol regaba con generosidad la loma de enfrente. Un grupo de gorriones peleaba al pie de un ciprés sin importarle para nada el misticismo del que hablaba el profesor. El mundo seguía, quizás porque su sino es progresar ajeno a nuestras preocupaciones; puede ser que seamos nosotros los que necesitemos alcanzar su marcha. El profesor mantenía su prórroga dándome tiempo, no había cambiado ni de postura, simplemente parecía absorto en otra reflexión, quizás decidía si retomaba el asunto o me dejaba reposar.

No entendía por completo lo que me había dicho y, menos aún, aquella serie de números escrita en un trozo de periódico con el ímpetu de la charla y que apenas si era legible. Más tarde comprendí que había usado el guarismo 1 como separador de la progresión, que evolucionaba por pares con la suma de los dos números anteriores para el primer dígito (2+3 son 5) y adicionando uno más para el segundo (2+3+1 dan 6). Luego resulta sencillo comprobar cómo para los números de dos o más guarismos la suma de ellos conserva la progresión inicial, pues once no deja de ser 1+1, o sea, 2, por lo que doce resulta 3 y de la misma forma veintitrés da 5 y veinticuatro un 6.

-Y el experimento, ¿en qué parte de este laberinto se enclava? -decidí dar una vuelta de tuerca más, no darme por vencido.

-En el centro, por supuesto. Ya veremos después cómo salimos. Por eso tenemos que encontrar antes a nuestra Ariadna.

El hombre abrió un maletín que reposaba sobre su silla y me acercó unos cuantos folios. Recordé entonces los dédalos de Paco, aquellas rutas zigzagueantes que avanzaban, como la espiral, hacia el núcleo de la estructura. Sin embargo, sabía que no bastaba con hallar el camino adecuado. En todo laberinto existe una ruta que conduce a su interior más profundo. En cambio en éste, una vez allí, habría que descubrir y luchar con la bestia. Después, una vez lograda la transformación, aun desorientado por el combate, tendría que vislumbrar un retorno satisfactorio. Necesitaba un guía.

-Antes de seguir adelante -añadió-, me gustaría que se documentara algo más. Aquí tiene alguna información sobre un rito que nos toca de cerca y que fue muy del gusto de los rabinos. Supongo que habrá leído sobre los misterios de Praga…